Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena (Jn 16,13)
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que, junto con el Padre y el Hijo, constituyen el ser de Dios, uno en esencia y trino en personas, que confesamos los cristianos. En el seno de la Trinidad, el Espíritu es originado por el Padre y el Hijo, que, al amarse, inspiran el Amor divino, como persona distinta de ambos y nexo de comunión en Dios: Dios es Amor y el Amor es Vida, y así el Espíritu viene a convertirse en la quintaesencia de Dios.
Las figuras del Padre y del Hijo nos resultan familiares y fáciles de imaginar, no tanto la del Espíritu Santo. Y sin embargo, no sólo tenemos experiencia de ser hijos, engendrados por nuestros padres, sino que también tenemos conciencia de ser espíritu, además de cuerpo, pues somos capaces de realizar acciones espirituales como el pensamiento o el amor, que no son obras del cuerpo, sino del espíritu. (Una canción, por ejemplo, se compone de elementos materiales como son los tonos, los tiempos, los ritmos, pero lo que verdaderamente confiere a la canción una vida propia que resuena en nuestro interior como una melodía inaprensible es la inspiración de la que brota, la idea que la define, el mensaje que transmite o el sentimiento que pulsa). Y gracias a nuestra inteligencia y voluntad estamos capacitados para tomar decisiones libres; ciertamente condicionadas, pero no determinadas por nuestros impulsos biológicos o psicológicos, sino por nuestro libre albedrío. Al contrario que el resto de los animales, que obedecen ciegamente a las leyes de la naturaleza, los seres humanos podemos actuar en contra de nuestra naturaleza (entregando la vida contra el instinto de conservación) e incluso inversamente a lo que nos dicta la razón (prefiriendo el mal al bien). En el lenguaje coloquial, empleamos expresiones como tener espíritu o carecer de espíritu para indicar que una persona posee o carece de vida, de energía, de expresividad, de coraje, de inspiración, de ilusión, de entusiasmo, de atractivo, de chispa…
El relato de Lucas cuenta cómo el Espíritu de Dios irrumpió en la casa en que los creyentes en Jesús estaban reunidos con María, su Madre, con un estruendo sonoro como de viento impetuoso, en forma de lenguas de fuego que se posaban sobre cada uno de los presentes. Mucha gente percibió el fenómeno y acudió al lugar. Aprovechando la concurrencia, los discípulos de Jesús explicaban a los concentrados las grandezas de Dios de forma que cada uno podía entenderlos en su propia lengua.
Enviando el Espíritu Santo al grupo de los creyentes, Jesús cumplió la promesa, hecha a los Apóstoles en la Última Cena, de no dejarlos solos, sino de mandarles otro Paráclito (abogado defensor), el Espíritu de la verdad. Mientras había estado con ellos, Él los instruía, los guiaba y los mantenía en la verdad. Pero Él ya había cumplido su cometido de revelarles al Padre y su plan de salvación. Sin embargo, la comprensión plena de la verdad era algo que les había de facilitar el Espíritu, por eso les dice que les conviene que se vaya para enviarles el Espíritu, que daría testimonio de Jesús, poniendo en claro el pecado de incredulidad del mundo, que había rechazado al enviado de Dios; manifestando el derecho que tenía Jesús a llamarse Hijo de Dios, y revelando su victoria sobre el Príncipe de este mundo, que Jesús le había arrebatado pagando el precio de su sangre. El Espíritu también los asistiría en su testimonio de Jesús ante el mundo (Juan 14-17; 1Jn 2,1).
Si, en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor y la Vida divinos, comunicado a los hombres, nos hace partícipes de la vida de Dios, la misma que el Hijo recibe del Padre. Como no puede ser de otra manera, la vida de los hijos de Dios ha de ser una vida santa, divina, caracterizada por el amor, que es el distintivo de Dios. Por eso, nada impuro ni contrario al amor ha de tener cabida en ellos.
De ahí que san Pablo requiera a los que son de Cristo que destierren las conductas según la carne, expresión que no sólo se refiere al libertinaje y desenfreno de las pasiones carnales, como son la fornicación, la lujuria, las orgías, comilonas o borracheras; sino también a conductas impías con respecto a Dios como la idolatría, la hechicería, la enemistad con Dios; o a conductas abusivas con los semejantes como las injusticias, homicidios, crueldad, difamación, calumnia, altanería, deslealtad; las enemistades, las riñas, la discordia, la envidia, la cólera, las divisiones, las rivalidades; o comportamientos viciados con respecto a los bienes terrenos como las ambiciones, la codicia, la estafa, los fraudes, el robo…Los que así viven, aunque crean que son libres porque hacen lo que les apetece, son esclavos de sus pasiones; en cambio los que son de Cristo han de dejarse guiar por el Espíritu conforme a una vida espiritual en libertad, caracterizada por el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la lealtad, la modestia, el dominio de sí.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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