Confesiones

3333550107_dd87082e26_qHoy, Fiesta de todos Santos, inicio a revelar la intimidad de cada uno de los Padres jesuitas, misioneros en la Provincia de la Nueva Vizcaya, durante los años de la rebelión de los tepehuanes, culminada en 18-21 de noviembre de 1616. A estas entregas les llamo confesiones, porque me basaré en los informes anuales y confidenciales  que el P. superior de cada comunidad enviaba al P. Provincial y este al P. Superior en Roma.

            El P. Florián de Ayerve, en la Carta Annua de 1607, escribe al P. Provincial: “Mi Padre, después de separarnos de nuestra junta, llegué a Colusa, y visitando a aquellos pobres acaxees, con un aguacero o temporal casi sin parar del 14 de diciembre al 12 de enero, durando hasta hoy la quebrada sin forma de pasarla. Estuve el día de Pascua de Navidad en Los Borrachos, y por falta de hostias y de vino, solo celebré una Misa con una hostia chica. El Año Nuevo y Reyes los pasé en Angostura, con solo frijoles y una tortilla, sin poder acudir a Topia, pues de las alturas bajaban las quebradas de monte a monte; y como las casas son de zacate y madera, estaban hechas un agua, que me obligaban a no poner los pies en el suelo; y sin consuelo de Misa, siendo lo más grande a que venimos de España. Así, estando de Misión en Indias, doy mil gracias a nuestro Señor, que me hizo hijo de la Compañía, con estas ocasiones, si yo me sé valer de ellas”.

            “Algún fruto quiso nuestro Señor Dios sacar de estas lágrimas; y para mí lo ha sido, pues dio una enfermedad a estos pobres bárbaros, que casi no hay quien se escape; algunos, después de confesados se fueron al cielo. Fui, a pie, desde Angostura a consolar a los de Aguas Blancas, por los altos, durándome el camino de dos leguas como desde las siete de la mañana, hasta las seis de la tarde; y habiendo tanta yerba, me obligaba a envolverme en mi ropa, y dejarme rodar por la sierra abajo. Tres de los indígenas me iban abriendo camino. En esta enfermedad quité más de cincuenta ídolos y muchas supersticiones  que tenían muy arraigadas. Para llegar a estos lugares, cuatro o cinco veces pensé ahogarme, porque en muchos de los vados el agua llegaba sobre las ancas de mi mula, y como Ud. sabe, en la visita de estos pueblos, se pasa está quebrada más de trescientas sesenta veces; mojándose mis libros, y perdí mis papeles en uno de estos vados, sin poderlo remediar. Los indígenas que me acompañaban, no osaban pasar ni a píe ni a caballo; yo por animarlos, me arrojé al agua y ya en medio, se le atoraron los pies a la mula y se hundió conmigo; fue valerosa la mula, pues hizo tanta fuerza, que sin herraduras salió y me sacó a mí, que si hubiera caído, forzosamente me habría ahogado, si Dios no nos hubiera ayudado”.

            “Estando en Atotonilco, vinieron doce bárbaros, del todo desnudos, con sus arcos y flechas, pidiéndome fuera a su pueblo a bautizarlos, pues querían hacerse cristianos. Y me pusieron por  dificultad, que yo no podría entrar allá, sino por una parte donde se abren dos altísimas rocas, por donde se baja a un gran río, profundo y rápido, llamado Humaya (donde el rio desemboca en el mar); que dentro de tres meses daría paso. Les dije que entonces iría; que lo dijeran al pueblo; no quisieron sin que primero los bautizara; y, con este deseo se quedaron ocho días, para aprender la doctrina y el catecismo; luego los bauticé y les puse los nombres de los doce Apóstoles. Se fueron muy contentos. Cuando yo pude llegar allá, fueron dos días de camino, por montes que suben al cielo; y cuando llegué al río, lo encontré tan hondo, que determiné pasarlo yo con mis cosas, sobre una balsa que cuatro indígenas, nadando, llevaban sobre sus cabezas, que con poco que alguno torciera la cabeza, terminarían conmigo. Es un río, que fuera de febrero, marzo, abril y mayo, es inaccesible. Pasando el río, encontré más de cincuenta indígenas, que me guiaron río arriba, hasta un buen llano…, más de setecientos indígenas, mujeres, niños y niñas, que por los arenales veían y dormían;  adornados con guirnaldas y palmas, todos de rodillas cantaban “onejaquevava Dios jacaca nevincame” = “creo en Dios Padre todopoderoso”, etc. Admirado de verlos y oírlos, les pregunté ¿cómo sabían eso?: supe que los doce antes bautizados habían sido buenos maestros. Ahí paré, hicimos una Iglesia, y más de cien casas; bauticé cuatrocientos ochenta y dos… Estuve con ellos algunos días; una de sus preguntas fue que ¿cómo había osado entrar solo en tierra tan áspera; y que hasta entonces ningún cristiano había llegado allá; que qué sería si me mataban y comían? Les respondí que me había llevado el deseo de llevarlos al cielo, donde hay mucha gente y para que no se condenasen y fuesen al infierno, donde hay mucho trabajo y fuego para siempre. Y que venía para asunto de mucho provecho suyo, y de tan lejos, que para qué quería otra compañía sino la de Dios… Que si me mataban yo sería muy dichoso, y ellos muy desdichados, pues los cristianos les destruirían sus casas y sementeras, como lo hicieron cuando mataron al P. Tapia, de quién tuvieron noticia”.

Héctor González Martínez; Obispo Emérito

 

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *