El riesgo de la Fe
La vida es un riesgo hacia una meta. Cada uno lleva en el corazón aspiraciones, proyectos e ideales a veces confusos. Para poderlos perseguir y realizar se requiere cierta claridad, cierta presencia significativa, algún signo que indique la dirección, un rayo de luz que aclare lo que sólo se entrevé.
La Cuaresma es un itinerario hacia la Pascua, vértice del año litúrgico y significado último de toda opción nuestra. El Antiguo Testamento nos ofrece el tema del camino; en el Nuevo Testamento, Jesús se presenta a nuestra vista como “Camino, verdad y vida”. El camino del creyente, aunque siempre sembrado de esperanza, es largo y no siempre ágil o fácil. Igualmente, la vida cristiana, está sometida al signo de la tentación y Dios puede parecernos lejano, ausente o escondido.
Hoy la primera lectura, tomada del Génesis, nos presenta la vocación de Abraham, padre del pueblo de Dios. Pues, también después de la Alianza contraída con Noé (Gn 9, 8-17), la humanidad se alejó de Dios, (simbolizado en la Torre de Babel). Pero Dios toma la iniciativa de volverse a acercar al hombre: y elige uno, Abraham, pero le exige el riesgo de la fe. Como contrapartida, Dios le promete una numerosa descendencia y le anuncia que por él serán benditas todas las naciones. Abraham hace este acto de fe, se confía totalmente a Dios, se desarraiga de su hábitat confortable y civil, y parte hacia lo desconocido. La historia de la salvación quedará ligada a la fe de Abraham, padre de la fe, y nos será sino un acto de fidelidad de Dios a Abraham.
También hoy, la lectura de S. Pablo a Timoteo, Obispo de Éfeso refuerza mucho nuestra fe, hoy tan degastada. Pues, el encarcelamiento de Pablo, desmoralizó a Timoteo. Pero S. Pablo le recuerda la vocación a que es llamado todo cristiano, esto es el riesgo de la propia fe, apoyada únicamente en el poder y en la gracia de Dios por medio de Cristo Jesús, que comporta trabajos y sufrimientos afrontados por el Evangelio. No podemos pensar en una fe angelical: “Cristo Jesús ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio”
En el Evangelio de S. Mateo, a la Transfiguración siguen inmediatamente las exigencias de Cristo, a saber: el discípulo debe arriesgar su propia vida por su Maestro; la fuerza del discípulo está en escuchar a Cristo “este es mi Hijo predilecto, escúchenlo” (v.5); y escuchar a Cristo, es obedecer al Padre y caminar en la fe. El hecho de la Transfiguración asegura al discípulo que Cristo es Hijo de Dios, aquel que da plenitud a la historia de la salvación, por ello aparecen junto a Él Moisés y Elías, simbolizando la verdadera tienda, la verdadera habitación de Dios entre los hombres.
Los signos que acompañan esta Pascua anticipada (luz, nube, voz), son característicos de las manifestaciones de Dios. El Padre indica en Jesús, al Hijo predilecto, el Siervo disponible para el cumplimiento de su voluntad (Is. 42,1), destinado al sacrificio y a la gloria; la nube es el signo del Espíritu que indica en Jesús el lugar de la divina presencia.
Importante es la voz, que resuena como una invitación perentoria “escúchenlo”. Escuchar significa acoger la persona de Cristo, obedecer a su Palabra, seguirlo. La vida cristiana es un empeño o compromiso de seguimiento de Cristo por el camino de la cruz, para llegar a la luz y la gloria: “indicó a los Apóstoles que solo a través de la Pasión podremos llegar con Él al triunfo de la Resurrección” (prefacio de hoy). Desde entonces y hasta el presente, el que elige a Dios y se fía de Él, sabe que su vida tendrá un éxito positivo: En la Transfiguración, la Iglesia entrevé en Cristo, el sentido y la orientación del propio Éxodo: es decir la gloria de la Resurrección, inseparablemente unida al escándalo de la cruz.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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