Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena (Jn 16,13)

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que, junto con el Padre y el Hijo, constituyen el ser de Dios, uno en esencia y trino en personas, que confesamos los cristianos. En el seno de la Trinidad, el Espíritu es originado por el Padre y el Hijo, que, al amarse, inspiran el Amor divino, como persona distinta de ambos y nexo de comunión en Dios: Dios es Amor y el Amor es Vida, y así el Espíritu viene a convertirse en la quintaesencia de Dios.

Las figuras del Padre y del Hijo nos resultan familiares y fáciles de imaginar, no tanto la del Espíritu Santo. Y sin embargo, no sólo tenemos experiencia de ser hijos, engendrados por nuestros padres, sino que también tenemos conciencia de ser espíritu, además de cuerpo, pues somos capaces de realizar acciones espirituales como el pensamiento o el amor, que no son obras del cuerpo, sino del espíritu. (Una canción, por ejemplo, se compone de elementos materiales como son los tonos, los tiempos, los ritmos, pero lo que verdaderamente confiere a la canción una vida propia que resuena en nuestro interior como una melodía inaprensible es la inspiración de la que brota, la idea que la define, el mensaje que transmite o el sentimiento que pulsa). Y gracias a nuestra inteligencia y voluntad estamos capacitados para tomar decisiones libres; ciertamente condicionadas, pero no determinadas por nuestros impulsos biológicos o psicológicos, sino por nuestro libre albedrío. Al contrario que el resto de los animales, que obedecen ciegamente a las leyes de la naturaleza, los seres humanos podemos actuar en contra de nuestra naturaleza (entregando la vida contra el instinto de conservación) e incluso inversamente a lo que nos dicta la razón (prefiriendo el mal al bien). En el lenguaje coloquial, empleamos expresiones como tener espíritu o carecer de espíritu para indicar que una persona posee o carece de vida, de energía, de expresividad, de coraje, de inspiración, de ilusión, de entusiasmo, de atractivo, de chispa…

El relato de Lucas cuenta cómo el Espíritu de Dios irrumpió en la casa en que los creyentes en Jesús estaban reunidos con María, su Madre, con un estruendo sonoro como de viento impetuoso, en forma de lenguas de fuego que se posaban sobre cada uno de los presentes. Mucha gente percibió el fenómeno y acudió al lugar. Aprovechando la concurrencia, los discípulos de Jesús explicaban a los concentrados las grandezas de Dios de forma que cada uno podía entenderlos en su propia lengua.

Enviando el Espíritu Santo al grupo de los creyentes, Jesús cumplió la promesa, hecha a los Apóstoles en la Última Cena, de no dejarlos solos, sino de mandarles otro Paráclito (abogado defensor), el Espíritu de la verdad. Mientras había estado con ellos, Él los instruía, los guiaba y los mantenía en la verdad. Pero Él ya había cumplido su cometido de revelarles al Padre y su plan de salvación. Sin embargo, la comprensión plena de la verdad era algo que les había de facilitar el Espíritu, por eso les dice que les conviene que se vaya para enviarles el Espíritu, que daría testimonio de Jesús, poniendo en claro el pecado de incredulidad del mundo, que había rechazado al enviado de Dios; manifestando el derecho que tenía Jesús a llamarse Hijo de Dios, y revelando su victoria sobre el Príncipe de este mundo, que Jesús le había arrebatado pagando el precio de su sangre. El Espíritu también los asistiría en su testimonio de Jesús ante el mundo (Juan 14-17; 1Jn 2,1).

Si, en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor y la Vida divinos, comunicado a los hombres, nos hace partícipes de la vida de Dios, la misma que el Hijo recibe del Padre. Como no puede ser de otra manera, la vida de los hijos de Dios ha de ser una vida santa, divina, caracterizada por el amor, que es el distintivo de Dios. Por eso, nada impuro ni contrario al amor ha de tener cabida en ellos.

