Informe del P. Nicolás de Anaya (3)
El ya citado Alonso Crespo, “huyendo entró a la estancia llamada de Atotonilco y junto con él un Padre llamado Fray Pedro Gutiérrez, con algunos otros españoles, que estaban ahí recogidos, porque ya los PP. Diego Orozco y Bernardo Cisneros, les habían escrito de lo que pasaba en Papasquiaro. A esta estancia, el jueves 17 de noviembre, vinieron y la cercaron, los mismos indios de Santa Catalina, y hubo varios asaltos aquel día, hasta que a los cercados les faltó pólvora y munición, y por trato de paz, cogieron a los cercados en dicha estancia y teniéndolos un rato juntos y asegurados, los comenzaron a flechar, y aunque Fray Pedro predicaba a los indios con un Cristo en las manos, persuadiéndolos a que no cometieran tan gran maldad, no aprovechó, porque antes le mataron a él también, habiéndose primero defendido como pudieron antes de salir, porque el darse de paz, aunque la tenían por sospechosa, fue necesaria la fuerza de los enemigos, que con flechas y alaridos espantosos, y con piedra menuda y mediana, que a manera de granizo llovía sobre los techos; destecharon la casa y pegaron fuego en tres partes, echándoles humo de chile en las narices, que los desatinó y obligó a salir arriba a pelear y a que se determinasen más a una fingida paz, que a la muerte, de que no se podían librar”.
“Al P. Fr. Pedro lo acabó un flechazo que le atravesó el estómago, con lo que acabó, y luego tomó el crucifijo en las manos un niño de catorce años muy bien inclinado y virtuoso, que pocos meses antes frecuentaba nuestros estudios en México y ahora acompañaba a este santo religioso, y se llamaba Pedro Ignacio en devoción en devoción a nuestro Santo Padre por mercedes milagrosas que del Santo habían recibido él y sus padres, como he referido en otras Cartas Anuas; el niño ahí antes de morir hizo voto de ser religioso, y el humo de chile lo mató.
Fenecieron en este puesto, más de sesenta personas, hombres y mujeres, todos confesados muchas veces, como quien esperaba la muerte”.
“Escaparon de este puesto, dos españoles, que después refirieron lo sucedido, uno llamado Lucas Ramírez, escondido en el hueco de una chimenea, donde no le vieron los indios; y el otro Juan Martínez de Urbayde, hijo del capitán Urbayde, a quien dijimos se debía la conversión y aumento de Sinaloa; a este su hijo, estando en la refriega, lo reconoció un indio que de su Padre había recibido buenas obras, y lo puso a salvo, diciendo a los demás, que lo iba a echar al río que estaba cerca, y llevándole a cuestas lo escondió y le dijo que venida la noche, mirase por sí, como lo habían hecho, y se ausentase como lo hicieron, y pudieron llegar a la villa de Guadiana desnudos y dar fe de lo sucedido”.
“El mismo jueves, mientras se hacía este estrago en Atotonilco, tuvieron diferente suerte los cercados en Guatimapé, a quienes tenían apretados otra parcialidad de indios, con lanzas de brasil, flechas, hachas, barretas, chucos y algunos arcabuses. En una estancia donde se habían juntado hasta treinta hombres, comenzaron su batería los indios, hiriendo a seis de los españoles, que estaban con arcabuces en el terrado, y rompiendo una pared del corral sacaron veinte yeguas ensilladas, que tenían prevenidas los de adentro, y ganaron la azotea y la destecharon y pusieron fuego. Los españoles, que tenían pocas armas, como no prevenidos y advertidos de tan repentina calamidad, por no perecer iban con barretas abriendo paredes y pasando de un aposento a otro”.
“Y cuando no les restaba a donde más pasar, pensaban haber de ser allí presos, cautivos o muertos a manos de los tepehuanes, fue tan favorable la Divina Providencia, o al acaso, que cantidad de potros , que venían por el camino real, levantasen tal polvareda, que pareció a los enemigos ser gente que venía a socorrer, por lo que, al tiempo de hacer la presa y conseguir la victoria, el miedo los venció y puso en huida, dando lugar a los cercados, a que se pusieran a salvo, como lo hicieron, sin que pereciera alguno, habiendo muerto antes algunos de los enemigos”.
“Mientras esto sucedía en los lugares arriba dichos, el mayor fervor de los tepehuanes y de su conjuración, era el pueblo de Santiago Papasquiaro, donde residían los Padres Bernardo de Cisneros y Diego de Orozco, misioneros jesuitas”, de lo que trataremos en la entrega siguiente.
Héctor González Martínez
Obispo Emérito
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