Carta Annua del P. Nicolás de Anaya al P. Sup. Gral. en Roma (17)
“Por haber atajado el paso del alzamiento, ninguno de los Padres de esa Misión padecieron: el P. Diego de Cueto, el P. Andrés González en Las Vegas, los Padres Gerónimo y Juan de Millén en S. Hipólito, y el P. Tutiño en el Real de S. Andrés”.
“Bien pensaron los Padres y los españoles de Topia, y de aquella Misión, que es toda de Acaxees, que también ellos quedaban seguros y quietos con las muertes de Don Andrés y de Juan Gordo, en Coapa, más con todo eso fue menester la buena diligencia y vigilancia que tuvo el Capitán Don Sebastián de Alvear, Alcalde Mayor de aquel Real, en la guarda y seguridad de los Padres de aquella Misión y en pertrechar el mismo Real de Topia, cercando una muy espaciosa plaza, con tres torreones en ella y más de sesenta soldados bien prevenidos con sus caballos de armas”.
“Lo que más guerra hacía aquí, como en otras partes era la falta de pólvora, que de haberla, no había qué temer a los enemigos; vista por ellos la prevención, y entendiendo que había suficiente reserva de todo género de bastimentos, no osaron acometer a este Real, con que quedaron seguros los Padres misioneros que allí se recogieron”.
“El P. Diego de Acebedo en Tecuchiapa, que es cabecera de su partido, tenía ya nueva del alzamiento general; temeroso de que sus Acaxees estaban muy vecinos de los Tepehuanes, no dejaba de tener recelo de que hiciesen otro tanto, aunque muy deseoso de tener la suerte que habían corrido los demás Padres. Añadióse la ocasión de las sospechas con un indio, el principal de Batoyapa, pueblo de su Doctrina, el más cercano a los Tepehuanes, le vino a ver convidándole, que fuese a su pueblo, y diciéndole palabras regaladas de que gustaba mucho de verles, y le pesaba que se apartase del partido; cosa que el indio no solía hacer, porque no era nada amoroso; le despidió el Padre, con el mismo amor, dándole de comer, regalándole y prometiéndole que en breve iría a su pueblo. Creció el recelo, cuando al día siguiente vino el Fiscal del mismo pueblo, casi con las mismas razones”.
“Y, estando el Padre, dando y tomando consigo mismo, en si sería bueno ir o no ir, o qué consejo tomaría, quiso nuestro Señor, que estando en esta suspensión, aquella misma tarde recibió cartas del P. Visitador y del Capitán de Sinaloa, en que le advertían del grande peligro en que estaba, ordenándole que al punto saliese, con que conoció el Padre ser la voluntad de nuestro Señor. Y, así luego partió para S. Ignacio que es un Real de minas, a donde llegó de noche; de allí bajó a Sinaloa; y luego tubo aviso de Batoyapa, para donde le convidaban, que ya estaba alzado; y que habían venido a él tres Tepehuanes, amonestándoles siguiesen al nuevo dios, y llamando a los Principales del partido les dijeron que todos prometiesen, pena de la vida, que harían lo que se les ordenase. Proponíanles los mismos premios y las mismas amenazas que en otras partes, había hecho el falso dios”.
“Los Tepehuanes, preguntaban muchas veces por el Padre, diciendo que traían muy encargado que le quitasen luego la vida, y para más persuadirles y animarles a la conjuración, llevaron a algunos Acaxees para que a vista de ojos pudiesen dar testimonio de los cuerpos de los Padres descabezados y tendidos con los demás españoles muertos en el pueblo de Santiago”.
“Después de algunos días, pareciendo que esto se había aquietado, y que aquellos pueblos estaban sin doctrina, el P. Diego de Acebedo hubo de volver a ellos; pero esto fue, acompañándole y haciéndole escolta soldados españoles, con que el Capitán de Sinaloa le socorrió a su costa, hasta que el Virrey de México diese orden que se le pagase, como en esto hizo como lo hace en otras ocasiones, en servicio de Dios y de la Real Majestad. En esta ocasión envió setenta indios amigos y sus soldados que asistiesen a la defensa del Padre, no tanto por defenderlo de los de su partido, que estos eran aún más, sino de los Tepehuanes, que alguna vez vinieron más de ochenta con ánimo de matarlo, y ordenó que se hiciese un fuerte, en que dentro estuviesen los soldados y los Padres, y demás gente menuda, hasta que la tierra se aquietase. Les dio así mismo socorro de cien fanegas de maíz y otros bastimentos de que aquella tierra tiene mucha falta”.
Héctor González Martínez
Obispo Emérito
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