Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor

Seguramente la palabra «conversión» es la más repetida en la liturgia de la Iglesia durante el tiempo de Cuaresma, es decir, los cuarenta días que nos sirven de preparación para la gran fiesta de la Pascua. En la Pascua o fiesta de la resurrección del Señor, los cristianos celebramos el paso de Jesús de este mundo al Padre, que es como decir de la finitud de la creación –de la que el Hijo de Dios se hizo partícipe–, al seno de la misma Trinidad. En este paso de Cristo, no sólo la humanidad de Jesús, sino todos los seres humanos y, con ellos, todo el universo –que se concentra en el hombre- tiene acceso a Dios.

Ahora bien, Dios es santo y nada impuro puede coexistir y convivir con Él. Por eso fue necesaria la redención del género humano llevada a cabo por Cristo, el cual, siendo inocente, ofreció su vida, como ofrenda de amor, por nosotros, pecadores. De forma misteriosa, participamos en la muerte de Cristo y en su resurrección por las aguas del Bautismo vivificadas por el Espíritu de Dios, que hace de nosotros criaturas nuevas, hijos de Dios.

La Pascua de Jesús es la realización plena del proyecto divino de salvación para el género humano, o plan para compartir con el hombre su gloria divina. De esta Pascua es figura la Pascua del pueblo hebreo, por la que pasó de la esclavitud de Egipto a la condición de pueblo soberano y libre, convocado por la llamada divina, comprometido en alianza con Dios, bajo la guía de su Ley sabia: en el Sinaí, la alianza culminará la liberación. Para ello, Dios se sirvió de la mediación de Moisés, un simple pastor de ovejas, poco dotado de oratoria para persuadir al Faraón, pero que contaba con la asistencia del Señor, el Dios de los padres, el que es capaz de salvar: será Él mismo el que lleve a cabo la empresa, pues es superior a todos los dioses de Egipto y a los ejércitos del Faraón. Dios desplegó todo su poder en favor de su pueblo, en las plagas, que doblegaron la resistencia del soberano de Egipto; abriendo un paso a su pueblo sobre tierra seca por en medio del mar Rojo; proporcionándole agua para beber en el desierto y el maná con que alimentarse, y realizando otros muchos prodigios en su favor a lo largo de cuarenta años de travesía por el desierto.

No obstante que todos los que salieron de Egipto contemplaron los prodigios realizados por Dios y se comprometieron a ser su pueblo fiel por medio de una alianza en el Sinaí, sin embargo fueron inconstantes y, a las primeras de cambio, le dieron la espalda, poniendo su confianza en dioses manipulables –como el becerro fundido con las alhajas con que los obsequiaron los egipcios– que los proveían de viandas suculentas, aunque ello fuera a costa de pagar el tributo de la esclavitud. Siendo que todo lo que les sucedió a los israelitas concernía a realidades tan apreciables como la libertad y la vida temporal, sin embargo es considerado por el Apóstol como figura de la verdadera realidad que se nos pone delante a nosotros y que es el mismo Cristo en persona, que se nos brinda como don. Lo que les sucedió a los padres fue una mera figura porque se refería a realidades de este mundo; pero a nosotros nos ha tocado vivir en la última de las edades, la de la intervención definitiva de Dios en la historia del mundo: pues si el Dios que se revela a Moisés es «Yavé», «el Dios de los padres», «Yo soy», «el que es», «el Señor», «capaz de salvar»; el Dios que se nos ha revelado en Jesucristo es «el Emmanuel», el Dios-con-nosotros; es Jesús o «Yavé salva». Pero, para poder ser salvados por Dios hemos de convertirnos a Él de corazón, poniendo en Él nuestra confianza. “El encuentro con Dios es un riesgo y un acontecimiento salvador, que llama a una vida nueva” (Comentario al A. T., Ed. La Casa de la Biblia, 124).

De la necesidad de la conversión es precisamente de lo que habla Jesús a los judíos en el pasaje del evangelio que se nos ha proclamado. Cuando Jesús se estaba dirigiendo a sus oyentes israelitas, tomando pie de la noticia que le comunican del
asesinato de los galileos degollados por Pilato mientras ofrecían el sacrificio pascual en el templo –hecho al que el propio Jesús añade el caso conocido por sus oyentes del aplastamiento de dieciocho personas por el derrumbe de la torre de Siloé– les dice que la muerte violenta de aquellas personas no se debe a un castigo divino por sus pecados, sino a la crueldad de un gobernante sin escrúpulos o a un simple accidente arquitectónico. En cambio, si ellos –sus oyentes, que son pecadores– no se convierten de sus pecados, seguirán la misma suerte, es decir, morirán (no físicamente) con una muerte peor. (Todos entendemos que la muerte a la que se refiere Jesús es la muerte eterna, que es la consolidación definitiva de la situación en que el pecador se ha ido afianzando por una vida de pecado.)

Esta advertencia la corrobora Jesús con la parábola de la higuera, que el agricultor había plantado en el buen terreno de su viña. A pesar de los cuidados recibidos, la higuera no acababa de dar el fruto apetecido de los higos, por lo que el dueño consideró que era más práctico cortarla. No obstante, el empleado solicita una prolongación del plazo durante el cual esmeraría los cuidados. El agricultor –que representa a Dios–, echando mano de su paciencia, accede a retrasar la tala de la higuera, pero mantiene el propósito de cortarla si persiste su esterilidad: es paciente, pero no transige con el pecado. El pecado es optar por uno mismo en lugar de Dios. Es un camino que aleja de Dios y conduce a la muerte. La palabra de Dios nos exhorta a la conversión, a dar un giro radical a nuestra vida: es una invitación, un requerimiento, una propuesta, una exigencia a volvernos al Señor, a retornar a Él, abandonando el pecado y adhiriéndonos a Dios. La adhesión a Dios nos asemeja a nuestro Señor, es camino de vida, de santidad y de libertad. Vivimos en un tiempo de gracia, periodo de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios, de la salvación, si bien hemos de guardarnos de la tentación, que pretende apartarnos del camino de la vida. Nosotros solos no podemos, pero Dios puede librarnos, contamos con su poder. Al revelarnos su nombre, se nos entrega, se compromete, a la vez que nos invita a confiar en Él (Comentario al A. T., 124-127).

La llamada es apremiante, pues cada paso, cada decisión nos posiciona con respecto a Dios, por lo que adquiere una gran trascendencia. Lo que está en juego es nuestro ser o no ser, nuestra dicha o nuestra desgracia. Lo que les sucedió a los galileos sacrificados por Pilato o a los que murieron aplastados por la torre de Siloé no fue nada comparado con la suerte de los pecadores.

Actuemos con sagacidad aprovechando el tiempo de gracia; vivamos la Cuaresma como ocasión de conversión a Dios; sigamos a Cristo llevando nuestra cruz, pues tenemos su promesa: Donde esté Yo, allí también estará mi servidor (Jn 12,26).

Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango

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