Bienaventurados los que crean sin haber visto (Jn 20, 29)
Y ahí tenemos la Comunidad apostólica de Jerusalén como un ejemplo de vida según Cristo resucitado: un grupo de hombres y mujeres que han aceptado su palabra y que la han tomado en serio; Cristo ha trastornado sus vidas por completo. Aquellos hombres y mujeres elegían, ante todo, a Cristo y esta elección les llevó a aceptar aquel modo de vida, que consistía, ante todo, en la unidad de almas y sentimientos que era una consecuencia del amor a Aquel en quien creían apasionadamente.
Unidad de “almas y corazones”, alimentada por aquella forma de vida de la que nos habla san Lucas en el capítulo dos de los Hechos, cuando nos dice que aquella comunidad cristiana perseveraba en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42). Efectivamente, ésos eran los cuatro pilares en que se asentaba la vida de aquellos fervorosos cristianos. Permitidme que subraye el principal de estos fundamentos –la fracción del pan–, es decir, la celebración de la Eucaristía. Lo había prometido el Señor: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Y entre otros modos de presencia entre nosotros, la presencia eucarística es la primera y principal.
La ininterrumpida praxis de la Iglesia, a lo largo de estos veinte siglos, nos basta como argumento definitivo. Pero, porque, a veces, en nuestros días pueden darse los casos en que “las cosas más sagradas se trivializan por la rutina”, como denunciaba san Agustín, hay que recordar algunas llamadas apremiantes: “No puede edificarse una comunidad cristiana sin enraizarla en la Eucaristía”, según el Concilio Vaticano II. “La fracción del pan –dijo Pablo VI– convierte en hermanos a todos los que en ella participan, dándoles vigorosa cohesión o invitándoles a unas relaciones sociales en que se respeten la justicia y la caridad”. Benedicto XVI, por su parte, escribió en su Exhortación Apostólica de 2007: “La Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia, lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Sacramentum caritatis, 84).
“Éste es el misterio de la fe”, proclama el sacerdote en la Misa, tras haber mostrado el Cuerpo y la Sangre del Señor, y seguro que cada uno de los fieles, al tiempo que lo adoran, han hecho un acto de fe, diciéndole interiormente: creo en ti, Señor. ¡La Fe! En el Evangelio nos encontramos, precisamente, con el acto de fe hecho por un apóstol que se había declarado incrédulo ocho días antes. Quizás alguien diga que necesitó un milagro para creer; pues bien es san Agustín quien sale al paso para afirmar que el apóstol confesó mucho más que lo que estaba viendo –un hombre resucitado–, puesto que él lo confiesa su Señor y su Dios (Jn 20, 28).
Tomás es ciertamente un modelo paradójico de fe. Pues si en un principio es paradigma de la incredulidad, de la duda y de la crisis racionalista, hoy tan frecuente, posteriormente es modelo de fe absoluta. Al aparecer por segunda vez, Jesús, después de saludarlos de nuevo con la paz, invita a Tomás a realizar sus comprobaciones empíricas. Y es entonces cuando de labios del apóstol, antes incrédulo y ahora creyente, brota la más alta confesión de fe en Cristo que encontramos en todo el Nuevo Testamento: Tú eres mi Señor y mi Dios (Jn 20, 28). Su fe va más lejos y afirma mucho más de lo que está viendo, porque no es fruto de la razón ni la evidencia, sino de un corazón rendido al amor.
Y después de tan espléndida confesión de fe por su discípulo, Jesús concluye: ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto (Jn 20, 29). Con esto está diciendo Jesús que la fe no es la conclusión de una demostración o de un raciocinio. Hemos de añadir esta nueva bienaventuranza, la de la fe, a las ocho del discurso del monte. Estas palabras están dichas para nosotros que no hemos visto a Cristo y lo amamos, no lo hemos conocido personalmente y creemos en Él, como fundamento de nuestra esperanza. Es lo que viene a decir el apóstol Pedro en la lectura de hoy, tomada de su primera carta, como un eco de esta bienaventuranza; ella nos lleva a una esperanza viva, que, a su vez, está fundamentada en la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro (1Pe 1, 3, 7).
Para terminar podríamos preguntarnos: ¿Por qué nos cuesta tanto creer de verdad? He aquí algunas de las posibles repuestas: por hipercrítica racionalista, por miedo al riesgo, por falta de compromiso y generosidad, en definitiva, por falta de amor. Y es que en la medida en que tomemos contacto con el dolor y el sufrimiento de los hermanos enfermos, pobres, humillados, oprimidos, podremos descubrir al Señor presente en sus miembros. Sin verlo físicamente, lo veremos por la fe y creeremos en Él. ¡Dichosos los que crean sin haber visto!
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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