Ustedes son la luz del mundo, son la sal de la tierra
En 1996, el Cardenal Joseph Ratzinger, todavía Prefecto de la Congregación para doctrina de la Fé, concedió una larga entrevista al periodista alemán Peter Seewald, publicada como “La sal de la tierra”. Y hoy, la liturgia dominical trae el tema de la sal, tema que yo retomo para esta columna semanal. Lo retomo, porque las circunstancias políticas coyunturales, me lo sugieren: Trump, Venezuela, Colombia, Macri, etc.
El problema principal es si el cristianismo haya traído la salvación y la redención o no haya tenido ningún resultado. En el correr de los siglos, el cristianismo ¿no habrá perdido su fuerza? En primer lugar hay que decir que la salvación que viene de Dios no es cuantificable o medible. En los conocimientos técnicos puede darse para la humanidad un crecimiento ocasionalmente interrumpido, pero es continuo. Hasta la misma cantidad es medible; se puede verificar si ha crecido más o menos.
En cambio, no puede darse un progreso similarmente cuantificable, en cuanto a la bondad del hombre, porque cada ser humano es nuevo y con cada hombre nuevo, en cierto sentido, la historia inicia desde el principio.
Es importante tener en cuenta esta diferencia. La bondad del hombre no es cuantificable. No se puede pues, deducir que el cristianismo, iniciando como grano de mostaza en el año cero, al fin debería aparecer como un árbol grande y cada uno debería percibir cuanto se hayan mejorado las cosas, siglo tras siglo. Puede repetidamente, interrumpirse y reemprender, porque la redención está confiada a la libertad del hombre y Dios no quiere anular esta libertad.
Es propio de la estructura que esté siempre ligada a la libertad, aunque con riesgo de la redención. No que sea impuesta desde fuera ni definitivamente asegurada por estructuras rígidas; sino que está inserta en el frágil contenedor de la libertad humana. Si se sostiene que la naturaleza humana haya alcanzado un nivel superior, se debe también tener en cuenta que podría resquebrajarse y venir a menos.
Digamos que propiamente la redención o la salvación es así: no es algo que nos sea dado en las estructuras; sino algo que se orienta siempre a la libertad y que dentro de ciertos límites, incluso puede ser destruido por esta libertad.
Debemos también reconocer que el cristianismo ha generado con continuidad, grandes energías de amor. Si se considera lo que el cristianismo ha generado en la historia, se está ciertamente de frente a algo considerable. Gracias al cristianismo, nació la asistencia organizada a los enfermos, el cuidado de los débiles y toda una organización de obras caritativas. Gracias al cristianismo, ha madurado el respeto por el ser humano, en cualquier condición que se encuentre. Es ya de por sí interesante, que el emperador Constantino, habiendo reconocido al cristianismo, se sintiera obligado a establecer en la legislación romana, el domingo como fiesta para todos y que se preocupara por garantizar algunos derechos a los esclavos.
Por otra parte, pensemos en Atanasio, el gran Obispo de Alejandría en el siglo IV. Él narra que en sus tiempos, los grupos étnicos se enfrentaban unos a otros con violencia, hasta que, con los cristianos, se difundieron ciertos sentimientos de paz. Son situaciones que no dependen solo de la estructura de un sistema político, sino que aún pueden suceder y podemos comprobar.
Cuando el hombre se aleja de la fe, regresan con mayor virulencia los horrores del paganismo. Así, podemos constatar que Dios se ha fiado de la historia, de un modo mucho más frágil de cuanto nosotros lo hubiéramos querido; pero también veamos que esta es su respuesta acerca de la libertad. Si deseamos y afirmamos que Dios respete la libertad, entonces también nosotros debemos aprender a amar y respetar la fragilidad del actuar humano.
En efecto, la difusión cuantitativa del cristianismo, que se mide por el número de quienes lo profesan, no lleva consigo automáticamente el mejoramiento del mundo, porque no todos los que se profesan cristianos lo son verdaderamente. El cristianismo repercute en la estructura del mundo solo indirectamente, a través de los hombres y su libertad. De por sí no se trata de la institución de un nuevo sistema político y social que excluya el mal. Dios respeta nuestra libertad, pero cuenta con nosotros.
Héctor González Martínez; Obispo Emérito
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