De ahí que san Pablo requiera a los que son de Cristo que destierren las conductas según la carne, expresión que no sólo se refiere al libertinaje y desenfreno de las pasiones carnales, como son la fornicación, la lujuria, las orgías, comilonas o borracheras; sino también a conductas impías con respecto a Dios como la idolatría, la hechicería, la enemistad con Dios; o a conductas abusivas con los semejantes como las injusticias, homicidios, crueldad, difamación, calumnia, altanería, deslealtad; las enemistades, las riñas, la discordia, la envidia, la cólera, las divisiones, las rivalidades; o comportamientos viciados con respecto a los bienes terrenos como las ambiciones, la codicia, la estafa, los fraudes, el robo…Los que así viven, aunque crean que son libres porque hacen lo que les apetece, son esclavos de sus pasiones; en cambio los que son de Cristo han de dejarse guiar por el Espíritu conforme a una vida espiritual en libertad, caracterizada por el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la lealtad, la modestia, el dominio de sí.

Héctor González Martínez 

Arzobispo Emérito de Durango

Sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente (Ef 4, 2). Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15).

La Solemnidad de la Ascensión del Señor que estamos celebrando es como el desarrollo y prolongación del acontecimiento de la Pascua que todavía se completará con el envío del Espíritu Santo. Pascua, Ascensión y Pentecostés no son unos hechos aislados, sucesivos que conmemoramos con su fiesta anual correspondiente, sino que forman un único y dinámico movimiento de salvación que ha sucedido en Cristo, que es nuestra cabeza y que se nos va comunicando en la celebración pascual de cada año.

Hoy escuchamos dos veces el relato de la Ascensión: primero es san Lucas quien nos lo ha contado al inicio de los Hechos de los Apóstoles, después ha sido san Marcos el que muy brevemente nos lo ha dicho en el Evangelio,  pasaje en recoge, además, las consignas de despedida de Jesús. Bien podríamos decir que la Asunción es, por una parte,” el punto de llegada” de la misión de Jesús y, por otra, “el punto de partida” de la misión de la Iglesia, en la que cada uno de nosotros, por ser sus miembros, estamos implicados.

Tres expresiones podrían compendiar un mucho sino todo lo que celebramos en esta Solemnidad de la Ascensión: el fin de etapa y comienzo de otrael mandato de Jesús y su gran promesa. Acaba, sí, la vida de Jesús en su etapa terrestre y empieza otra. Jesús, ciertamente, es el mismo, lo que cambia es su manera de ser  y su manera de estar. Ya no puede sufrir ni se deja ver sensiblemente; pero sigue entre los suyos, presente y activo. Cristo se fue, pero no abandona su obra. Serán sus continuadores los que deberán llevarla adelante, asistidos por Él. En las últimas palabras que les ha dicho hay, precisamente, un mandato y una promesa.

El mandato consistió en continuar su obra. A los suyos les está reservada la misión de continuarla y hacerle presente a Él de manera elocuente entre los hombres. Difundir su mensaje es lógica consecuencia de la fe. No hacerlo significaría no creer o no saber valorar la riqueza del mensaje. A todos nos lo dice: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15). Y si nos cruzamos de brazos, se dejará oír una pregunta que deberá exigir respuesta inmediata: Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? (Hch 1, 11). Mirad que también hay una tarea muy oportuna y sencilla que marcaba el Apóstol en la segunda lectura: Hermanos, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor (Ef. 4, 2).

Pero hay más: en un mundo en que no abunda la esperanza, se nos pide que seamos personas  ilusionadas. En medio de un mundo egoísta, que mostremos un amor desinteresado. En un mundo centrado en lo inmediato y lo material, que seamos testigos de los valores que no acaban. Y esto lo debemos llevar a cabo, no sólo los sacerdotes, los religiosos y los misioneros, sino todos: los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos y los escritores cristianos, los maestros y los escritores.

