¿Quién es Jesucristo?

Por supuesto que, lejos de ser ociosa dicha pregunta, venía exigida para que ellos respondiesen a esta otra: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). El tiempo que llevaban con Él debía dar lugar a una respuesta concreta. Quizá hubo unos momentos de embarazoso silencio, en los que pasarían por sus mentes algunos de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado; así como también la imagen del Maestro que predicaba una doctrina nueva; podría ser el Mesías anunciado, con una misión político-religiosa, como lo había interpretado la madre de Santiago y Juan, la cual ya le había solicitado los primeros puestos para sus hijos. Finalmente, será Pedro quien, sin darse cuenta de alcance de sus palabras, responderá: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16).

Jesús lo felicita por lo acertado de su respuesta, al tiempo que le revela quién se la ha dictado: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16, 17). Efectivamente, a Pedro le había bastado el amor apasionado por el Maestro para expresárselo con aquellas palabras, aunque sin comprender el misterio que contenían sus palabras. Sólo mucho tiempo después, cuando él y los demás apóstoles vean al Señor Resucitado y reciban el Espíritu Santo en Pentecostés, llegarán a darse cuenta del profundo y pleno significado de aquella respuesta.

A lo largo de más de dos mil años la pregunta de Jesús a los Apóstoles no ha perdido vigencia ni actualidad. Siempre y quizá hoy, más que nunca, continúa haciéndola a todos los hombres y de modo especial a quienes nos confesamos creyentes en Él y frecuentamos su casa, escuchamos su palabra y celebramos sus misterios. Sí, es a ti y a mí a quienes nos pregunta muy en particular: ¿Quién soy yo para ti? –No, no se trata de responder según los libros o según los conocimientos que tenemos desde de que estudiamos el catecismo; es claro que tú y yo sabemos que Jesús es “Dios y hombre verdadero” y que con su Muerte y Resurrección nos ha salvado, pero tanto estas nociones y algunas más, aunque las repitamos muchas veces, pueden estarnos diciendo muy poco.

A este propósito, decía san Agustín a sus diocesanos y nos lo dice también hoy a nosotros: “Una cosa es creer en la existencia de Cristo y otra creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los demonios, pero éstos no creyeron en Cristo. Cree, por tanto, en Cristo quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene fe sin esperanza y sin amor cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo viene a Él y, en cierto modo, se une a Él y queda hecho miembro suyo; lo cual no es posible si a la fe no se le junta la esperanza y la caridad” (Sermón 144, 2).

Preguntémonos, pues: ¿Nuestra fe impregna nuestra vida? O ¿se queda en la esfera del conocimiento teórico? Y es que no se trata sólo de saber formular exactamente nuestras convicciones teológicas, sino de que lleguen a influir y configurar nuestra vida. Jesús, para cada uno de nosotros no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que da sentido a nuestra vida. Y, por tanto, ¿se puede decir que creemos en Cristo de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? o ¿venimos a creer en un Jesús a quien “hemos fabricado” a nuestra imagen y semejanza? Creer en Jesús es comprometerse con Él.

Un detalle más: Jesús, tras aplaudir la confesión de Pedro, le encargó una misión muy especial, que viene sugerida por el nombre que Él mismo le dio: Cefas (en arameo) o Petros (en griego), nombres que significan piedra, roca. Pedro será, en efecto, la roca sobre la que se asiente la comunidad eclesial que el propio Jesús está fundando. Éstas son sus palabras: Ahora te digo yo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Bien sabemos que, desde el primer momento, las comunidades cristianas aceptaron a Pedro como el Vicario de Cristo; es decir, el que hace sus veces en la tierra. Presidió inicialmente la comunidad de Jerusalén, después lo haría en Roma, en donde sellaría su fe en Cristo con el martirio. Y allí quedarían sus sucesores, Vicarios, a su vez, de Cristo.

Esta última consideración nos invitan a ver al Papa como lo que es: Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo y a mirarlo siempre con los ojos de la fe. El Papa ha recibido el encargo de asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad y de la misión evangelizadora. Por otra parte, la comunidad cristiana no es del Papa sino de Cristo, como lo dejan claro sus palabras “edificaré mi iglesia” (Mt 17, 18); el Papa es quien más explícitamente ha recibido la misión de animar, unir, confirmar a la comunidad de Cristo, que, además, de una, santa y católica es también “apostólica”, pero todos nosotros somos sus colaboradores.

Héctor González Martínez

                                                                                               Arzobispo Emérito de Durango

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