Encuentro de dos amores
¿El amor a Dios y el amor a los hombres son compatibles, o al contrario, uno excluye al otro de manera que, sea absolutamente necesario hacer una elección? Hoy, en el Evangelio de S. Mateo, a la pregunta: “¿cuál es el mandamiento mayor de la ley? Jesús responde: amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu mente…amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
El modo en que Jesús presenta los dos mandamientos es tal, que el segundo parece una explicación del primero. Esta es pues, la modalidad que el cristiano tiene a su disposición para manifestar al mundo, el amor de Dios, conforme al ejemplo de Cristo. De esta manera será posible afirmar que en el amor al prójimo se cumple toda la ley.
No se puede pues pensar, que la entrada de Dios en una conciencia humana, provoque la exclusión del hombre. Más aún los textos del Antiguo Testamento y del mismo Jesús, nos llevan a creer con certeza que el encuentro con Dios renueva y perfecciona la atención y la solicitud hacia los hombres. Dios, cuando se revela personalmente lo hace sirviéndose de las categorías humanas: se revela como Padre, como Hijo y como Espíritu de amor; y se revela máximamente en la humanidad de Cristo Jesús. Por ello, no es atrevido afirmar que es necesario conocer al hombre para conocer a Dios; que es necesario amar al hombre para amar a Dios.
Es necesario profundizar algunos aspectos: como amar a los hombres; pero es igualmente necesario cuidarse del mundo; saber dejar padre y madre. ¿Cómo combinar proposiciones que a primera vista parecen opuestas? Debiendo escoger absolutamente entre el hombre y Dios, ¿cómo obrar? A veces, el amor a los hombres no amenaza el amor a Dios? Nunca la Sagrada Escritura y la tradición cristiana han permitido al cristiano desinteresarse del hombre, con el pretexto de interesarse únicamente de Dios. Nunca han dejado de señalar el servicio al hombre como un modo de servir a Dios.
La atención a Dios y la atención al hombre no son fácilmente separables. Cultivar la vida interior es un valor cristiano, un valor permanente como necesidad de recogimiento. Pero, la vida cristiana cuando es cristiana, no solamente no es monólogo, ni un hablar sólo con Dios: encontrando a Dios en la oración, el cristiano, más o menos pronto, encuentra inevitablemente a los hombres que Dios crea y quiere salvar.
Seguramente que Dios subscribir las palabras de un autor cristiano: “mi vida interior es la fuente de mis relaciones exteriores. Al contrario de las sabidurías meditativas y contemplativas del paganismo griego o del oriente o hindú, la predicación cristiana nunca ha opuesto el ser al hacer, el interior al exterior, la teoría a la praxis, la plegaria a la vida, la fe a las obras, Dios al prójimo. Suceden momentos en que la comunidad cristiana se deshace o la fe decae abandonando el mundo y las responsabilidades con el pretexto de la interioridad. Así, el Cristo no es más reconocido en el pobre, en el exiliado, en el prisionero”.
El cristiano puede apartarse momentáneamente de los hombres, para orar, para sólo pensar en Dios; esto, en ciertos momentos es una necesidad. En la vida cristiana como en la vida humana en general, normalmente existen ritmos: se va de la contemplación a la acción y de la acción a la contemplación. Pero, el apartamiento de los hombres, es sólo provisional. Y, como sucede al interior de cada persona, también al interior de la Iglesia, vemos contemplativos y activos: el misterio de Cristo es vivido en la Iglesia, en el conjunto de sus miembros y de los siglos. El contemplativo sirve a los hombres sirviendo a Dios; el activo sirve a Dios sirviendo a los hombres. Especializándose en la imitación de Cristo, los dos expresan un mismo y único misterio, de la vida religiosa del Verbo Encarnado.
Héctor González Martínez
Administrador Apostólico
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