¿qué haré para heredar la vida eterna?

El hombre, con harta frecuencia, ha puesto la felicidad en torno al poder, la salud y las riquezas, dejando de lado otros valores infinitamente más nobles. Estos otros valores los vamos a encontrar hoy, tanto en la primera lectura como en el pasaje evangélico de san Marcos. En efecto, el autor del libro de la Sabiduría, escrito entre los años 30 y 14 antes de Cristo, relativizando el valor de los bienes de este mundo, nos dice en el pasaje leído que la verdadera Sabiduría le ha llevado a estimar en poco: los cetros y tronos, el oro, la plata, la salud y la belleza, el prestigio y el honor… todo ello vale muy poco en comparación con la sabiduría que Dios concede a quienes se la han pedido. Con ella –termina diciendo el autor sagrado– me vinieron todos los bienes juntos (Sab 7,11).

Pero es en el pasaje evangélico donde mejor se nos dice dónde encontrar la felicidad. Un joven inquieto busca caminos que puedan dar a su vida un sentido más pleno, que le haga sentirse más feliz. Ha cumplido siempre los mandamientos, es verdad, pero busca algo más; en ese momento -dice el evangelista- Jesús se le quedó mirando y lo amó y le dijo: Te falta una cosa: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres… y luego ven y sígueme (Mc 10, 21). He ahí los cinco imperativos que debían conformar la respuesta de aquel joven que buscaba algo más: “anda”, “vende”, “da”,” ven”, “sígueme”. Sólo que, ante estos imperativos él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico (Mc 10, 22). El joven perdió la oportunidad de conseguir lo que buscaba y de ser, por ejemplo, otro Mateo quien, al decirle Jesús sígueme, dejó su despacho de negocios y se fue con Él.

Una respuesta radical a la invitación era lo que pedía Jesús; es la que le dieron sus apóstoles y la que posteriormente Él encontró en los muchísimos seguidores que, a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia, se sintieron llamados por Jesús a seguirlo más de cerca. Todos conocemos el caso de aquel célebre monje egipcio, san Antonio Abad, el cual, a mediados del siglo III, entrando un día en la iglesia, tras escuchar el citado pasaje de san Marcos, decidió renunciar a todas sus posesiones, que eran muchas, y dándoselas de los pobres, se retiró al desierto, para dedicar su vida al culto de Dios y al servicio de los necesitados. Hoy como ayer, el tú sígueme de Jesús continúa siendo escuchado por quienes se comprometen a vivir, como Él, en pobreza, castidad y obediencia.

Los religiosos fueron y continúan siendo los que siempre han respondido a la invitación de Jesús de manera radical. En un mundo en que el ideal se sitúa, con tanta frecuencia, en poseer bienes materiales, ellos, con el voto de pobreza, han relativizado el amor a los bienes materiales, para dedicarse con mayor libertad a la colaboración con Cristo en la construcción del reino anunciado por Él. Prefieren dejar “lo menos importante”, para ganar “lo más valioso” y así, contribuir, precisamente, a la construcción de “un mundo mejor”. Añádase también las renuncias que se asumen con el voto de castidad, que les va a permitir, libres de lazos familiares, llevar a cabo su misión evangelizadora.

El hecho de que la Vida Consagrada se defina como “un seguimiento más cercano de Jesús”, precisamente porque le siguen radicalmente a través los votos de pobreza, castidad y obediencia, no impide que toda vida cristiana sea también “un seguimiento cercano de Jesús”; y lo es porque el cristiano laico deberá vivir esa triple dimensión de los votos, no en la radicalidad de quienes los profesan solemnemente sino en el espíritu que se contiene en ellos. Por consiguiente, la invitación que Jesús hace a seguirlo deberá tener respuesta por parte de todo creyente en la medida que corresponda al estado de cada uno. Quede claro, pues, que, de un modo u otro, el Señor llama a todos los cristianos a responder a aquellos cinco imperativos que citábamos antes: “vete”, “vende”, “da”, ”ven”, “sígueme”.

La referencia especial a la vida religiosa, al calor del pasaje evangélico, no pretende más que ofrecer, efectivamente, el ejemplo de quienes han descubierto valores muy importantes para ellos y convencidos de que el Señor les invitaba a asumirlos y sencillamente le han dicho: Te seguiré, Señor, donde quiera que vayas (Lc 9, 61). Dios llama, invita y garantiza su ayuda para realizar con éxito la misión especial que quiere encomendarles, pero es la persona la que tendrá que decirle antes de su Profesión religiosa que su decisión es plenamente libre, porque Dios jamás obligará a ninguna persona a hacer lo que ella no quiera. Ahí está la negativa del joven del evangelio; pudo más la abundancia de sus bienes y optó libremente por ellos, decisión esta que tuvo como consecuencia una profunda tristeza.

Una última reflexión: a nadie se le oculta la disminución de sacerdotes, religiosos y religiosas en la Iglesia, tendencia que aún podrá continuar dada la actual escasez de candidatos. ¿Podemos pensar, acaso, que Dios ha dejado de llamar? En absoluto. Dios continúa llamando y, a pesar de los mil obstáculos que se han creado para impedir escuchar su voz, aún llega a los oídos de no pocos; muchos terminarán por hacer “oídos sordos” a la invitación.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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