El que cumple la voluntad de Dios éste es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3,35)

Junto al ideal de la creación aparece, pues, el drama humano, la tragedia de una ruptura. Esta tragedia marcará toda la vida del hombre, si bien no será éste su horizonte definitivo. El punto final de la historia no es el pecado, el dolor y la muerte, sino que es la salvación y la vida. Y, por eso, en aquel mismo momento apareció la promesa y la esperanza. Éstas darán origen a una apasionante aventura, en la que Cristo ocupará el lugar central, y en la que el hombre deberá empeñarse con todas sus fuerzas para romper el poder del mal y unirse a la victoria de Cristo.

En la segunda lectura hemos visto que continúa presente en gran medida la misma temática. La verdad es que la vida humana está tejida de males y fracasos. Incluso quien cree en la esperanza no tiene por qué ser el más afortunado, ni está inmune ante las tragedias humanas, ni tampoco está dispensado de luchar. Ésta es, en efecto, la profunda convicción de San Pablo en el pasaje de su Segunda Carta a los corintios. El apóstol no se defiende ante los que le acusan de ser un “débil” o un “fracasado” en su ministerio. Reconoce simplemente que la debilidad, el sufrimiento, incluso el fracaso humano, son una condición inevitable de la fragilidad de la naturaleza, de nuestra condición física, de nuestro ser carnal y corruptible.

Sin embargo, esto no es todo, ni es lo definitivo; y es que El hombre no está llamado a la muerte, sino a la vida, a la resurrección, como Cristo. A las tribulaciones y dificultades que nos salen al paso podrá seguir con la ayuda de Dios una fecunda cosecha. Bien claramente nos lo acaba de decir san Pablo: Una leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria (2 Cor 4, 17). También él vivía la fragilidad humana y la amenaza continuada de la muerte, pero éstas eran sus certezas: Sabemos que si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos (2 Cor 5, 1).

San Marcos, a su vez, en el pasaje evangélico de hoy nos ha presentado a los familiares de Jesús que se muestran preocupados pensando que él se está excediendo en su entrega a la misión hasta el punto de que no tiene tiempo para comer y querrían llevárselo; son testigos, además de la furiosa oposición de los fariseos que llegan a acusarlo de estar endemoniado y de que actúa en virtud de un pacto con el jefe de los demonios. Jesús, que no solía entrar en discusión con sus enemigos, esta vez lo hace, y le cuesta bien poco dejar en evidencia la falta de lógica en sus acusaciones; Satanás no puede estar en lucha contra Satanás (cf. Mc 3, 22).

Por otra parte, la presencia de los familiares de Jesús y, con ellos, su madre María le va a ofrecer oportunidad para afirmar quiénes son los que, de allí en adelante, van a formar su verdadera familia: los que cumplen la voluntad de Dios (cf. Mc 3, 35). Jesús quiere dejar claro que no es la cercanía de la sangre la que decide el auténtico parentesco con Él. Como tampoco es lo principal ser descendientes de Abraham según la carne, sino los imitadores de su fe, para pertenecer en verdad al pueblo elegido de Dios.

Por tanto, la nueva comunidad que se está formando en torno a Él no va a tener como valores determinantes ni los lazos de la sangre ni los de la raza, sino los que vienen expresados en estas palabras: El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3, 35). Era ésta la mejor alabanza tributada por Jesús a su madre, allí presente; ella en la anunciación había dicho al mensajero enviado por Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). María, en efecto, es la mujer creyente, la totalmente abierta a la voluntad de Dios. Incluso antes que su maternidad física, tuvo ella ese otro parentesco que aquí anuncia Jesús: el parentesco de la fe.

Los que seguimos a Jesús y somos sus discípulos, pertenecemos a su familia y hemos entrado en la comunidad nueva del Reino. Esto nos hace decir con confianza la oración que Él nos enseñó: “Padre nuestro”. María es para nosotros la mejor maestra, porque fue la mejor discípula en la escucha de Jesús y nos señala el camino de la vida cristiana: escuchar la Palabra, meditarla en el corazón y llevarla a la práctica en la vida.

La celebración de la Eucaristía la empezamos siempre con un “acto penitencial”, acto de humildad en el que reconocemos nuestra debilidad y pedimos la clemencia de Dios. En las lecturas, especialmente en las de hoy, la Palabra de Dios nos ayuda a discernir dónde está el camino del bien y dónde el del mal. En el Padrenuestro le pedimos que nos “libre del mal” y cuando se nos invita a comulgar se nos dice que vamos a recibir “al que quita el pecado del mundo”. Vamos por buen camino para ser dignos miembros de la familia de Jesús.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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