En cuanto a la promesa de Jesús, ya sabemos que se refiere a  la continuidad de su presencia,  promesa que viene expresada en el Evangelio y garantizada por los signos que acompañarán al creyente, puesto que el milagro es signo de que Dios anda por medio. En todo caso, en el pasaje paralelo del evangelio de san Mateo viene muy claramente afirmada en estas palabras: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt  28, 20). La presencia activa del Señor es garantía del buen resultado final. Pero esta fe en el resultado final no dispensará nunca, al enviado, de la persecución, del trabajo e, incluso, del fracaso temporal.

Pues bien, el cristiano, como los Apóstoles, debe hacerse a esta nueva manera  de presencia. Su esfuerzo diario debe centrarse en el descubrimiento de Jesús en todo, especialmente en los hermanos; en el peregrino que camina, en el hortelano, en el desconocido a orillas de la playa o en el que vive muy cerca de cada uno  y acaso no nos damos cuenta… Dios continúa presente. Los sacramentos, de manera especial, son momentos  privilegiados de esa presencia activa, que Jesús prometió, pero hay muchos otros momentos en que Él pasa por nuestra vida y andamos distraídos. Lo tenía muy claro san Agustín cuando expresaba el temor que le producía saber que el Señor pasase frecuentemente junto a nuestro lado sin hacerle caso. “Timeo Deum transeuntem”.

La comunidad cristiana, que camina entre la Ascensión de Jesús y su encuentro definitivo con Él,  ha de concentrar su fe en la certeza  el Yo estoy con vosotros todos los días (Mt 28, 20). Momento privilegiado en este sentido es la Celebración de la Eucaristía y en ella cuando se te dice: el Cuerpo de Cristo y tú respondes con fe: Amén, (es decir, Sí).

Héctor González Martínez.

Arzobispo Emérito de Durango.

Dios es amor

No tenemos más que abrir los ojos para darnos cuenta de que la tónica general que gobierna la vida humana es la no aceptación del otro, el no fiarse, el desprecio o el odio. Aún en el interior de nuestras comunidades eclesiales existen serias divisiones y rencillas, que quitan autenticidad al anuncio del Reino. Tras más de dos mil años de cristianismo, seguimos encerrados al mensaje de salvación y seguimos siendo egoístas y autosuficientes. Por otro lado, nos encontramos con personajes, tanto políticos como religiosos, que se consideran superiores a los demás, que exigen una cierta “postración”. Se creen de casta superior, no se reconocen iguales a los demás, aunque sean distintos.

La palabra de Dios de hoy es una fuerte llamada a abrir el espíritu, la mente y el corazón. Es una llamada para que aprendamos a amar y convivir con los que son diferentes a nosotros, a que no etiquetemos a nadie para evitar que las etiquetas se conviertan en prisiones. S. Lucas en la primera lectura nos dice que lo es que es imposible para los hombres, por las trabas que ponemos, es posible para Dios, especialista en abrir caminos y posibilidades.

El Espíritu rompe los rígidos esquemas humanos, que dividen y separan a los hombres, porque Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que le teme y practica la justicia, sea de la nación que sea (v.34b-35). Dios es Amor, y ama a todos sin medida, no hace distinción de personas por raza, nación, lengua, color, etc. sino que somos todos iguales ante Él. El amor de Dios es incondicional, no se basa en sentimientos o emociones. No nos ama por nuestros méritos o cualidades o porque le hayamos amado a Él, nos ama porque es amor (v.8) hasta entregarnos a su propio Hijo para salvarnos (Rm 8,32). Es Dios quien toma la iniciativa. El amor de Dios sobrepasa todo entendimiento. Nos es difícil comprender la anchura, la longitud, la profundidad y la altura de su amor para cada una de nosotros (Ef 3,17-19). En su vida pública Jesús rompió todos los esquemas posibles sobre el amor, se acercaba y acogía a los leprosos, a las prostitutas, a los cobradores de impuestos, al enfermo, a todo el que era despreciado por la sociedad. Jesús perdonó a aquellos que le crucificaron, al igual que a los que se burlaron de Él mientras moría en la cruz.

