Amar, aún a los enemigos
Hoy, en el Evangelio de S. Mateo, volemos a escuchar: “han oído que se dijo en el pasado: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo; pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por sus perseguidores, para que sean hijos de su Padre Celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos. Porque si amas a los que te aman, ¿qué mérito tendrás?: los publicanos hacen lo mismo; y si saludas solo a tus hermanos ¿qué haces de extraordinario?: los paganos hacen igual. Sean pues perfectos como su Padre Celestial es perfecto”.
El trozo del Evangelio de S. Mateo, desarrolla primero el tema de la Bienaventuranza: “bienaventurados los mansos”, que tienen en Cristo su más claro ejemplo. Toca luego en la ley del amor el culmen de la enseñanza de Cristo: la característica cristiana es el amor de ágape, esto es el amor no exclusivo; por eso se deben amar también a los enemigos. Realizar el amor de ágape, es imitar al Padre Celestial, es decir amar mansamente como Cristo a los impíos, a los pecadores, a los enemigos, para demostrarnos hijos de Dios Padre, obrando mansamente como Cristo.
El mandamiento del amor al prójimo no era desconocido antes de Cristo. El Antiguo Testamento no pensó nunca que se pudiera amar a Dios sin interesarse del prójimo; pide hoy la primera lectura: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El libro de los Proverbios, tiene una afirmación que parece repetida por Jesús, casi al pié de la letra: “si tu enemigo tiene hambre dale de comer; si tiene sed dale de beber; y el Señor te recompensará”. (Pr 25,21-22).
En su formulación, en sus contenidos y en su fuerte exigencia, el mandamiento de Cristo es fuerte y revolucionario. Es nuevo por su universalismo, por su extensión en sentido horizontal; no conoce restricciones de tipo, no tiene cuenta de excepciones de fronteras de raza o de religión; se refiere al hombre en la unidad e igualdad de su naturaleza.
El mandamiento de Cristo es nuevo, por la medida, por la intensidad, por su extensión vertical. La medida es dada por el modelo mismo que nos viene presentado: “les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros” (Jn 13,34). La medida de nuestro amor hacia el prójimo es pues, el mismo amor que Cristo tiene por nosotros; más aún, el mismo amor que el Padre Dios tiene por su Hijo Jesucristo, pues “como el Padre me ha amado, así yo les he amado a ustedes” (Jn 15,9).
El mandamiento de Cristo es nuevo, por el motivo que nos propone: amar por el amor de Dios; por sus mismos objetivos divinos; exclusivamente desinteresados; con amor purísimo, sin sombra de compensación. Amarnos como hermanos, con un amor que busca el bien de aquel a quien se ama, no nuestro bien. Amar como Dios que no busca el bien en la persona que ama, sino que crea el bien en ella, amándola.
El Papa Emérito Benedicto XVI, en su Encíclica “Dios es Amor”, nos explica el “amor mundano, erótico o de concupiscencia y ascendente que tiende al provecho propio y el amor descendente fundado en la fe o de benevolencia llamado “agapé”. Lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el “agapé”. Pero, en realidad éros y agapé, amor ascendente y amor descendente, nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general… el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre; también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don”.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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