Hacer oír a los sordos y hablar a los mudos

 

Los relatos de milagros relativos a los oídos, ojos y lengua suelen tener en S. Marcos un valor simbólico. El sordomudo es una persona que al no poder escuchar le resulta imposible hablar y ponerse en comunicación con los otros, pero leyendo detenidamente el evangelio de S. Marcos, observamos que el sordo apenas podía hablar (v. 32), es decir, más que sordo, tenía algún impedimento para hablar, era alguien que hablaba con dificultad. Con los conocimientos médicos que se tienen hoy se podría decir más bien, que el enfermo que presentan ante Jesús sería un autista. El autista ignora a las otras personas: no escucha a los demás, evita el contacto visual, no interactúa con los otros y no responde a los signos de afecto, tiene dificultades para relacionarse. Como consecuencia de su situación, el sordo que nos presenta el evangelista es un hombre excluido y marginado de la sociedad, además es un pagano. Sus limitaciones físicas lo marginan de toda convivencia en la sociedad y como pagano sería sordo a la Palabra de Dios (Ley y Profetas). Los judíos “excluían” a estas personas hasta tal punto que ni siquiera se les podía tocar por considerarlos impuros y malditos.

Este sordo no es consciente de su situación y no es capaz, por tanto, de tomar la iniciativa para salir al encuentro de Jesús; son sus amigos quienes están dispuestos a ayudarle y lo presentan a Jesús para que le imponga la mano (v.32). Jesús transgrede el entramado socio-religioso de los judíos, que generaba verdadera exclusión social, y apartándolo de la gente, a solas, le metió el dedo en los oídos y con la saliva le tocó la lengua (v.33). Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effetá! (esto es, ábrete) (v.34). Y al enfermo se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías para la llegada del Mesías: los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que acogen la Palabra de Dios. Jesús lo abre a la comunicación con los demás, con el mundo, podrá llevar una vida nueva y digna a partir de este momento. La curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin podrá relacionarse de modo nuevo. Con gestos corporales y sensibles Jesús libera a este hombre, pero su mirar al cielo indica que no es un acto mágico, que Dios está presente.

Aunque el milagro afecta a la espera física, sin embargo, ilustra también los efectos del pecado en la esfera espiritual del hombre. Los hombres no logran escuchar la voz de Dios a causa de su incredulidad, y apenas pueden hablar (v.32) cuando intentan hablar de las cosas de Dios. Sin embargo, cuando Dios actúa mediante la acción del Espíritu Santo abre las mentes de los hombres, y estos responden adecuadamente a su Palabra, las ligaduras de la lengua son desatadas y cambia radicalmente su modo de hablar y de expresarse, anunciando el misterio de Dios. En nuestro tiempo muchos creyentes tienen un impedimento para hablar de su experiencia personal con Jesucristo, o pueden hablar del Evangelio en ciertos ambientes, pero no son capaces de hacerlo con todas las personas. Serían los autistas del evangelio. El encuentro con Jesucristo nos lleva necesariamente a que se nos desate la lengua y a que proclamemos sin ambages que Jesucristo hace cosas nuevas, que todo lo hace bien en nosotros.

Ante la queja general de la pérdida de fe, debiéramos preguntarnos los cristianos si no nos hemos quedado mudos. ¿Qué pasaría si habláramos con valentía y diéramos testimonio como lo hicieron los amigos del sordo que lo presentaron a Jesús?

Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus sentidos. Existe una cerrazón interior, que afecta a lo profundo de la persona, al que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Podríamos decir que la palabra Effetá (ábrete) puede resumir toda la obra de Cristo quiere hacer en nosotros.

Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca. Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que creen.

Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo, que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos para oír lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que debemos hablar en cada circunstancia.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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