La Sagrada Familia
Inmersos en plena Navidad, contemplamos en este último día del año civil la Sagrada Familia; la Iglesia nos invita a contemplar, a poner ahí los ojos. El misterio de la Navidad tuvo lugar en una familia humilde y creyente. María y José fueron dóciles al plan de Dios permitiendo que se encarnara y cumpliera su misión redentora. El Evangelio nos recuerda que la Sagrada Familia no fue inmune al dolor, hoy nos ofrece la escena de la presentación en el Templo y nos ayuda a profundizar el clima de la Navidad: Jesús, el Salvador, entra por primera vez en el Templo en cumplimiento de las profecías. Simeón y Ana representan al grupo de Israel que acoge al enviado de Dios, como anteriormente lo habían hecho los pastores (junto con María y José), y los magos de oriente por parte de los demás pueblos. Junto a la alegría ante las alabanzas de Simeón y Ana, el episodio debió de ser una experiencia agridulce y fuerte para María y José. Las premoniciones sobre su Hijo tendrán su cumplimiento trágico al pie de la Cruz, y su respuesta definitiva en la Resurrección.
La Navidad se entiende desde la Pascua. Una experiencia que no acabaron de entender, y que seguramente pertenecería a esas cosas que María guardaba, rumiándolas, en su corazón, hasta que comprendiera la plenitud del misterio de su Hijo. Sin duda alguna no comprenden los planes de Dios, pero los guardan, los meditan en su corazón, tanto María como José. Se adhieren a la voluntad de Dios dejando en un segundo plano los propios gustos, los propios criterios, aprenden a prescindir de sí mediante un acto pleno de abandono y confianza. Se adhieren a Dios por la fe acogiendo su palabra, quitando seguridades e ilusiones humanas para mantenerse unidos a la palabra del Señor a pesar de todos los obstáculos y pesares que su cumplimiento les fue presentando.
En realidad, Jesús ha querido formar parte de una familia natural para participar de algún modo misterioso de la gran familia humana. María y José, acogiendo a Jesús, y acompañándole en su crecimiento integral como hombre (Lc 2, 52) son modelo de aquel amor responsable y generoso que los padres, como partícipes del poder creador de Dios, han de ofrecer a sus hijos. La familia es el marco donde nacemos y nos realizamos. Para nosotros, como lo fue para la Sagrada Familia de Nazaret, vivir la fe significa poner a Dios por encima de nuestra jerarquía de valores, cumplir su voluntad a través de las manifestaciones concretas y puntuales que se nos van presentando en la vida. Podemos decir que donde existen familias sanas, bien formadas, instruidas en su fe católica, y conscientes de su misión dentro de la Iglesia, ahí florece la vida cristiana. Nos acercamos a esta Familia con infinito respeto. Ha sido llamada al servicio del plan salvador de Dios en clave muy especial. En ella encontramos la plenitud de la comunión interpersonal y del pacto conyugal y de las relaciones entre padres e hijo: aunque aquí la relación paternal biológica, que no es la más decisiva ni la más profunda, ha sido puesta al servicio de la perfecta fecundidad del Espíritu de Dios.
La Sagrada Familia nos invita a revisar el clima de amor, comprensión y comunicación en nuestra propia familia o comunidad. El mundo de hoy hace difícil esta comunión, pero la Navidad nos invita a que en verdad «la caridad empiece por casa», por haber experimentado la cercanía del amor de Dios.
La salud de una familia cristiana, su equilibrio y trabazón, tiene un factor decisivo en su actitud ante Dios: la escucha obediente a su Palabra, la oración, la «presentación en el Templo» y el encuentro con Dios en la Eucaristía dominical: esto es lo que da solidez al amor mutuo y firmeza a una fe que no pocas veces atraviesa momentos difíciles.
Los modelos de convivencia que hoy se nos presentan como buenos en poco se parecen a aquel modelo de la familia de Nazaret. Y la familia que hoy quiere ser cristiana se siente zarandeada, desorientada, desanimada. Por eso esta fiesta de la Sagrada Familia debe ser para nosotros una inyección de fuerza y de luz. Tomar fuerza de ese Jesús que viene a traernos vida: fuerza para confiar y para dialogar, para callar a veces y para perdonar siempre: que todo son maneras de amar. Y dejarnos orientar por esa luz que nos llega de su palabra y de su ejemplo. Teniendo por encima de todo esto el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada (Col 3,14). Haciendo que la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza (Col 3,16). En resumen: que todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús (Col 3,17).
Movida siempre por el amor, con Dios como piloto, como faro, y como puerto… la familia cristiana navega seguir sabiendo que puede ser, todavía, la alternativa que saque al mundo del atasco y desaliento en que se muere.
Mons. Héctor González
Arzobispo Emérito de Durango
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