Como cristianos estamos llamados a seguir también su camino. Si no amamos, nos faltará la verdadera alegría que Cristo nos promete. Nuestro amor tiene su origen en Dios, su fuente (v. 4,7). Nadie podrá saber que Dios es amor si no se lo demostramos. El amor es nuestra insignia y nuestro escudo. Esta es nuestra verdadera vocación y misión. Dios nos ha elegido para dar frutos, para danos, para gastar la vida, para entregarla por Él y con Él, para que el mundo que dejemos a la hora de nuestra muerte sea mejor que el que encontramos en nuestro nacimiento. Hemos sido elegidos para dar testimonio de lo que hemos recibido: el amor de Dios. Amar como Cristo consiste en darnos, en gastarnos por los demás, en dar la vida por los otros, si fuera necesario, como Cristo la entregó por nosotros. La Iglesia está llena de mártires que han dado su vida por Cristo y los hombres desde los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, pero también está llena de personas que se han entregado y siguen entregando silenciosamente su vida por rescatar, levantar, liberar, acompañar a miles de personas.

Nos toca elegir. Preguntémonos: ¿qué actitudes impiden que nuestras comunidades sean signos creíbles del anuncio que hacemos y de la fe que profesamos? ¿Vivimos realmente la unidad que el Maestro pidió para nosotros y nosotras? ¿Cómo vivimos la misión que Jesús nos ha encomendado?

Héctor González Martínez 

Arzobispo Emérito de Durango

(Pablo) les contó cómo había visto al Señor en el camino (Hch 9, 26). Yo soy la vid, vosotros los sarmientos

La conversión, el seguimiento de Cristo, no es sólo aceptar la Palabra, ni sólo seguirle con admiración o a distancia; seguir a Cristo es asimilarse a Él, permanecer en Él, vivir su propia vida. Este intento doctrinal queda hoy iluminado en la alegoría de la vid que es complementaria de la parábola del Buen Pastor que leíamos el pasado domingo. Pastor-ovejas, Cabeza-miembros, Vid-sarmientos: son expresiones distintas de una misma realidad, que se traducen en la transmisión y posesión de una misma vida. Una vida en común, una íntima unión, una esencial dependencia; esto debe ser la vida del creyente cristiano respecto de Cristo. Ésta su aspiración suprema: vivir su misma vida. Nos lo acaba de decir el Papa Francisco: todos, absolutamente todos, sea cual sea nuestro estado u ocupación, estamos llamados a ser santos. Si es que esto ya lo había dicho el Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).

En la escena de hoy vemos al recién convertido Saulo (Pablo) que de la mano de Bernabé es presentado ante aquella comunidad que ya había oído hablar de él, como perseguidor de los cristianos; no, –les dice Bernabé–, Jesús se le ha aparecido y lo ha transformado en apóstol, y deja que él mismo se lo cuente. Conocemos ya el relato: Pablo iba camino de Damasco a buscar cristianos para prenderlos. De pronto dos preguntas: Saulo, ¿por qué me persigues? y ¿quién eres tú, Señor? Y una respuesta: Yo soy Jesús a quien tú persigues. Y Saulo: Señor, ¿Qué quieres que yo haga? (Hch 9, 3-9). Hoy, más que nunca, necesitamos Saulos que le pregunten lo mismo al Señor; necesitamos Bernabés que ayuden en esa tarea y también comunidades acogedoras.

Hay otra imagen que seguramente se nos ha quedado muy impresa en la lectura del evangelio de hoy. Se trata de una comparación sencilla pero llena de sentido, tomada de la vida del campo. Así como el pasado domingo nos decía Jesús que Él era el Buen Pastor, hoy se compara a la vid, una cepa de la que nosotros somos los sarmientos. Todos entendemos lo que nos quiere decir: se trata de permanecer unidos a Él, porque así tendremos vida y daremos fruto; en cambio, si nos separamos de Él, quedaremos estériles, ya que sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Celebrar la Pascua es no sólo cantar aleluyas y alegrarnos de que Cristo haya resucitado, sino dejarnos conquistar por su vida, unirnos a Él, permanecer en Él. Él nos prometió: Yo estoy todos los días con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Si bien, hoy, concretamente, nos dice que somos nosotros quienes debemos estar con Él; es lo que expresa en esta afirmación: Permaneced en mí (Jn 15, 4).

