El camino de la cruz
En el pasaje que leíamos el pasado domingo, el apóstol Pedro, en nombre de todos los discípulos, declara que Jesús es el Mesías esperado, y Jesús lo ratifica afirmando que la confesión de Pedro no es obra suya sino del Padre que se lo ha revelado. A partir de este momento, el evangelio adquiere un tono distinto. Jesús se dirige a Jerusalén con los discípulos y comienza a manifestarles clara y solemnemente otra faceta de su ministerio: el mesianismo que acaban de reconocer es un mesianismo que se realiza muriendo y resucitando en conformidad con la voluntad del Padre. Les dice que tiene que ser ejecutado y resucitar al tercer día (v. 21). Ante esta afirmación, Pedro reacciona negativamente (v. 22), de manera muy distinta al pasaje anterior, de manera humana y no conforme a la voluntad de Dios, intenta disuadir a Jesús e imponerle su propia idea sobre el mesianismo. La reacción de Jesús parece dura (v.23), sus palabras recuerdan las de las tentaciones: ¡quítate de mi vista, Satanás! (Mt 4,10). Sin darse cuenta, Pedro está jugando el mismo papel de Satanás, es un obstáculo en la misión de Jesús: Los pensamientos y planes de Dios no son como los de los hombres (Is 55,9).
A continuación el Señor les dice que todo aquel que quiera ser su discípulo debe negarse a sí mismo; es decir, rechazar todo aquello que se oponga a la voluntad del Padre. Tomar la propia cruz es aceptar todo tipo de sufrimientos que conlleve ir detrás de él, puesto que la fidelidad implica frecuentemente dificultades y muchas veces persecuciones. La cruz también tiene muchos nombres como puede ser la enfermedad, un problema económico, un fracaso, etc. Somos los seguidores de un hombre colgado en la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. Esto implica perder según las categorías y los valores humanos, pero es el modo de ganar realmente la vida, el negocio verdadero, pues aunque uno sea dueño de todo el mundo, si pierde su vida, es un verdadero fracasado. La vida a la luz de Dios se percibe de distinta manera a como la conciben los hombres.
¡Cuánto tenemos que reflexionar este evangelio! ¡Qué lejos estamos de la meta que nos propone Cristo!… El miedo, la vergüenza y la falta de confianza en el Señor nos suelen invadir. También solemos buscar los aplausos, la vida cómoda, los cumplimientos. Si Jesús nos invita hoy a cargar con la cruz, nos está diciendo que no hay otro camino para ser sus discípulos, el mismo camino por donde él transitó para cumplir la voluntad del Padre. Inventarse o imponerse también cruces con la idea de seguir a Jesús es puro autoengaño, y hacer un seguimiento de Jesús a nuestra manera, como lo quería Pedro, no es seguir a Jesús. El texto evangélico de hoy nos invita a una reflexión profunda, a ser sinceros, a mirar y a escuchar, a preguntarnos si realmente queremos seguir a Jesús. Probablemente el testimonio de muchísimos cristianos que en los últimos tiempos son perseguidos y no han dado un paso atrás por vivir y defender su fe, nos haya chocado.
Hace unos meses me llamaba profundamente la atención las palabras de un sacerdote madrileño que suele pasar los veranos en Irak trabajando con los cristianos de estas tierras masacradas. Le ofrecía el sacerdote a uno de los padres la posibilidad de que su hijo y varios jóvenes más pudieran ir a estudiar a Salamanca, hacer una carrera y salir de ese mundo de persecución. El padre le contesto: Muy bien, yo le agradezco su buen deseo, pero dígame: Ustedes nos ofrecen una carrera para nuestros hijos, pero con el tipo de vida que llevan, ustedes matan la fe, matan el alma de nuestros jóvenes. Aquí nos matan, pero nos matan el cuerpo y preferimos que maten el cuerpo de nuestros hijos a que maten su alma. Y los jóvenes no fueron a España.
Celebrar la Eucaristía es querer asociarnos a la cruz de Cristo y confesar que la última palabra no es la cruz, el sufrimiento, sino la vida, la resurrección.
Héctor González Martínez
Obispo Emérito de Durango
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