¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1 Cor 9, 16)
Y esta predicación no la va a hacer por capricho o gusto personal, sino porque me han encargado este oficio. Lo hace sin esperar ningún beneficio personal, ni paga alguna, todo lo hace por el Evangelio (1 Cor 9, 17). Se siente él pagado suficientemente con el hecho de anunciar a todos la Buena Noticia de Jesús. Este Jesús es el que se le apareció en el camino de Damasco y lo llamó a ser su apóstol y al que Pablo respondió con su entrega total.
Jesús, por su parte, nos da el mejor ejemplo de “evangelizador” y de predicador del amor y de la salvación. Así es como nos lo presenta el evangelista Marcos en el principio mismo de su evangelio. En la escena que hemos contemplado en la lectura de hoy aparecía Jesús dirigiendo su palabra a la multitud que se agolpaba en torno a la casa de Pedro, cuya suegra junto con otros enfermos son curados por él. Después el evangelista nos dice que, después de descansar un poco y, mucho antes del amanecer, Jesús se había retirado para orar; al regresar los discípulo le dicen que allí ya hay mucha gente que lo está esperando, pero él les responde: Vamos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí, que para esto he salido (Mc 1, 38).
Las palabras de Pedro y sus compañeros: Todo el mundo te busca (Mc 1, 37) y las de Jesús: Vámonos a otra parte… que para esto he salido (Mc 1, 38) sugieren esta reflexión: hoy también muchos hombres, aunque no lo sepan, buscan a Dios, a Cristo; tenemos que preguntarnos, pues: ¿se lo mostramos los cristianos?, ¿nuestras palabras y, sobre todo, nuestras vidas lo anuncian? Que conste que no se trata de hacer de la calle un púlpito, al estilo de una secta bien conocida, que, además, predica un Jesús que no es tal; pero es posible que dejemos de pronunciar la palabra oportuna en momentos en que es preciso decirla. Mirad que ya vuestra presencia en la celebración dominical es la palabra callada, aunque cordial, que ha podido llegar a quien os ha visto venir y él no ha querido entrar. No dejemos pasar la ocasión de hacerla patente.
Todo cristiano, por bautizado y creyente, cada uno en su ambienten como simple fiel, ministro ordenado o misionero, estamos llamados, no sólo a salvarnos a nosotros mismos, sino a anunciar esa misma salvación a través del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. Algunos lo haremos a tiempo completo, con una entrega total, que hemos aceptado por vocación, otros, desde las posibilidades que les ofrece su vida matrimonial o profesional. Sólo así, a través de la Palabra proclamada y del servicio desinteresado de los cristianos, descubrirán los hombres a un Dios que da sentido a sus vidas. Para cobrar ánimo, sería bueno recordar aquella vieja sentencia, que seguramente la habréis oído, más de una vez: “Has salvado un alma, has salvado también la tuya”.
Preguntémonos, por tanto: ¿Cómo es nuestro compromiso “evangelizador”: con los hijos, con los alumnos, con las personas con las que trabajamos o nos relacionamos y, sobre todo, con aquellas y aquellos que se han olvidado de su fe? Ancho campo es el que se nos presenta y se nos llama a aportar de balde nuestro esfuerzo para que no quede baldío. Seguro que en todas nuestras iglesias los fieles escucharán al sacerdote que presida la celebración una recomendación parecida a ésta: ayudadnos a llevar la palabra de Jesús a donde nosotros no podemos llegar. Todos los que creemos en Cristo hemos de distinguirnos por la generosidad en nuestra entrega.
Un detalle ya citado, aunque no suficientemente subrayado: la “oración” de Jesús. A veces ora sólo, como en esta ocasión: Se levantó de madrugada –dice el evangelista–, cuando todavía estaba muy oscuro, y se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar (Mc 1, 35). Otras veces lo hará en compañía de los demás, en la sinagoga o en el templo. La lección es clara: difícilmente podremos vivir cristianamente y menos aún llevar a cabo nuestra misión evangelizadora, si no ponemos en nuestra vida, además de la Eucaristía, otros momentos de oración. Mirad a Pedro le parecía que era urgente que Jesús volviese al ministerio, porque todo el mundo te busca. Pero Jesús ha optado por la soledad para orar y encontrar en el diálogo con el Padre la fuerza para su actividad.
Jesús, Dios y hombre que era, quiso necesitar de la oración para llevar a cabo su misión y además para ofrecernos a nosotros, más necesitados que él, un ejemplo. Es absolutamente necesario unir el trabajo evangelizador con la oración. Ni más ni menos que lo que dice el adagio popular: “a Dios rogando y con el mazo dando”. Nunca debemos caer en la tentación de un activismo excesivo, pero tampoco podemos quedar con los brazos cruzados ante un panorama de indiferencia e incluso de un activismo descristianizador; en la oración recordamos que es Dios quien nos envía y en cuyo nombre hablamos y actuamos. Que Él nos ayude con su gracia.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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