«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen» (Mc 1,27)
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La palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado pone el foco en la comunicación de Dios con el hombre, necesaria y luminosa. Y es que el hombre no ha sido arrojado a la existencia en un planeta insignificante del universo, siendo él aún más insignificante; no ha venido a la existencia por azar, ni tampoco ha sido dejado a su libre albedrío para que actúe caprichosamente, según su entender, sin otra cortapisa que su propio poder. Por el contrario, el hombre es objeto de un proyecto amoroso de Dios, para que se integre en su propia vida divina, gozando de una inmortalidad dichosa.
Los cristianos entendemos que el mundo real no es un caos, sino un cosmos; que es verdadero porque procede de un Ser sólido e indestructible (ni por la nada ni por el mal); por eso, la vida humana tiene sentido y contempla un horizonte esperanzador. De ahí que tenga plena vigencia la comunicación de Dios con el hombre (el Creador con su criatura; el Padre con el hijo), hecho a imagen de Dios, inteligente y libre, para ayudarle a que dirija su existencia con acierto, conforme al plan divino.
A pesar de la distancia infinita que separa al hombre de Dios, sin embargo la comunicación entre ambos es posible, pues, al haber hecho al hombre semejante a Él, lo hizo capaz de comprender un mensaje exterior y de comunicar su vida interior. El hecho de que Dios se digne a hablar con el hombre es muestra de respeto y deferencia, pues la palabra transmite mensajes, establece la comunicación de dos sujetos (de dos intimidades), pero no fuerza la voluntad, sino que deja margen para la reflexión, la acogida y la decisión personal.
Pero ¿por qué ha de hablar Dios al hombre? ¿Qué necesidad tiene el hombre de la comunicación de Dios? La razón de la necesidad de que Dios instruya al hombre es porque el hombre ha sido puesto en un tren en marcha, que no sabe de dónde viene ni adónde va. (A pesar de que, con el avance de la astronomía y biología va tomando conciencia de su historia, aunque sólo a un nivel empírico, superficial). Especialmente el hombre situado en un mundo de pecado corre serio peligro de extraviar la trayectoria de su vida. ¡Y es tanto lo que está en juego! Pero no se trata de un juego intrascendente, sino de una decisión seria y comprometida.
En la comunicación de Dios con el hombre, el Señor ha procedido con pedagogía, hablándole primero por la naturaleza; luego lo hizo personalmente, al pueblo de Israel. Pero el pueblo se sentía abrumado por la grandeza y majestad de Dios, por lo que le pidió que le hablara por medio de Moisés. Durante muchos siglos prosiguió su comunicación con el pueblo por medio de los profetas, hasta que, alcanzada la plenitud de los tiempos, decidió hablarle por medio de su Hijo.
El Hijo es la Palabra de Dios por la que el Padre expresa su propio ser en toda su Verdad desde la eternidad. El Hijo es la expresión perfecta del Padre y es Dios como el Padre. Para hacer asequible su mensaje a la capacidad de la comprensión humana, moduló su Palabra divina haciéndose hombre como nosotros: adquiriendo nuestro aspecto; participando de nuestras limitaciones, haciéndose así perfectamente inteligible. Jesús es la expresión viva de Dios. Viéndolo a Él, se puede decir con verdad: “He ahí a Dios; así es Dios”.
El evangelista Marcos presenta a Jesús como un Maestro especial que expone la palabra de Dios con sabiduría, claridad y autoridad. No en vano, Jesús tenía un trato íntimo con Dios, con quien se comunicaba de forma natural. Como dice san Juan, Jesús es el Hijo de Dios, engendrado desde la eternidad por el Padre, que conoce perfectamente al Padre y, siendo la Palabra del Padre, nos lo ha dado a conocer. Por eso, haremos bien en prestarle atención y aprender de Él, pues, en Él, se nos da a conocer lo que Dios quiere para nosotros y lo que espera de nosotros (Jn 1,1-18).
Jesús, no sólo habla con autoridad, sino que actúa con poder. En Él se manifiesta el poder liberador y misericordioso de Dios, al cual no puede oponerse ningún poder maléfico. Él, personalmente, ha vencido al Malo, por eso nos invita a no tener miedo, sino a sentirnos seguros. Pues ningún mal puede dañar al hombre que se sitúa bajo la protección de Dios (Jn 16,33).
Salgamos convencidos de que Dios quiere comunicarse con cada uno de nosotros. Cada uno debe prestar atención a Dios y hacer un hueco en su vida para poderlo escuchar.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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