San Juan Pablo II en Durango
Ayer y hoy, hizo 25 años, que San Juan Pablo II visitó nuestra Ciudad Arzobispal y pronunció cuatro mensajes: en Catedral a todos los fieles, en el CERESO a los internos, en el Teatro Ricardo Castro a los empresarios de México y en la Ordenación de 100 Sacerdotes mexicanos en la Plaza Soriana. Todavía hemos de considerar estos Mensajes del Santo Padre, como una fuente de luz y gracia, para seguir abrevando en ella. A lo largo de este mes, me referiré a los cuatro Mensajes, empezando hoy, por el Mensaje en Catedral.
Nadie piense que me estoy desviando de la perspectiva electoral, anunciada desde el domingo pasado, hacia la jornada cívica del domingo 7 de junio, en que acudiremos a las urnas electorales. Al contrario, nada mejor que los Mensajes de San Juan Pablo II, para formar nuestro criterio, para iluminar nuestra conciencia ciudadana y para motivar nuestra participación.
Desde su alta investidura y desde la Iglesia Catedral, dice a todos los fieles de la Arquidiócesis y de México: “Vosotros… formáis parte de un pueblo que se ha destacado por su fe profunda y hondamente mariana, por su fidelidad a la Iglesia…y a la persona del Sucesor de san Pedro”. Y comenta que este distintivo, puesto a prueba, se ha convertido en fecundidad para la vida eclesial; recomendando que “el pueblo mexicano nunca debe olvidar su pasado, pues desde el, ha de proyectarse al futuro”.
En este pasado mexicano, desde que en 1492, aparecimos en la esfera mundial, hemos tenido gracias y bendiciones como las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531, las Misiones de franciscanos, jesuitas, dominicos y otros, como el trabajo pastoral de ministros ordenados y laicos, la permanente erección canónica de Diócesis y Arquidiócesis, el establecimiento de escuelas y universidades de signo católico y el reconocimiento oficial de Beatos y Santos mexicanos. En este pasado mexicano, también hemos atravesado pruebas: como las guerras de conquista e intestinas, las persecuciones por causa de la religión, el martirio de misioneros ordenados y de laicos como entre los Tepehuanos en noviembre de 1616, la Constitución de 1857, las leyes de Reforma y la Constitución de 1917, la Revolución de 1910, el despojo y el despilfarro de los bienes eclesiásticos, y la Cristiada de 1926-1929 que nos permitió recoger frutos de martirio y santidad.
El Santo Padre, en su mensaje de Catedral, nos señala tres factores para fijar nuestros desafíos en la hora presente: primer desafío: “el secularismo y la indiferencia religiosa que afecta ya no solo a los individuos sino a comunidades enteras”, factor que incide “seriamente en los pueblos cristianos y reclama con urgencia una Nueva Evangelización”. Segundo desafío: “los atropellos de que es objeto la persona humana… desde el no nacido hasta los que viven oprimidos y marginados”, ante lo cual tenemos “enorme responsabilidad”. Tercer desafío: “los antagonismos y conflictos que caracterizan buena parte de las relaciones en el mundo, exigen que los laicos se conviertan en artífices de reconciliación y de paz”; señalamiento y desafíos muy actuales, ante los eventos o percances sociales que vivimos en el México de nuestros días.
El Santo Padre amplía y especifica este tercer desafío: “La paz que hemos de lograr, sea fruto de la gracia y de la amistad con Dios. Es la paz de Cristo; esa que Él solo puede dar, porque es “suya”; y no nos la da “como la da el mundo”, porque es un don divino.
El Santo Padre nos pide: sembrar y difundir “la paz de Cristo en nuestro alrededor. Así, se nos dará, como dice el Evangelio, el nombre nobilísimo de “hijos de Dios” (Mt 5,9). Esfuércense en arrancar las raíces de los resentimientos, de los conflictos, de las enemistades. Promuevan en cambio la justicia, en lo grande y en lo pequeño, en las instituciones, en el mundo profesional y laboral, en las familias, en la defensa de la dignidad de cada persona. La justicia es una virtud fundamental, que da a cada uno lo suyo: respeto, honor, buena fama, bienes temporales”.
El Papa nos predica convencido desde su experiencia y desde su ser profundamente humano y cristiano. Si refrescamos estos valores y los asimilamos en la conciencia personal, sabremos proyectarlos hacia la familia y hacia la sociedad, transformándolos en señales del Reino de Dios, implantado hacia nuestro interior y hacia el exterior; así como san Juan Pablo II sacó su tesoro interior para rejuvenecer a la humanidad.
Nuestro cometido como ciudadanos y como cristianos, en las urnas y en la vida ordinaria, es arrancar las raíces de los resentimientos, de los conflictos y de las enemistades, o sea: impregnar las estructuras sociales con el Evangelio, con el Espíritu de Cristo.
Héctor González Martínez
Obispo Emérito de Durango
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