Bien sabemos que el sarmiento que se separa de la cepa no puede dar fruto alguno, se muere; no puede extrañarnos, efectivamente, que nos debilitemos, que estemos enfermos espiritualmente y terminemos perdiendo del todo la vida de la gracia, al separarnos de quien es la fuente de esa vida que es el propio Cristo Jesús. Desde luego que siempre habrá una voz que gritará en el interior de cada uno: tú que duermes, despierta, resucita.

Alguien, acaso, preguntará qué significan las expresiones “vivir unidos a Cristo” o “permanecer en Él”. Ante una espiritualización desencarnada de ellas, el apóstol san Juan en su Primera Carta nos brinda su respuesta, que no es otra sino ésta: No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras (1 Jn 1, 18). Se trata, pues, de vivir amando en su doble dimensión: a Dios y al prójimo; a Dios por sí mismo, al prójimo “en Dios o por Dios”. Decía san Agustín que amamos al prójimo “en Dios” cuando él es amigo o familiar nuestro y amamos al prójimo “por Dios” cuando él se muestra enemigo nuestro. Sólo podremos decir que somos seguidores de Jesús si, “guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Y sólo “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en Él”.

Hay que subrayar, además, que esta nuestra vida con Dios necesita ser alimentada y fortalecida. Y esto lo llevamos a cabo por la oración, la Eucaristía y los otros sacramentos. En la Eucaristía, concretamente, se cumple lo que nos dijo el propio Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 56). Comunión eucarística que ha de llevarnos, una vez más, al amor fraterno. Y es que todo amor verdadero lleva a un compromiso serio, estable. El amor es activo y, por tanto, empujará a actividades concretas. La alegoría de la vid es la expresión del amor, unidad, actividad vital. Lo que caiga fuera del área de esta expresión, pertenece al campo de la esterilidad o de la muerte: como el sarmiento separado de la cepa, que no sirve más que para el fuego. Amar a los que tenemos en torno nuestro es la primera lección que nos dio Jesús. Si en la vida no buscamos nuestro propio interés, sino el bien de los demás, entonces sí que “permanecemos en Cristo”. Él nos dijo que las preguntas finales versarán todas ellas sobre una asignatura que se llama CARIDAD (amor a Dios y al prójimo). ¡Qué bien sabía esto san Juan de la Cruz cuando escribió esta lapidaria sentencia!: “En el atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Yo soy el Buen Pastor…; Yo doy mi vida por las ovejas (Jn 10,14-15)

 

En este domingo IV de Pascua, la Iglesia nos propone reflexionar sobre la redención del mundo llevada a cabo por Cristo por medio de su pasión, muerte y resurrección a la luz de la figura del Buen Pastor, con la que se identifica Jesús en esta parábola.

La imagen del pastor significa bien el papel desempeñado por Cristo en beneficio de los hombres. El pastor es la persona que está al frente del rebaño de ovejas para cuidarlas: las saca del aprisco para conducirlas a pastos nutritivos, las defiende de los peligros de alimañas y de ladrones y las devuelve a salvo al redil.

En el antiguo oriente, era frecuente comparar al soberano con un pastor, y a su pueblo con un rebaño. En el Antiguo Testamento, Moisés es considerado como el pastor de Israel, encargado de guiarlo por el desierto hasta la tierra prometida; David es tomado del rebaño de ovejas para apacentar al pueblo de Dios, y el mismo Dios recibe el nombre de pastor de Israel, que promete cuidar personalmente a su pueblo, en lugar de los malos pastores, que, en vez de cuidar del rebaño, se aprovechan de las ovejas. También el rey mesiánico vigilará fielmente el rebaño del Señor, cuidando de sus ovejas. En el Nuevo Testamento, Jesús es considerado el gran pastor de las ovejas (Heb 13,20), que son sus discípulos (Wikenhauser, Herder, 303).

El buen pastor conoce a sus ovejas, e incluso, en los rebaños no muy grandes, hasta las llama por su nombre. Así también Jesús conoce a cada uno de sus discípulos personalmente con un conocimiento amoroso que quiere y procura la salvación de cada uno. ¿Acaso dudamos de que el Señor nos conoce personalmente y nos ama? ¿Nos parece pretencioso el pensar que Jesús nos conoce por nuestro propio nombre, es decir, en nuestra singularidad y en nuestra situación particular, y quiere ayudarnos a que perseveremos en el camino de la vida cualesquiera que sean las circunstancias por las que atravesemos? Jesús compara su conocimiento de cada discípulo con el conocimiento mutuo que tienen Él y el Padre, lo que les lleva a permanecer el uno en el otro, hasta venir a ser una sola cosa (Jn 17,11.21-26). Las ovejas conocen también al pastor, saben que es de fiar y se confían a Él.

Reconocen a Jesucristo como el único nombre en el que pueden ser salvados, entendiendo la salvación como el logro de la vida eterna, vida que es prerrogativa de Dios, de la cual hace partícipes a los hombres. Jesús, como Dios verdadero, es el único capaz de salvar la distancia infinita que separa al hombre de Dios: haciéndose hombre, ha situado al hombre en la proximidad de Dios.

Dios nos ha amado hasta el punto de hacernos hijos suyos. Naturalmente, el mundo no entiende esto ni lo valora: pero ¿lo estimamos nosotros? Ya hemos recibido el don de la filiación divina (que llevamos, como un tesoro, en vasijas de barro -2Cor 4,7), aunque esto permanece oculto y sólo se hará evidente el día en que se manifieste el Señor Jesús.

Este regalo de Dios ha tenido lugar gracias a que el buen Pastor ha dado la vida por sus ovejas. Si ve venir al lobo no huye, como hace el mercenario, sino que le hace frente y las defiende. Ha dado la vida por todos y cada uno de los hombres: el apóstol san Pablo ha experimentado que el Señor lo amó y se entregó por él (Gál 2,20). Por eso lo ama el Padre, que le ha dado este mandato, que Él ha cumplido (Jn 17,4). También el Padre desea y procura la salvación de cada uno de sus pequeños; en este propósito está tan comprometido como lo está el Hijo, con cuya sangre hemos sido rescatados (1Cor 6,20; 1Pe 1,18-19). Jesús da la vida para que sus ovejas tengan vida abundante.

Hubo de padecer su pasión y muerte para entrar en su gloria (Lc 24,26); sufrió el rechazo por parte de los hombres (¡qué misterio el de la libertad humana!), pero Dios estaba con Él, resucitándolo de entre los muertos, y lo ha colocado como piedra angular del edificio de su Iglesia, como hermano mayor de su familia.

Jesús ha venido a salvar a todos los hombres y reunirlos en una sola Iglesia, de modo que formen un solo rebaño bajo un solo pastor, la familia de los hijos de Dios, encabezada por Cristo.

Pero éste no entrega su vida a la fuerza y resistiéndose, sino voluntariamente, libremente, pues tiene poder para entregarla y para recuperarla de nuevo, como de hecho sucedió por su resurrección de entre los muertos.

La curación física del cojo de nacimiento muestra el poder salvífico de Jesús en el orden sobrenatural. Esta acción reafirma la fe de los discípulos y atrae nuevos fieles a la Iglesia. Nosotros hemos de basar nuestra fe en el testimonio de los Apóstoles, como base para realizar nuestra propia experiencia de comunión con Dios, de forma que, como los conciudadanos de la mujer samaritana, podamos exclamar: Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo (Jn 4,42).

