«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre» (Jn 6,35)
A lo largo del mes de agosto, en las misas de los domingos, se va a proclamar, en cuatro partes, el discurso eucarístico del pan de vida, que nos ofrece san Juan en el capítulo sexto de su evangelio. Hoy, el fragmento del capítulo, que se ha leído, constituye el asunto central de las lecturas de la palabra de Dios.
La primera lectura, del libro del Éxodo, es una preparación para el discurso eucarístico por la evidente alusión que se hace en el evangelio al maná con que Dios alimentó a su pueblo durante la larga travesía por el desierto desde Egipto a la tierra prometida: Es el pan que el Señor os da de comer (Éx 16,15).
Los israelitas que habían experimentado las maravillas con que Dios los había sacado de la esclavitud de Egipto, destrozando al poderoso ejército de los egipcios en el mar Rojo, cuando empezaron a sentir la escasez de medios de vida, se atrevieron a echar en cara a Moisés y Aarón (por no osar contra Dios) que los estaban matando de hambre. En sus críticas, dejaban bien claro que preferían comida en esclavitud que libertad con penuria. Sin pararse a pensar que el Dios que había hecho por ellos lo más difícil también podría hacer lo más fácil. A pesar de la desconfianza del pueblo, Dios se aviene a saciar su necesidad, esperando que así lo reconocieran como su Señor y su Dios.
Jesús también realiza un milagro material alimentando a una multitud con cinco panes y dos peces, llenando doce canastos con las sobras. La gente lo ve como un signo de que Jesús era el Profeta que estaban esperando, pero entienden su misión como un mesianismo terreno, por lo que opta por ponerse lejos de su alcance para evitar que lo proclamaran rey.
La alusión al maná en el relato evangélico surge cuando los coterráneos de Jesús lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún, al otro lado de la orilla del lago de Genesaret, donde había tenido lugar el milagro. Le piden una señal para creer en Él como el enviado de Dios que estaban esperando. Y ello, a pesar de que se habían beneficiado de la multiplicación de los panes y los peces. Esperaban que el Mesías realizaría un prodigio semejante al de Moisés, que alimentó al pueblo con pan bajado del cielo durante la larga travesía del desierto.
Jesús rectifica que hubiera sido Moisés el que realizó tal prodigio, que fue obra de Dios; y aprovecha la ocasión para anunciar un verdadero pan del cielo, no para sostener la vida temporal, sino capaz de proporcionar la vida eterna inmortal, que es prerrogativa de Dios.
Como manifestaron su deseo de ser alimentados con este pan, Jesús les habla abiertamente de una vida sobrenatural, que ellos no pueden conseguir, sino tan sólo aceptar, creyendo en el enviado de Dios. Y se propone como el pan de vida, que quien lo coma no tendrá hambre.
¿A qué vida alude Jesús? A la vida divina de hijos de Dios de la que le decía a Nicodemo que el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5). Es la vida que nos ha sido infundida en el Bautismo por la comunicación del Espíritu Santo por medio del agua; la vida que el Hijo ha recibido del Padre y que es la luz de los hombres (Jn 1,4). Es como un tesoro que llevamos en el vaso frágil de nuestra naturaleza de criaturas y que hemos de cuidar y alimentar, y precisamente el alimento adecuado es el pan de vida, el mismo Hijo, que se nos da en la Eucaristía.
Así es, hermanos, verdaderamente somos hijos de Dios, aunque, al presente, permanezca velada nuestra más valiosa condición. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
Como hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, hemos de vivir una vida en justicia y santidad verdaderas, que se corresponde con la bondad con que Dios dotó al hombre al crearlo y hacerlo hijo suyo. Una buena persona cristiana no se comporta de distinta manera que una buena persona no cristiana, lo que las diferencia radica en la motivación de su conducta y el modelo que le sirve de inspiración, conforme a la verdad que hay en Jesús, es decir su persona y su vida ejemplar.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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