III Domingo de Pascua C. Liturgia del cielo y de la tierra

3333550107_dd87082e26_qHch 5, 27-41: “Nosotros y el Espíritu Santo damos testimonio de estos hechos”.  La Pascua continúa en la vida de la Iglesia; los dos grandes momentos de la vida de la Iglesia, Pasión y Resurrección, están constantemente presentes en el dinamismo de esta vida, guiada por el Espíritu Santo. En lógica consecuencia con el tema general del libro de los Hechos, el trozo de hoy, describe el valor de los Apóstoles movidos por la fuerza del Espíritu Santo, para dar testimonio de Cristo. Anunciarlo, era para ellos, una necesidad: ellos, debían escoger entre obedecer a Dios y obedecer a los hombres. Escogen a Dios y fueron ultrajados por los hombres; pero, según la palabra de Jesús, ellos se alegran en la tribulación. El contenido de su mensaje son la muerte y la resurrección y el aspecto salvífico de la Pascua.

            Ap 5, 11-14. “El Cordero que fue inmolado, es digno de recibir poder y riqueza”. El libro del Apocalipsis, revelación de Jesús en sus poderes sobre la muerte, describe aquí la entronización de Cristo Resucitado y la adoración que le rinde el universo. Jesús es definido como “Cordero Inmolado”, porque es en fuerza de su obra salvífica que es digno de alabanza. El himno, que proviene de la liturgia cristiana, anuncia al mundo la gloria del Resucitado.

La Asamblea reunida es un Sacramento de totalidad. En la segunda lectura, la visión del Apóstol Juan, nos introduce en una solemne liturgia de Alabanza: delante del trono de Dios aparece “el Cordero, inmolado”, esto es, en el doble aspecto de la Pasión y de la Resurrección. En su honor se eleva un himno de aclamación, en el cual se funden las voces del cosmos, de los ángeles, de los santos que están delante de Dios y de los hombres salvados, pertenecientes a todos los pueblos de la tierra (cfr. Ap 7,1-17). La solemne acción litúrgica asume así, dimensiones verdaderamente universales, para celebrar la salvación pascual ejercita por Dios y por su Cristo.

A ella se asocia aquí en la tierra, la liturgia eucarística que celebramos. Concretamente, la Liturgia que celebramos está compuesta de personas diversas por situaciones de vida, proveniencia social, niveles de fe, de interés religioso, por ministerios y carismas recibidos en vista del bien común. Pero, todos unidos en la misma acción de alabanza que se desarrolla en la presencia del Señor, Cristo glorioso.

La celebración litúrgica de nuestras Eucaristías, es así imagen y anticipación de la asamblea escatológica. Y, al mismo tiempo, es aquí y ahora, en el mismo momento de la celebración, “sacramento de totalidad”: representa y actúa al “Cristo total”, que incluye a los salvados de todos los tiempos, los hombres de todas las latitudes, los espíritus celestiales, los santos gloriosos y toda la creación. La alabanza cósmica del Apocalipsis se realiza hoy en la asamblea celebrante, para rendir honor, gloria, testimonio al Cordero que nos ha redimido.

El sentido pascual de la alabanza litúrgica, el reconocimiento que la salvación viene de Dios y de Aquel que ha sido crucificado y resucitado, deben transparentarse en la vida del cristiano y de la comunidad que celebra tales misterios. En el interrogatorio en que los Apóstoles fueron acusados de enseñar públicamente “en el nombre” de Jesús, Pedro, en nombre de los demás y en la fuerte convicción de que el Espíritu está con él, habla con franqueza y con fuerza, como testigo de la resurrección. Es un testimonio, no solo de palabras, sino en hechos, porque, después de haber sido fustigados, todos se van “contentos de haber sido ultrajados por amor del nombre de Jesús”.

No estamos ante un escenario de privilegios y de poder; sino ante una misión, conferida en virtud de una relación de fe y de amor a Cristo. Esta lógica vital no se limita a Pedro y a los otros Apóstoles; se refiere a todos los cristianos, a todos quienes, reconociéndose salvados, creen en la misión salvadora de Cristo y se sienten llamados a ser con Él, salvadores de los demás. La redención no es un hecho terminado, se cumple en el tiempo y más allá de los sufrimientos de este mundo; sin abandonar la lucha, creemos en la victoria del Resucitado.

Al amanecer de cada día, lo vemos aparecer en el fondo de nuestra existencia. Cada día, reemprendemos la lucha contra el mal en todas sus formas, y no solo en estructuras marginales,  llegando a ser así pregoneros y testigos de la Resurrección. Los ambientes y los graves desafíos del mundo son el campo, donde el cristiano debe luchar por implantar los valores del Cristianismo: la desocupación, los bajos salarios, las desigualdades, la impunidad, la vivienda indigna, los derechos humanos y ciudadanos, etc.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito

 

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