Cristo Rey

El año litúrgico de la Iglesia es lineal, en el sentido que, centrado en Cristo, tiene una alfa o principio marcado por el Adviento; pero en una dirección hacia un punto omega, que es la fiesta de Cristo Rey.
Así resulta que el tiempo cristiano es como una línea recta que se hace circular y se vuelve espiral; volviendo siempre a repasar los misterios avanza hacia su punto trascendente; hacia Cristo que es principio, centro y fin del tiempo litúrgico.
Habiendo pues empezado nuestras celebraciones en el Adviento pasado, hoy, la fiesta de Cristo Rey maraca el fin del presente año litúrgico.
En esta fiesta que corona el año litúrgico, reconocemos a Cristo como el punto álgido y central al final de los tiempos. En Él, la Santísima Trinidad nos ha revelado lo más íntimo de su misterio trinitario y la más alta dignidad humana y trascendental a que está llamada la humanidad.
En Cristo Rey de la humanidad, encontramos el paradigma de nuestro desarrollo humano; porque en él, Dios Uno y Trino nos ha revelado nuestra vocación humana y lo más alto de nuestra condición, a la que podemos llegar a ser. Nuestro ser más en humanidad, no está en el machismo o en transitar por veredas torcidas, como en acumular desordenadamente o en disfrutar ensordecedoramente.
Nuestro ser más, está en injertarnos bien a Cristo y su Evangelio, en asimilar y asumir íntegra e integralmente los valores del Reino como vida y verdad, justicia y paz, gracia, santidad y amor.
Cristo, Rey de la creación entera, es también un estirón para que todas las cosas encuentren en Él su consistencia. Los ambientes y las instituciones en que el hombre vive y se forma han de imbuirse también de espíritu limpio, sano y virtuoso que los hombres respiren para su auténtico desarrollo humano. Las sociedades en las que el hombre trabaja favorezcan condiciones de equidad, de justicia, de honestidad para que promuevan y faciliten que todos se desempeñen a favor del bien común con auténtica realización personal y comunitaria.
Este Reinado de Cristo se establece inicialmente en el interior de cada bautizado, pero, por la proyección de cada uno, está llamado a impregnar los ambientes, las instituciones y las sociedades, para ir haciendo realidad la visión apocalíptica de S. Juan: “vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: esta es la morada de Dios con los hombres; Él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y Él será su Dios con ellos, Él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado” (Apoc. 21, 1-4).
Este Reinado no se construye por sí sólo o por la sola acción de Cristo; está encaminado a entronizarse en cada corazón, para que cada bautizado haga lo suyo para su debido establecimiento en el vivir de la humanidad. Para ello, hemos de convencernos de su grandeza y de su posibilidad. Ello requiere optimismo y confianza grandes en la fe, la esperanza y la caridad.
Durango, Dgo. 23 de noviembre del 2008.
Héctor González Martínez
Arz.de Durango

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