Los doce Franciscanos
Los reales cimientos del Cristianismo en México, lo pusieron los Doce Franciscanos, que, enviados por el Papa Adriano VI, desembarcaron en S. Juan de Ulúa, Ver. El 13 de mayo de 1524. Ellos eran Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Toribio de Benavente (llamado Motolinía), Luis de Fuensalida, Antonio de Ciudad Rodrigo, Juan Suárez, García de Cisneros, Francisco Jiménez, Juan de Rivas, Juan de Palos, Andrés Córdoba; y como cabeza del grupo, Fray Martín de Valencia, hombre bien formado en la vida espiritual y en la espiritualidad franciscana.
Hernán Cortés y otras autoridades, salieron hasta Veracruz a recibir a los Doce, al saludar a cada fraile, se descubrían la cabeza, se ponían de rodillas y le besaban la mano y el cordón franciscano. Llegados a Tenochtitlán, fueron instalados al pie de la gran Pirámide del templo de la Ciudad de Tenochtitlán.
Los frailes hicieron un Retiro Espiritual, para prepararse al trabajo. A mediados de 1524, celebraron la primera Junta Administrativa de lo espiritual en presencia de Cortés. En los Acuerdos de esa Junta, se dividieron en cuatro grupos: Tenochtitlán, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo; tomaron consenso de: administrar los bautismos solemnes a los neófitos ya catequizados los domingos por la mañana y los martes por la tarde; los enfermos habituales podrían confesarse dos veces al año; para los sanos, el cumplimiento anual, empezaría tres domingos antes de Cuaresma; que nadie contrajera Matrimonio, sin examen sobre la doctrina cristiana y confesión; parece que, al principio, la Comunión se negó a los neófitos; después se dejó a criterio de los confesores; al principio, la Unción de enfermos no se administraba a los indígenas.
En 1525 llegaron otros franciscanos, que compartieron la tarea de la primera evangelización y los méritos de sus frutos. A unos y otros pertenece como mérito propio, la primera evangelización y sus frutos.
Como parece que los misioneros no esperaron a aprender las lenguas, para emprender la predicación: en silencio y a señas, señalando el cielo, y diciendo estar ahí el solo Dios, a Quién habían de creer, y volviendo los ojos a la tierra, señalaban el infierno, para el tormento de los condenados. Al principio, así predicaban, sin saber decir más que esto, por plazas y lugares donde había congregación de gentes.
Podemos juzgar, que esta enseñanza era de muy poco fruto, pues, ni los indígenas entendían lo que se les decía, ni los frailes sabían de las idolatrías ni podían reprenderlas. Preocupados, no sabían qué hacer: queriendo aprender las lenguas, no había quién se las enseñara; para aprenderlas, se les ocurrió hacerse niños con los niños jugando con ellos a ratos, apuntar lo que les oían; al estar solos, compartían y corregían entre ellos, y así aprender las lenguas para predicar y procurar la conversión de las gentes; componían luego vocabularios, gramáticas, cantos religiosos, catecismos y sermones. Más adelante, establecieron escuelas, aprendieron varias lenguas, elaboraron gramáticas y otros subsidios.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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