Dios es amor
No tenemos más que abrir los ojos para darnos cuenta de que la tónica general que gobierna la vida humana es la no aceptación del otro, el no fiarse, el desprecio o el odio. Aún en el interior de nuestras comunidades eclesiales existen serias divisiones y rencillas, que quitan autenticidad al anuncio del Reino. Tras más de dos mil años de cristianismo, seguimos encerrados al mensaje de salvación y seguimos siendo egoístas y autosuficientes. Por otro lado, nos encontramos con personajes, tanto políticos como religiosos, que se consideran superiores a los demás, que exigen una cierta “postración”. Se creen de casta superior, no se reconocen iguales a los demás, aunque sean distintos.
La palabra de Dios de hoy es una fuerte llamada a abrir el espíritu, la mente y el corazón. Es una llamada para que aprendamos a amar y convivir con los que son diferentes a nosotros, a que no etiquetemos a nadie para evitar que las etiquetas se conviertan en prisiones. S. Lucas en la primera lectura nos dice que lo es que es imposible para los hombres, por las trabas que ponemos, es posible para Dios, especialista en abrir caminos y posibilidades.
El Espíritu rompe los rígidos esquemas humanos, que dividen y separan a los hombres, porque Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que le teme y practica la justicia, sea de la nación que sea (v.34b-35). Dios es Amor, y ama a todos sin medida, no hace distinción de personas por raza, nación, lengua, color, etc. sino que somos todos iguales ante Él. El amor de Dios es incondicional, no se basa en sentimientos o emociones. No nos ama por nuestros méritos o cualidades o porque le hayamos amado a Él, nos ama porque es amor (v.8) hasta entregarnos a su propio Hijo para salvarnos (Rm 8,32). Es Dios quien toma la iniciativa. El amor de Dios sobrepasa todo entendimiento. Nos es difícil comprender la anchura, la longitud, la profundidad y la altura de su amor para cada una de nosotros (Ef 3,17-19). En su vida pública Jesús rompió todos los esquemas posibles sobre el amor, se acercaba y acogía a los leprosos, a las prostitutas, a los cobradores de impuestos, al enfermo, a todo el que era despreciado por la sociedad. Jesús perdonó a aquellos que le crucificaron, al igual que a los que se burlaron de Él mientras moría en la cruz.
Como cristianos estamos llamados a seguir también su camino. Si no amamos, nos faltará la verdadera alegría que Cristo nos promete. Nuestro amor tiene su origen en Dios, su fuente (v. 4,7). Nadie podrá saber que Dios es amor si no se lo demostramos. El amor es nuestra insignia y nuestro escudo. Esta es nuestra verdadera vocación y misión. Dios nos ha elegido para dar frutos, para danos, para gastar la vida, para entregarla por Él y con Él, para que el mundo que dejemos a la hora de nuestra muerte sea mejor que el que encontramos en nuestro nacimiento. Hemos sido elegidos para dar testimonio de lo que hemos recibido: el amor de Dios. Amar como Cristo consiste en darnos, en gastarnos por los demás, en dar la vida por los otros, si fuera necesario, como Cristo la entregó por nosotros. La Iglesia está llena de mártires que han dado su vida por Cristo y los hombres desde los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, pero también está llena de personas que se han entregado y siguen entregando silenciosamente su vida por rescatar, levantar, liberar, acompañar a miles de personas.
Nos toca elegir. Preguntémonos: ¿qué actitudes impiden que nuestras comunidades sean signos creíbles del anuncio que hacemos y de la fe que profesamos? ¿Vivimos realmente la unidad que el Maestro pidió para nosotros y nosotras? ¿Cómo vivimos la misión que Jesús nos ha encomendado?
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango