«Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,26)
Nos encontramos en el penúltimo domingo del año litúrgico y la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el fin del mundo, es decir, sobre la meta hacia la que nos dirigimos y que da sentido al devenir del universo y al quehacer histórico del hombre, algo que sólo adquirirá su pleno significado cuando todo haya concluido. Parece natural suponer que el mundo tendrá un término, desde el momento en que admitimos que tuvo un principio por la creación, pues todo lo que tiene principio tiene fin, ya que lo que comienza a existir tiene el ser no como algo propio sino como algo recibido (lo que no existe no puede darse a sí mismo el ser), y por tanto no lo puede retener pues no es dueño de él.
Con el conocimiento que hoy tenemos del universo, sabemos que tiene una larga edad, de unos 13.700 millones de años, y que aún ha de durar mucho tiempo más. Nuestro Sol se formó hace unos 5.000 millones de años y se encuentra en la mitad de su curso vital. Por su parte, la Tierra existe desde hace unos 4.500 millones de años y dentro de otro tanto será engullida por el Sol, que, en la última fase de su existencia, aumentará enormemente de tamaño; aunque no tenemos garantía de que un meteorito no haga impacto sobre la Tierra (como ya ha ocurrido en el pasado) y devuelva la vida a sus inicios (si es que antes el hombre no la hace inhabitable).
Estas reflexiones tienen sentido, pero no constituyen el objeto de la escatología bíblica, que lo que se plantea es el fin del mundo, en su doble significado de término y de finalidad.
Admitir que el mundo tiene una finalidad es reconocerle un sentido: en su comienzo (por qué), en su desarrollo (cómo) y en su destino (para qué). Los creyentes en la Sagrada Escritura (judíos, cristianos y musulmanes) confesamos que el mundo fue creado por Dios para su salvación. Por eso sostenemos que, a pesar de todo el mal que pueda contener, el mundo no será aniquilado sino purificado y transformado. Por sus solas fuerzas, no se sostendrá, se derrumbará (como expresan las imágenes cósmicas apocalípticas), pero, por el poder de Dios, será transfigurado en una nueva creación, en la que el hombre habrá dejado su impronta como colaborador de Dios.
Los hombres somos seres del mundo: éste no sólo es nuestra casa, sino que conforma nuestro ser. Los elementos pesados que constituyen nuestro cuerpo, como el calcio o el hierro, se formaron en el interior de las estrellas, a lo largo de miles de millones de años (llevamos en nuestro cuerpo polvo de estrellas).
Lo más grande que nos ha sucedido (mucho más que haber venido a la existencia) es que Dios se ha hecho hombre; eso significa que se ha hecho parte del mundo y ha transferido al mundo la indestructibilidad de su ser eterno, por lo cual su proyecto de salvación es infalible, sin que ello ponga en peligro la libertad del hombre, pues Él mismo forma parte de la raza humana y, por tanto, del mundo, por lo que el obrar del Dios encarnado es un obrar libre del hombre y del mundo.
Además de una finalidad, el mundo tendrá también un final, pues sólo así el mundo en su totalidad adquirirá una unidad de sentido, ya que una existencia interminable lo mantendría inacabado y lo condenaría a una carencia de sentido.
Su sentido está en Cristo, que habiendo completado su trayectoria vital –reintegrándose en la vida trinitaria, siendo también hombre–, señala la meta de este mundo en Dios. Mas no sólo se ha integrado en Dios como individuo de la raza humana, sino como cabeza de la humanidad y foco atractivo del cosmos. Lo que sucederá en la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos será la culminación de la larga trayectoria del universo, el cierre de la historia y el comienzo de un mundo nuevo y una nueva humanidad integrada en la eternidad de Dios. Por eso, la venida del Hijo del hombre no puede sino ser esperada con gozo y deseada activamente poniendo nuestro granito de arena en la edificación del Reino de Dios.
Ahora bien, eso no significa que toda la humanidad esté a salvo, si no se da una adhesión libre al proyecto divino. De ahí la gravedad del momento que vivimos al presente y la urgencia de la decisión a la que se nos emplaza.
Cada uno de los hombres (Dios sabe cómo) debemos dar nuestra respuesta personal a la llamada divina, y no al margen del curso de la historia cotidiana (lo que no significa que sea intrascendente), sino comprometiéndonos en la construcción del Reino de Dios en nuestro vivir y quehacer diarios.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango