El Siglo XVI

Sr.-Arzobispo-288x300Declara D. Atanasio G. Saravia, que “las predicaciones de los misioneros se oyeron desde Yucatán a Texas, desde el Pacífico al Golfo, y muchos de nuestros pueblos y de  nuestras ciudades actuales, tuvieron su principio en una humilde cruz, plantada por algún venerable religioso que, con abnegación sin medida y con celo verdaderamente apostólico, reunía en torno de ella a aquellos indios nómadas y semisalvajes, que asombrados, oían por primera vez las palabras de amor y de esperanza con que los misioneros los atraían, poco a poco, al seno de su hermosa religión cristiana” (Los misioneros muertos en el norte de la Nueva España. Introducción 9).

Sigue diciendo D. Atanasio G. Saravia: “en el territorio norte, habitado por tribus altivas y levantiscas, inquietas y guerreras, la predicación ofrecía penalidades incontables y mortales peligros. Sorprende mirar que padres europeos, acostumbrados a las ventajas que ofrecen las sociedades civilizadas, dejaban la paz de sus conventos para internarse en ásperas serranías de tierras desconocidas… para llevar un poco de consuelo a los vencidos y dejar oír las palabras de paz y de armonía, sobre las ruinas humeantes de los pueblos destruidos por la guerra” (Ibídem).

Hoy hago memoria de misioneros franciscanos en el siglo XVI. El primer misionero franciscano que predicó el Cristianismo en la Nueva Vizcaya, fue Fr. Gerónimo de Mendoza, nacido en Vitoria, España y sobrino de D. Antonio de Mendoza, primer Virrey de la Nueva España. Gerónimo, en compañía de su tío, dejó España para venir al Nuevo Mundo; de pronto, cambió su traje de capitán de guardias y tomó el hábito de S. Francisco, que recibió en el convento de México, llevando desde entonces vida ejemplar. Cuando D. Francisco de Ibarra, partió de Zacatecas a conquistar tierras, Fray Gerónimo le acompañó, predicando, sin compañía de religiosos, en la región entre Sombrerete y Nombre de Dios.

  El primer misionero franciscano conocido y martirizado en el norte de la Nueva España, fue el francés Bernardo Cossín, quien informado de los descubrimientos y de la tarea misionera, solicitó y obtuvo licencia para trasladarse a la Nueva España a predicar el Evangelio. Al llegar, supo que hacia el norte había multitudes de gentiles que doctrinar, pidió licencia para ir allá y concedida, partió a pie y descalzo, sin más equipaje que su breviario, un báculo y un crucifijo; después de atravesar largas distancias llegó a Sombrerete, acompañado de dos indígenas mejicanos. Dondequiera que  encontraba indígenas, emprendía la predicación. En 1564, se trasladó a Nombre de Dios para prestar obediencia a Fr. Pedro de Espinareda, quién lo envió a la región de la Nueva Vizcaya, para evangelizar en compañía de Fr. Diego de la Cadena. En Durango, Fr. Bernardo se despidió y partió para la sierra; pero, a pocas leguas, se encontró una numerosa población de indígenas; enarboló el crucifijo y trató de persuadirlos a que abrazaran la religión de Jesucristo; los indígenas lo escucharon largo rato, pero finalmente empezaron a flecharle y acabaron con su vida. Fue sepultado en el convento de S. Francisco de Durango.

En 1567, Fr. Pablo de Acevedo (de origen portugués), el Hno. Lego Juan de Herrera y otros dos franciscanos anónimos,  predicaron en Sinaloa y fueron martirizados cerca de Topia, sus restos fueron llevados y sepultados hasta el convento franciscano de Nombre de Dios. Fr Pablo de Acevedo y el Hno. Lego Juan, predicando, acompañaron a D. Francisco de Ibarra en sus incursiones a Sinaloa; hasta que, por los malos tratos de un mulato que cobraba los tributos, se sublevaron lo indígenas, y dieron muerte a Fr. Pablo de Acevedo: durante el martirio, Fr. Pablo preguntaba a sus verdugos, en qué los había ofendido; oyendo que por los malos tratos del mulato, los indígenas buscaron al mulato y encontrándolo, lo hicieron pedacitos en presencia del Hno. Lego, quien reprimiéndoles su conducta, volviéndose en cólera los indígenas contra él, también le martirizaron. El P. Arlegui narra que habiendo salido dos religiosos de Durango, a reconocer lo sucedido, también fueron muertos por los indígenas. Cuando llegaron los militares, después de dos meses de muertos, los cadáveres ya estaban devorados por lobos y coyotes, a excepción del P. Acevedo que se encontró completo; recogieron los restos y los llevaron a sepultar hasta Nombre de Dios.

Héctor González Martínez; Obispo Emérito de Durango

 

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