EPISCOPEO: La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos
La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos
En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, “La fraternidad, fundamento y camino para la paz”, el Papa Francisco nos invita a profundizar sobre un anhelo indeleble de fraternidad que alberga todo hombre en su interior, y que lo lleva a encontrarse no con enemigos o contrincantes, sino con hermanos a los que hay que acoger y querer.
La fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El avance del mundo por las comunicaciones y la interdependencia que existe entre las naciones hacen más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común. Existe en la humanidad una vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros.
Pero los hechos actuales nos muestran una “globalización de la indiferencia”, que nos “habitúa” al sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, que contradicen y desmienten esa vocación a la fraternidad. Se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. Un ejemplo de ello es el trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas. La globalización nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos. Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad.
Qué nos dice la Sagrada Escritura? En la historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos. Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y su vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, en su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín revela trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos.
Esta historia pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro.
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano “contra su hermano Abel” (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Prueba de ello es el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
La respuesta de Jesús: ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (Mt 6,25-30).
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.
Durango, Dgo., 5 de Enero del 2014 + Mons. Enrique Sánchez Martínez
Obispo Auxiliar de Durango
Email: episcopeo@hotmail.com
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!