Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Con esta Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, terminamos el año litúrgico. El próximo domingo, iniciaremos de nuevo este proceso celebrativo que nos hará participar un año más de la gracia de la salvación.
Jesucristo, Rey del Universo… El título le pertenece en cuanto Dios, Creador con el Padre del Universo; así o proclamamos en el primer artículo del Credo. La Fiesta de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI en 1925 en el contexto histórico y social de una Iglesia sola e inerme frente a una sociedad en gran medida anticristiana y, sobre todo, anticatólica. Desde luego que no se trataba de imponer a nadie ideas o regímenes teocráticos, sino sólo de recordar unos derechos humanos y religiosos de los creyentes que debían ser respetados. Quienes hicieron caso omiso de ello fueron responsables de las catástrofes sangrientas que tuvieron lugar a partir de los años treinta, que no es preciso recordar.
Pasaron los años. El Papa Pablo VI, hoy Santo, tras el Concilio Vaticano II, trasladó la fiesta de Cristo Rey del último domingo de octubre al último domingo del año litúrgico, acentuando más bien el sentido espiritual y escatológico de la fiesta dentro de las perspectivas litúrgicas del Viernes Santo. Puesto que el mundo posee autonomía propia no pertenece jurídicamente a la Iglesia y, sólo desde la fe, podemos afirmar que Jesucristo es Señor y Rey del mundo y de los hombres. Ciertamente que la Iglesia ha de ser libre e independiente de todo poder civil. Y desde esa libertad-sumisión incide también en las realidades temporales, aunque desde el ángulo de lo específicamente evangélico, ya que el ejercicio del profetismo es tarea esencial cristiana.
En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis del apóstol san Juan, se llama a Jesús con estos títulos: “testigo fiel”, “primogénito de entre los muertos”, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Él mismo se llama “el Alfa y la Omega”, es decir, “el principio y el fin” de toda la historia. Por eso añade que es “el que es, el que era y el que viene”. Además, esta última expresión va acompañada de otra muy característica del evangelio del mismo apóstol, el “yo soy”: “yo soy el Alfa y la Omega”. Todo ello nos habla claramente del supremo poder y dignidad de Cristo.
Ahora bien, la realeza de Cristo que viene contenida en esas expresiones no se hace visible en la Iglesia, como tampoco se hizo visible en Él, por sus poderes o su esplendor, sino por la justicia, el servicio y la caridad. Y es que Dios no impone sus dones a nadie, sencillamente los ofrece, y los hombres pueden aceptarlos o rechazar desde la libertad que tienen. Precisamente, el centro de la liturgia de la fiesta de Cristo Rey lo constituye muy especialmente hoy el pasaje evangélico.
Nos trasladamos, pues, a los inicios de la Pasión del Señor. Jesús está, humillado y humilde, ante el poder civil: la autoridad romana. Contra Jesús presentan la acusación los representantes del poder religioso: los judíos. Ya había se habían llevado a cabo la flagelación y la coronación de espinas… Jesús está coronado de burla. Pilato pregunta: ¿Eres tú el rey de los judíos? A estas palabras Jesús pone una aclaración: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Y es que el concepto de rey es muy distinto en la mente de un romano y en la de un judío. Y dentro del judaísmo hubo mesianismos verdaderos y mesianismos falsos.
Hecha esta precisión, Jesús afirma sin ambigüedades su condición de rey y la naturaleza de su reino: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). Jesús es Rey ciertamente pero ahí está el matiz de su reinado: mi reino no es de este mundo. No, no es un reinado de poder y riqueza. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Mi reino no es de aquí (Jn 18, 36).
El sentido pleno de su afirmación lo había ido manifestando claramente en su predicación y, no muchas horas después del diálogo con Pilato, veremos que este Rey está clavado en la Cruz, salvando a los suyos mediante su sacrificio. Es un Rey que no ha venido a imponer su dominio, sino que ha venido a servir y a dar su vida por todo. Sus seguidores –cada uno de nosotros– tendremos que aprender esta lección. Nuestra actitud no debe ser de dominio, sino de servicio. No de prestigio político o económico, sino de diálogo humilde y comunicador de esperanza. Evangelizamos más a este mundo con nuestra entrega generosa que con nuestros discursos o en la ostentación de nuestras instituciones.
“Señor, haz que venga tu reino al mundo de los hombres, y danos la fuerza de tu Espíritu para mantener irrevocable nuestra entrega personal a la construcción de tu reinado en nuestro mundo: tu reino de verdad y de vida, tu reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Así mereceremos alcanzar de ti el reino con Cristo. Así sea”.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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