Amar aún a los enemigos
El mandamiento del amor al prójimo, no era desconocido antes de Jesucristo. Ya en el Antiguo Testamento, jamás se pensó que se pudiera amar a Dios, sin interesarse del prójimo. En el libro de los Proverbios, hay una afirmación, que pareciera que Jesús repetía casi con las mismas palabras: “si tu enemigo tiene hambre, dale pan para comer; si tiene sed, dale agua para beber; así lo harás enrojecer de vergüenza y el Señor te recompensará” (Prov 25, 21-22).
Pero, el mandamiento de Jesús es nuevo y revolucionario, por su formulación, sus contenidos y su fuerte exigencia, su universalismo, la extensión en su sentido horizontal; no conoce tipos de restricciones o excepciones, fronteras, razas o religiones; sino que abarca al hombre en la unidad y en la igualdad de su naturaleza.
Es nuevo, por la medida, la intensidad y la extensión vertical. La medida es dada, por el modelo que viene presentado: “les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros; como yo los he amado, así ámense también ustedes, los unos a los otros” (Jn 13, 34). Así pues, la medida de nuestro amor hacia el prójimo, es el mismo amor que Cristo tiene por nosotros; más aún el mismo amor que el Padre tiene por Cristo, porque, como el Padre me ha amado a mí, también así yo los he amado a ustedes” ( Jn 15, 9). Dios es amor (1Jn 4, 16); y en esto se manifiesta su amor, en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo para expiar nuestros pecados (1Jn 4,10).
El motivo que nos propone es nuevo, amar por el amor de Dios, por sus mismas finalidades divinas, exclusivamente desinteresadas; con amor purísimo sin sombra de compensación: “Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen; así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque, si aman a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen también eso los que recaudan impuestos para Roma? Y si saludan solo a sus hermanos ¿qué hacen de más? ¿No hacen lo mismo los paganos? Ustedes sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto”. (Mt 5, 44-48).
El motivo que Cristo nos propone para nuestro modo de amar es amar como Dios que no busca beneficiarse del bien de aquel a quien ama; sino que amándolo crea el bien en él. Esto ha de ser la motivación de nuestro amor a los demás. Si la visión judaica del amor, podía hacer creer que el amor fraterno se pone al mismo nivel de los otros mandamientos; la visión cristiana le da un lugar central, único. En el Nuevo Testamento, el amor al prójimo aparece indisociablemente ligado al amor a Dios, de Dios o por Dios.
Un compromiso: crear ocasiones de encuentro. Porque enemigos no solo son quienes nos odian y nos hacen el mal. O aquellos con quienes tenemos o aquellos con quienes tenemos contrastes insanables; pero también quienes se atreven a pensar distinto de nosotros, militando en un partido contrario; o aquellos que nos manifiestan su indiferencia, abandonándonos al aislamiento. Corresponde a la caridad de todos, crear ocasiones de encuentro y de apertura; venciendo los cercos de aislamiento, reinventando la hospitalidad y desafiando la indiferencia.
Si queremos iniciar la llegada del Reino de los cielos, es necesario cambiar las prácticas de convivencia y valorizar los encuentros personales. La amistad no solo es dada con empeño, también debe ser correspondida con un empeño parecido para que florezca el reconocimiento interpersonal: no sólo es necesario amar al prójimo, junto a Dios; también es necesario dejarse amar, mutuamente, si no se quiere renunciar a la respuesta que Dios nos ofrece en el prójimo.
Sin duda que, personal y comunitariamente, aún debemos perdonar y recibir perdón. Como Cuerpo Eclesial que ha atravesado siglos y siglos, hemos dejado muchos restos que ya son históricos. Pero no nos hemos desprendido de toda la basura de nuestros pecados personales y comunitarios. Siempre necesitamos recordar que Dios es amor y nos amó primero, y nos envió a su Hijo para expiar nuestros pecados (1Jn 4,10).
Héctor González Martínez
Obispo Emérito