El camino de la Cruz

arzo-01La cruz del profeta. Cuando fui por seis años Obispo de Campeche, en un retiro espiritual con el P. Larrañaga, aprendí  a cantar la primera lectura de hoy. Hasta la fecha me gusta cantar con Jeremías profeta: “sedujisteme Señor, yo me dejé seducir; dominásteme, Señor; y fue tuya la victoria…me has forzado y me has vencido… La palabra del Señor, se ha convertido para mí en motivo de insulto y burla… Yo me decía: no pensaré más en Él, no hablaré más en su Nombre. Pero era dentro de mí como un fuego ardiente encerrado en mis huesos; me esforzaba en sofocarlo, y no podía”. Estas palabras con que el profeta Jeremías se dirige a Dios son una lamentación: son palabras vacilantes que representan el misterio inescrutable de Dios que acontece en la vida del hombre.

            Estas y otras expresiones nos descubren que no es simple ejercer el ministerio profético: la misión y la inspiración proféticas, no eran ni son, experiencias simplemente humanas, sino auténticas intervenciones de Dios en la vida de la persona humana, que pueden ir en contra de sus aspiraciones, en forma dramática, causando serias crisis. Jeremías explota fuertemente contra Dios: calificándolo como “arroyo mentiroso”: me engañaste, me sedujiste, pues, “Tú eres más fuerte” tu impulso es irresistible: y la queja se hace más atrevida: Yahvé ha engañado a su mensajero; el profeta no puede resistir a la inspiración    profética: su impulso es irresistible.

          Pasando al Evangelio, miremos la pasión de Cristo. Después de la confesión de S. Pedro; “yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” “Jesús comenzó a manifestar abiertamente a sus discípulos, que tenía que ir a Jerusalén y que tenía que sufrir mucho…, que lo matarían y que al tercer día resucitaría”. Ahí inicia la comprensión del sentido que Jesús da a su mesianidad, el sentido del siervo sufriente, esto es: después del rechazo de Israel, a Jesús sólo le queda el camino del “deber sufrir mucho”.

            Y, ¿qué consecuencias quedan para el discípulo? Quien quiera seguirlo, esto es, quien quiera ser discípulo, no tiene otra opción, que vivir en sí el sacrificio de Cristo, para salvar la propia vida. Más aún, es la paradoja cristiana: perderse para vivir.

            Se trata de una nueva etapa en el camino de Jesús, parecido a como Jesús había hecho cuando inició a anunciar el Reino de Dios (Mt 4,17). Esta nueva etapa tiene como objetivo instruir a los discípulos que son las primicias de la Iglesia. El tema es el auténtico mesianismo de Jesús que se manifiesta en la cruz. Un anuncio que se va repitiendo, hasta culminar, después de describir la consumación del rechazo a Jesús, y culminar en el relato de la pasión y la resurrección.

            El ministerio profético de cualquier laico, de toda religiosa, del presbítero o del obispo, no es una vocación a la tranquilidad. Es incomodo es incomodante. Jeremías quería safarse de este ingrato deber; pero la Palabra de Dios le quema dentro con tal urgencia que no puede contenerla. Su alma es campo de batalla, donde se enfrentan fuerzas difícilmente conciliables entre sí: Dios, el mundo y la búsqueda de sí mismo. Al profeta sólo le queda una posibilidad: dejarse seducir por su Señor.

            La actitud de Jesús es diversa. Para Él, el sufrimiento, la pasión y la muerte, más que un escándalo, son una consecuencia de la situación de pecado del hombre: la muerte, “es su hora” que se acerca: es necesario que Él vaya a Jerusalén y sufra mucho de parte de los ancianos y de los sumos sacerdotes. El sufrimiento y la muerte, no son simples previsiones de algo que debe venir, sino un momento específico y determinante ya prefigurado y preanunciado por los profetas en el Plan Salvífico de Dios. No es un mesías político ni un simple profeta; sino Aquel, que ha sido enviado a dar su vida.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

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