No temer a la persecución
Durante toda la historia, el Pueblo de Dios ha experimentado la oposición violenta de los pueblos vecinos. Pero el misterio de la persecución religiosa, es distinto, aunque está conectado al misterio del sufrimiento en general. El sufrimiento constituye un problema tormentoso, porque afecta a todos los hombres, aún justos e inocentes. Pero la persecución golpea a los justos, porque son justos; alcanza especialmente a los profetas, a causa de su amor a Dios y de la fidelidad a su palabra.
El profeta Jeremías ocupa un lugar especial entre los perseguidos: él expresa mejor que otros la relación estrecha que existe entre la persecución y la misión profética. En la Primera lectura de hoy, en el contexto en que el profeta Jeremías se siente seducido por Dios y maldice el día en que nació, inserta una plegaria de confianza en el Señor, caracterizada por delicados sentimientos. Mientras que los adversarios traman como desfogar su venganza sobre el profeta, él pide al Señor que reivindique su honor, haciendo ver que defiende a quien confía en Yahvé-Dios. Esto lleva al profeta a la certeza de ser escuchado, de modo que eleva a Dios este himno de alabanza: “canten himnos al Señor, alábenlo, porque ha librado la vida del pobre de las manos de los malhechores”.
La figura profética del siervo sufriente, cumple el plan de Dios aceptando el maltrato que el pueblo le aplica. La razón profunda que explica el drama del justo perseguido, aclara en el libro de la Sabiduría: para el impío, “el justo ha resultado embarazoso, insoportable a la simple vista” (Sab 2, 12-14), un testimonio del Dios viviente que es preferible no conocer. Condenando a Jesús al suplicio de la cruz, los hebreos continúan la injusticia de sus antepasados que persiguieron a los profetas y así, tratan de oponerse al plan de Dios. Pero el cálculo del hombre pecador resulta equivocado. “Los príncipes de este mundo”, crucificando “al Señor de la gloria”, resultan en realidad, instrumentos de la sabiduría divina, porque la muerte de Cristo viene a ser salvación del mundo y gloria de Dios.
Pero, en la enseñanza de Jesús, la persecución viene a ser una bienaventuranza: así lo dice Jesús en el Evangelio de S. Mateo: “bienaventurados sean ustedes, cuando los insulten, los persigan y digan contra ustedes toda clase de calumnias por mi causa; alégrense y regocíjense entonces, porque su recompensa será grande en los cielos” (Mt 5, 11-12). La persecución es inevitable, pues “un servidor no es mayor que su amo, si me han perseguido a Mí, también a ustedes les perseguirán”. Empeñarse a seguir “en el camino de Dios”, significa encontrar en el propio camino dificultades siempre nuevas y siempre mayores.
En nuestro mundo, dominado por el egoísmo y por la búsqueda del propio interés, quien predica el amor, el perdón y la pobreza, inevitablemente será perseguido, porque el pecado está radicalmente asentado en al corazón del hombre. Pero, el perseguido no teme, él tiene confianza en el Señor. Los perseguidores pueden matar el cuerpo, pero no tienen poder de arruinar el alma.
Por eso, el cristiano afronta con gozo la persecución: al principio del Cristianísmo, los Apóstoles, liberados de la cárcel y de los azotes, “se retiraron del Sanedrín, contentos de haber sido ultrajados por amor del Nombre de Jesús” (Hch 5, 41).
Canto pues, para ustedes un verso estimulante del Profeta Jeremías: “Sedujísteme Señor, yo me dejé seducir; fue una lucha desigual, dominásteme Señor y fue tuya la victoria”. Ventajas y honra son nada para mí, ante el sublime conocimiento de Cristo, mi Señor; nada hay en mi justicia, que es sólo apariencia, ante el conocimiento de este bien supremo que es Cristo, mi Señor. Para conocerlo fui lejos y me perdí y ahora que lo encontré, no quiero más dejarlo; quiero conocerlo siempre más y la fuerza de su Resurrección; sé que conocerlo es sufrir y morir como Él, más la vida es más fuerte.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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