Regla de Plata en la vida social: “no hacer daño a los demás”
Seguimos buscando los fundamentos de una verdad objetiva que fundamente la existencia y la vida humanas. Los filósofos y científicos han advertido desde hace tiempo, que las cosas llegan a su perfección mediante una especie de fuerza intrínseca. Hoy en día se lo atribuyen a la genética de los seres vivos. Las bellotas parecen poseer una fuerza intrínseca para convertirse en un roble, al igual que los seres humanos parecen poseer una fuerza intrínseca para conseguir el amor, lo perfecto, lo infinito, para alcanzar la verdad, bondad, belleza y el bienestar.
Una cosa es atribuir a la genética la propensión de una bellota para llegar a ser un roble. Otra muy distinta es atribuir a la genética la propensión del ser humano hacia lo perfecto y lo infinito. ¿Puede el deseo por lo perfecto y lo infinito atribuirse a un mecanismo genético que está esencialmente condicionado por parámetros bastante precisos, cualitativos y cuantitativos?
El deseo del ser humano por lo perfecto y lo infinito, ¿Puede ser explicado por un mecanismo que parece tener poco “espacio” en él para el infinito y lo eterno? Algunos piensan que estos poderes y deseos exclusivamente humanos, surgen de algo más que de una mera fuerza genética. Parecen surgir de una fuerza orientadora que está libre de estrictos parámetros cualitativos y cuantitativos, similar a lo que Aristóteles habría llamado un «alma». Cualquiera que sea el caso, los seres humanos parecen tener en su interior una fuerza orientadora intrínseca hacia el infinito, que lleva sus poderes a la perfección. Si esto es un «alma», entonces los seres humanos tienen un alma. Si no es más que la genética, entonces sería más importante probar y comprender los genes de la perfección, la incondicionalidad, lo infinito y la eternidad.
Si la fuerza indicadora del ser humano es solamente genética, o es el alma, o ambos, el reconocimiento de tal fuerza intrínseca, constituyen el tercer paso que nos ayudará a descubrir una definición objetiva de la persona. Esta tercera etapa trata de describir el diseño real, verdadero, es decir, la información verdadera de una cosa acerca de su perfección, sus objetivos, su realización plena.
Mediante la combinación de los tres pasos anteriores, tenemos los elementos esenciales de una definición objetiva de «persona», es decir, «un ser que posee una intrínseca fuerza (ya sea meramente genética, un alma, o ambas cosas) que lo orienta hacia lo incondicional, hacia lo perfecto y hacia la verdad infinita, la bondad, el amor, la belleza y el bienestar”.
Esta definición objetiva da lugar a un principio de crítica social acerca de la interpretación de los derechos de la «persona» humana. Puesto que cualquier ser debe ser tratado con una dignidad en proporción con su naturaleza, las personas deben ser tratadas con una dignidad incondicional proporcional con su naturaleza y que los orienta hacia la Verdad incondicional, al Amor, la Bondad, la Belleza y el Ser. Tal dignidad reconoce el valor intrínseco de un ser humano. Esta dignidad es el fundamento de los derechos inalienables, que reconoce un deber universal de proteger y promover esta dignidad incondicional.
En vista de la dignidad intrínseca e incondicional de la persona humana, no se puede, de ninguna manera correr el riesgo de dejar a un lado tal dignidad, que por otro lado no nos pertenece. Es intrínseca a la persona. Además, el daño hecho sería incondicional y absoluto. Por lo tanto, no podemos arriesgarnos a violar la Regla de Plata (“no hacer daño”), un daño que constituiría la destrucción de la dignidad de la persona. Tal vez el daño más grande causado a las personas en la historia humana ha sido el de asumir que un ser de origen humano no era una persona (es decir, que no posee una dignidad incondicional). Podemos ver esto con respecto a esclavitud en antiguos y tiempos recientes, en el genocidio, y en las persecuciones políticas totalitarias de todo tipo.
La Regla de Oro: “Haz a los otros lo que deseas que ellos te hagan a ti”, se refiere al hacer cosas favorables a los demás. La Regla de Plata, a la que aquí nos referimos, es la misma pero en forma negativa: “No hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti”, y se refiere a los otros, no hacerles daño y al contrario, mostrar bondad hacia los demás. Al destruir la dignidad de la persona, al no asumir que todo ser humano es persona, faltamos a la Regla de Oro.
La única manera de prevenir estas clases de daños atroces es de hacer una suposición cultural crítica: que cada ser de origen humano sea considerado una persona. Las dudas acerca del ser persona nunca deben ser consideradas como una autorización para negar la misma persona. Un error en este sentido podría llevar a distintas formas de genocidio, de esclavitud y de privación de derechos políticos ya que no se fundamentan en evidencias, sino en dudas. Si nosotros como cultura no hacemos esta suposición crítica, “de considerar a cada ser de origen humano como persona”, corremos el riesgo de la posibilidad de poner en peligro la dignidad del ser humano, causando un daño irreparable al individuo y perjudicando seriamente nuestra cultura.
Durango, Dgo., 9 de octubre del 2011.
+ Mons. Enrique Sánchez Martínez
Obispo Auxiliar de Durango
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