REFLEXION DOMINICAL II Domingo Ordinario; 16-I-2011

En la lengua aramea se usa la misma palabra para decir siervo (servidor) y para decir cordero. Diciendo pues hoy el Evangelio de S. Juan, “este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” equivale a decir con Isaías: “fue maltratado, él se humilló y no dijo nada, fue llevado cual cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan… El justo, mi servidor, hará una multitud de justos, después de cargar con sus deudas” (Is. 53, 7. 11).

En la primera lectura de hoy, Isaías amplía el pensamiento de Dios: “Israel, tu eres mi siervo, en el que manifestaré mi gloria”. Cuando los exiliados de Babilonia regresaban a la patria, Israel es llamado siervo, como expresión del pueblo elegido y como instrumento para revelar la presencia dinámica de Dios en la historia de Israel; primeramente con una misión limitada a los sobrevivientes y en seguida con misión universal, como luz de las naciones y salvación de Dios para todos los hombres.

Otra lectura espiritual subyacente en los textos de hoy, es la imagen del cordero del sacrificio pascual. Jesús fue sometido a la muerte en la vigilia pascual, a la misma hora de la tarde en que se inmolaban en el templo los corderos. Jesucristo es el cordero de la nueva pascua, que por su muerte inaugura y sella la liberación del pueblo de Dios. El Siervo es una figura simbólica que incorpora en sí, todo el destino de un pueblo y mediante este encargo histórico, manifiesta a Dios como salvador y como liberador. La tarea del Siervo de Yahvé no se limita al regreso de los hebreos esclavos de Babilonia, sino que comprende una dimensión universal y ecuménica. La misma liberación histórica de Israel resulta una anticipación o prenda de una salvación y de una liberación definitiva de dimensiones cósmicas, que comprende todo y a todos.

Reconociendo al Siervo de Yahvé en Jesucristo, “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, la comunidad cristiana primitiva expresa la propia fe en Cristo liberador y salvador del mundo.

Pero hoy, hay un modo nuevo de plantear el problema de la salvación. El hombre actual parece convencido de ser dueño de su propio destino. La visión del hombre, ha girado de teocéntrica (es decir centrada en Dios, como la teníamos antes), a antropocéntrica y geocéntrica. No aparece como un peregrino que recorre presuroso este valle de lágrimas; las únicas fronteras que conoce son las terrenas y temporales. Ha sustituido la esperanza teologal por una esperanza humana y terrena. Una misión nueva y una acción nueva dan sentido nuevo a su vida: la conquista gradual e ilimitada del mundo y del cosmos. La fidelidad a la tierra y la preocupación de construir la ciudad terrena avanzan sobre las esperanzas y las preocupaciones escatológicas. Una nueva confianza del hombre, está detrás de esta lucha gigantesca.

El hombre no espera construir la salvación desde afuera; la quiere construir con sus propias manos. Todo esto nos urge a clamar realista y humildemente: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”.

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