Homilía Domingo XIX ordinario; 12-VIII-2012

Jesús, Pan de vida

Ya escuchamos en domingos pasados que Jesús “tomó el pan, lo bendijo y lo distribuyó”; más aún,  escuchamos a Jesús, decir que Él es “el pan de vida”. Hoy, Jesús ratifica: “yo soy el pan de la vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que desciende del cielo, para que quien lo come, no muera”.   

             El domingo pasado, las reacciones de los judíos ante la revelación que Jesús hace de sí mismo, no se hicieron esperar, pero no fue una decisión de fe; al contrario: “murmuraban de Él, porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo. Y decían: ¿que este no es el hijo de José?; conocemos su padre y su madre; ¿cómo puede decir: descendí del cielo?”.  De esta reacción Jesús concluye que ellos no le pertenecían, que su Padre no se los había dado. Ellos no se dejaban amaestrar del Padre, pues no escuchaban a Aquel que ha venido de Dios, el único que puede dar la vida eterna.

             Ahora se revela aún mejor a sí mismo, repitiendo que es el pan de vida y que el hombre, para tener esta vida, que el maná no dio, debe comerlo a Él, lo que podrá realizarse cuando Él se haya dado a sí mismo, entregando en sacrificio su propia carne por la vida del mundo; pues el don de la Eucaristía llega a través de la muerte.         

             Los signos de la presencia de Dios junto a su pueblo, en el camino del desierto fueron particularmente dos, el pan bajado del cielo (las codornices y el maná) y el agua brotada de la roca, signos a través de los cuales Dios hace sentir su presencia eficaz a sus profetas fieles, como Elías. Ahora, Jesús sacramento viviente del Padre en medio de los hombres, deja un signo que no es sólo signo indicativo de su presencia, sino signo eficaz de esa presencia.

             En el capítulo sexto del Evangelio de S. Juan que leemos hoy, podemos distinguir una perspectiva de los oyentes directos de Jesús, para los cuales, el discurso se refería sobre todo a la fe y a la acogida de Cristo, verdadero pan del cielo; también podemos distinguir la perspectiva de los contemporáneos de S. Juan, para los cueles el discurso de Jesús tiene un transparente significado eucarístico, pues S. Juan escribe después de haber vivido la experiencia de las primeras comunidades cristianas, después que se había establecido entre los primeros creyentes la práctica de reunirse para celebrar la cena eucarística. La prospectiva de S. Juan es ya un uso de la práctica sacramental. Es claro que así, las palabras y las narraciones de la existencia, los dichos y los hechos de Jesús, son leídos con claridad y riqueza de prospectiva que no se tenían el día en que los apóstoles oyeron hablar por primera vez del pan de vida.

             Así, el dicho de Jesús, “yo soy el pan de vida nos hace pensar inmediatamente en la Eucaristía; pues  Fe y Sacramento son inseparables. Le fe exige el Sacramento y el Sacramento es incomprensible sin fe.

En el centro está el tema de la vida; esto es, el tema de la realización plena del hombre. Cristo vino a realizar plenamente nuestra vida, que es la vida del Padre Celestial, vida eterna sin fin. El hombre la busca pero no logra encontrarla o la encuentra sólo provisoriamente y sólo momentáneamente logra saciar su hambre. Sólo Cristo logra saciar totalmente, porque Él es “el pan que desciende del cielo”. Quien lo come no muere. Los padres con su propio trabajo procuran el pan, el alimento, el vestido; ellos son pan de vida para sus hijos, no sólo porque les han dado la vida, sino porque en cierta manera son continuamente comidos por sus hijos. Dando el alimento, fruto del trabajo, el padre y la madre, en cierta forma pueden decir: “este pan es mi carne entregada por mis hijos”. Otros comensales o invitados, en cierta medida participan igualmente de la vida de quien ganó ese alimento. También Jesús puede dar al pan un significado y una realidad totalmente nueva, al nivel de la profundidad de todo su ser; puede también hacer de la participación de su vida con el Padre Celestial, un signo eficaz de su íntima presencia en comunión con los que creen en Él.    

 

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