Convertíos y creed en el Evangelio

Durante el presente año litúrgico escucharemos principalmente el evangelio de S. Marcos, que no es otro que la misma persona de Jesús. En el texto evangélico que hoy escuchamos, Jesucristo, inicia su vida pública, y la comienza en Galilea, allí mismo donde Juan Bautista acaba de ser decapitado por Herodes. Y comienza predicando el Reino: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio (1,14-15). Jesucristo no define qué es el Reino, pero es el centro de su predicación y la pasión que anima toda su actividad; todo lo que dice y hace está al servicio del Reino de Dios, es como el hilo conductor que atraviesa todo el Evangelio de Marcos.

El Reino de Dios reclama dos actitudes para que se haga realidad en nosotros: la conversión y la fe. La palabra conversión está tan manida y tan mal usada que apenas la prestamos atención. La consideramos como un esfuerzo personal y un arrepentimiento, cuando en sentido evangélico significa primeramente aceptar la salvación que generosamente Dios nos ofrece y como consecuencia de esta generosidad, está nuestra respuesta: volver hacia atrás, tomar otro camino, el de Dios. Es Dios quien da el primer paso.

El drama de nuestro tiempo está en que nos hemos acostumbrado a una felicidad aparente y no queremos enderezar nuestros pasos. Son muchos los que adoptan comportamientos inmorales en el ámbito familiar, profesional, social, y sin embargo creen que llevan una vida buena, que no tienen pecado, que no hacen mal a nadie, y por tanto creen que no tienen necesidad de conversión, porque ¿de qué podrá convertirse el hombre cuando cree estar en el buen camino?… Y estamos los buenos, los que no matamos ni robamos. ¿También tenemos que convertirnos? ¿De qué nos vamos a convertir? No matamos ni robamos, pero vivimos una espiritualidad mediocre, una vida cargada de indiferencia y de falta de sensibilidad ante tantas necesidades, nos puede la inercia y la dureza de corazón. Precisamente la conversión es el antídoto contra la mediocridad, contra la inercia de la sociedad sociológicamente cristiana. El converso percibe la novedad, se da cuenta de la maravilla de la fe. Tiene la sensibilidad entera y despierta: lo ve todo con ojos nuevos, con todos sus perfiles. Todos tenemos necesidad de conversión. La llamada a la conversión tiene siempre como objetivo poner en cuestión el modo de vivir y de ser de cualquiera, convencernos de que hay otros caminos, que merece la pena recorrer. La tragedia del hombre de hoy está en que a Jesús, su Reino, lo hemos convertido en algo secundario, sin influencia en nuestras vidas y valores.

La conversión y la fe se manifiestan en el seguimiento de Jesús. La vocación de los primeros discípulos es un ejemplo concreto de conversión y de fe. La conversión permite a Dios que sea Dios; es decir, llega a romper la cerrazón humana, a abandonar toda autosuficiencia, a vivir la existencia terrena como don recibido de Dios. La respuesta implica desprendimiento y renuncia y se traduce en “seguimiento”. Discípulo no es el que abandona algo, sino el que encuentra a alguien y le sigue.

Seguir a Jesús es participar de su vida. La llamada de Jesús a su seguimiento no admite demora ni retraso, al instante, inmediatamente porque la urgencia del Reino apremia. Para seguirlo, hay que dejar las redes, es decir, hay que eliminar todo lo que impide estar ágiles y disponibles para anunciar el Evangelio y ser testigos del Reino de Dios. ¿Hay algo en nosotros que nos tenga enredados? El que acepta la llamada a una vida nueva ha de renunciar a la antigua, ahora comienza algo nuevo y esa novedad implica la renuncia de lo anterior y el inicio de un nuevo camino: el camino de Jesús. ¿Estamos dispuestos a recorrerlo? Los llamados a seguir a Jesucristo -consigna válida para todo cristiano- hemos de sentirnos libres de todo condicionamiento: embarcación, redes, lazos familiares, es decir, vivir la vida con Jesús, según la fe, la esperanza y la caridad, y no según los criterios del egoísmo, de lo útil, de la sola racionalidad.

Hoy Jesús sigue llamando, porque la obra que Él comenzó aún no se ha completado. A cada uno nos llama a seguirle, a lo largo de nuestra historia personal, por caminos distintos, según nuestras cualidades, nuestra historia y según su voluntad. ¿Sabemos lo que Jesús quiere de nosotros? ¿Cómo lo vivimos?

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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