Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6,55)

La Sabiduría aparece personificada en la primera lectura de los Proverbios como una señora, que sabe manejar su casa. Ella se dirige a los habitantes de la ciudad e invita a los que lo deseen a comer su pan y a beber su vino. El pan y vino son la base de la alimentación humana y de la alegría, son signo también de las apetencias del corazón humano. La Sabiduría invita especialmente a los más necesitados, sugiriéndoles que sigan el camino recto, donde se encuentran la instrucción y el aliento vital. El banquete, tanto en el mundo antiguo como en el nuestro, es signo de esplendidez y de gratuidad, de comunicación y participación. Quien participaba en un banquete se identificaba con quien se lo ofrece, comparte no sólo la mesa, sino también la conversación, el pensamiento, la alegría.

El contexto eucarístico de estos domingos invita a fijarnos en el banquete de la Sabiduría como prototipo del banquete cristiano: el pan y el vino que nos presenta Cristo contienen la Vida y la Sabiduría de Dios, siempre que nos comprometamos en nuestro proyecto de vida. Cristo es en realidad aquella Sabiduría (o Palabra) que vino al mundo para que tengamos vida y la tengamos abundante (Jn 10,10) e invita a todos los hombres a sentarse a su mesa: la mesa de la Palabra, las palabras que os he dicho son espíritu y vida (Jn 6, 63) y a la mesa del pan bajado del cielo (Jn 6, 41). El mensaje central de todo este capítulo sexto de S. Juan se centra en esto: Jesús entrega su propio cuerpo, como Pan para la vida del mundo. Si queremos tener la vida eterna y aspirar a la resurrección tenemos que alimentarnos con el pan eucarístico de una manera constante. Alimentarnos con este pan que Cristo nos da, nos une de una manera permanente a Él. No se trata de ser cristianos cuando nos conviene, sino de una manera permanente. Decía Benedicto XVI: La Eucaristía «nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu del Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en ese misterio de comunión que es la Iglesia» (cf. 1 Cor 10,17). Por tanto una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado está fragmentada en sí misma (Deus caritas est, 14).

Yo soy el pan bajado del cielo (Jn 6,41), yo soy el pan de la vida (Jn 6, 48), yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el     que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6,51). Sin fe es imposible entender este gran misterio, sin fe es imposible captar el sentido que encierran estas palabras y su alcance para la vida, aunque lo explique el mismo Jesús. Partiendo de la fe, podemos afirmar que Jesús, Pan de Vida, es aquel que ha venido de Dios para saciar definitivamente el hambre de lo infinito: las profundas insatisfacciones, el cansancio de la vida, el sin sentido. Sólo Dios puede llenar nuestros vacíos, iluminar nuestras oscuridades y darnos la plenitud. Al comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo el creyente no solo lo recibe, sino que se identifica con Él, es capacitado para entregar su vida al estilo de Cristo, hasta en la cruz. No podemos comulgar y regresar a la casa con nuestros egoísmos. No puede ser. Cuando comulgamos hacemos alianza con Cristo, nos hacemos uno con Él.

¿Qué valor doy al el hecho de ir a misa y comer la carne y beber la sangre de Cristo? ¿Vivo la vida con entrega total, siguiendo la misma manera en que Jesús actuó, y todo lo que él nos pide que hagamos? ¿Si como su carne y bebo su sangre, pero no le doy el significado que verdaderamente merece y no cumplo con él, entonces, ¿quién soy?, ¿qué estoy haciendo?, ¿dónde muestro realmente que estoy comiendo la carne y bebiendo la sangre de Jesús?

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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