Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra (Col 3, 2)

El camino que Jesús va recorriendo en dirección a Jerusalén, puesta la mirada en lo que allí le espera, será descrito por san Lucas en clave docente, para indicarnos cómo debe ser el camino de sus seguidores. En efecto, si el domingo pasado se nos hablaba de la oración, el próximo nos hablará de la vigilancia, mientras que hoy nos comunica el mensaje de Jesús sobre el desapego que hemos de tener en relación con las riquezas y no dejarnos llevar del afán inmoderado de poseer bienes materiales y los peligros que ello conlleva. Ya lo hemos escuchado en las tres lecturas; el aviso puede parecer un “aguafiestas” para quienes se encuentran disfrutando de sus vacaciones, pero no, no es.

Tanto la primera lectura, tomada del Eclesiastés, en la que resuena con insistencia un aviso: todo es vanidad (Ecl 1,2), como en la segunda, tomada de la Carta dirigida por san Pablo a los cristianos de Colosas; en ella les dice: aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra (Col 3,2). Ambas lecturas nos presentan una llamada apremiante a no dejarnos arrastrar por el instinto del poseer. Por supuesto que no se trata de una filosofía que desprecie los bienes materiales. No, lo que se nos brinda es un sentido cristiano de las realidades humanas, un orden de valores y una manera de comportarnos frente a esos valores y con miras a nuestro destino final.

A este respecto, la parábola del Evangelio es muy elocuente y expresiva: el dueño de aquellas tierras sueña con la ampliación de los graneros en vista de la gran cosecha que espera y que garantiza el mayor de los placeres a su egoísmo. No tendrá que preocuparse de trabajar durante mucho tiempo. Pero aquella misma noche escuchará una voz que le dice: Necio, esta noche se te va a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado? (Lc 12, 20). Así le responde Dios en la parábola que Jesús narra a aquel hombre rico y atolondrado que esperaba una gran cosecha que le iba a hacer feliz para el resto de su vida.

Con el recurso a la parábola trataba el Maestro de guiar por caminos de sensatez y prudencia al que, arrastrado por la codicia, le hizo una consulta sobre el reparto de los bienes. La codicia, sabemos, es el afán excesivo de riquezas. Jesús nos quiere advertir de los peligros que lleva consigo este vicio. No es fácil mantener un término equilibrado ante los bienes creados; la actitud ante ellos es un asunto de gran transcendencia para nuestra salvación. El tema viene colocado por san Ignacio de Loyola en la meditación inicial en sus famosos Ejercicios Espirituales. Una vez clarificado el fin para el que el hombre ha sido creado, nos recuerda que las otras cosas han sido creadas para que le ayuden a conseguir su fin. “De donde se sigue –concluye el Santo- que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayudan para su fin y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden”(EE 23).

Once siglos antes de san Ignacio, san Agustín, en su obra sobre la Doctrina cristiana, nos dice que “si pretendemos gozar de aquellos bienes de los que solamente debemos usar, obstruimos y, a veces, equivocamos el camino, de tal modo que, entretenidos con la afición y el apego de los bienes inferiores, retrasamos e incluso imposibilitamos la construcción del Bien Supremo” (I, XXII, 20-21).

San Pablo en la segunda lectura nos dice: Aspirad a los bienes de arriba no a los de la tierra…, os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido de la nueva condición (Col 3, 2.9). Y por si no se entiende bien lo que quiere decir con la expresión “hombre viejo”, añade: Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría (Ibíd., 5). Como pueden ver, codicia y avaricia están entre los vicios que deben desaparecer de la vida de todo cristiano.

Consecuentemente, lo principal es ser rico ante Dios, y no ante los hombres. Ser ricos en buenas obras, y no en cuentas corrientes. Sería una pena que uno “amasara riquezas para sí”, afanarse por conseguir aquellas cosas que cree que le van a dar la felicidad, y no se preocupara de lo más importante que es “ser rico ante Dios”. El mundo nos invita a una carrera desenfrenada por los bienes materiales, para tener más cosas que los demás y asegurar obsesivamente el futuro. Por ese camino nos convertimos en esclavos de la sociedad de consumo, que crea necesidades siempre nuevas para que gasten.

Pero lo que contará al final son las buenas obras que hayamos hecho, no el dinero que hayamos logrado almacenar (que podrá irá aparar a manos de quien no lo ha ganado). Mereceríamos que Jesús nos llamara también “necios” e “insensatos”, si desterramos a Dios de nuestra vida, si no nos preocupamos de los demás, si el compartir es un verbo ajeno en nuestro diccionario, si ponemos nuestro futuro en las cosas de este mundo. Si, en fin, como el rico de la parábola almacenamos cosas caducas que nos pueden ser arrebatadas en cualquier momento y nos van a aprovechar muy poco. ¡Qué necia aquella expresión que uno ha oído algunas veces: “a mí que me quiten lo bailado”!

Hacemos bien en trabajar y procurar un bienestar para nosotros y para la propia familia y por ayudar a los hijos a asegurarse una carrera y unos estudios. Pero hay cosas importantes que no se contabilizan ni en el Banco ni en la hoja de calificaciones. A la hora de educar a nuestros jóvenes, deberíamos inculcarles, sobre todo, el aprecio a los valores auténticos, tanto humanos como cristianos y relativizando los demás.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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