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día (v.46)

La resurrección de Jesucristo es el fundamento de la fe de los Apóstoles. La experiencia personal del encuentro con Jesucristo es igualmente el fundamento de la fe de todo creyente. El evangelio de hoy centra la primera parte en la incredulidad de los apóstoles ante la resurrección de Jesucristo. Estando reunidos y escuchando la experiencia que contaban los discípulos de Emaús, Jesús se presentó en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros” (v.36). Aterrorizados y llenos de miedo, los apóstoles creen ver un fantasma. “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?” (v.38), les pregunta Jesús. Con delicadeza les pregunta, disipa sus dudas y les da pruebas de su resurrección: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (v.39). Jesús muestra las manos y los pies, porque en ellos están las marcas de los clavos (cf. Jn 20,25-27). Cristo resucitado es el mismo Jesús de Nazaret que había muerto en la Cruz, no es un fantasma como imaginaban los discípulos. Y, como la alegría era tan grande que no acababan de creer, Jesús les pregunta si tienen algo de comer. Los invita a buscar el alimento y le ofrecen un trozo de pescado asado. Tiene cuerpo físico vivo y palpable; es un ser real no imaginario, que ha pasado de la muerte a la vida. S. Lucas insiste en el “realismo” de la resurrección, nos habla de la resurrección, nos habla de mirar, de tocar, de comer con Jesús.

Jesucristo siempre es el mismo, pero con distintas manifestaciones. El Jesús de Nazaret es el mismo resucitado que se presenta en medio de los discípulos reunidos en el cenáculo, el mismo que se apareció a los discípulos de Emaús, el mismo que se apareció a la Magdalena. Y a todos les resulta difícil aceptar que Jesús hubiera resucitado y lo confunden con un fantasma, con un caminante o con el jardinero. Jesús resucitado también se manifiesta en nuestra vida de muchas formas y podemos caer en la tentación de pensar que Jesucristo es una idea, un pensamiento, un fantasma, que nada tiene que ver con nuestra vida. Como los apóstoles también tenemos que reconocer sus llagas de crucificado, compartir con Él nuestra comida, escuchar sus preguntas, llenarnos de su alegría y paz, escuchar su Palabra, ser sus testigos. Creer en el Jesucristo resucitado es reconocerle en tantos crucificados como nos encontramos diariamente en nuestra vida, es compartir con ellos recursos, tiempo, posibilidades o cualidades que tenemos, dedicarles nuestra oración, hacerles sentir nuestra acogida. Escuchar a Cristo resucitado es hacer nuestras sus palabas, sus actitudes y gestos rompiendo nuestro aislamiento y egoísmo.

Creer en Jesucristo resucitado es permitirle que entre en nuestra vida, que nos quite los miedos que nos enervan y paralizan, y que nos lance al mundo para ser sus testigos. Este Cristo resucitado nos da la autenticidad de nuestra fe, no el cristo que seguimos en las procesiones, al que llevamos flores o velas y rezamos, si es que para nosotros se ha quedado en el sepulcro. Lucas centra la segunda parte del evangelio, -que hemos leído- en el poder salvífico de la Pascua de resurrección a la luz de la Sagrada Escritura. Jesús al tiempo que come delante de los discípulos, les hace comprender las Escrituras: Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí (v. 44). Jesús les mostró que esto ya estaba escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Jesús resucitado, vivo en medio de ellos y en medio de nuestras asambleas comunitarias, es la clave para entender el sentido de la Sagrada Escritura. Instruidos en esta verdad y convencidos de la realidad objetiva de la resurrección, los discípulos de Jesús se convertirán en garantes y anunciadores de cuanto han visto y comprendido. Jesucristo gradualmente abre la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras. La Escritura había anunciado ya “que el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día (v. 46).

Jesús les dice a los apóstoles, que vivieron y comieron con él: Vosotros sois testigos de esto (v.48). Nosotros no somos testigos presenciales de la resurrección de Jesús, pero por el testimonio de la Iglesia y por la lectura de la Escritura creemos que Jesús vive, que sigue haciéndose presente en nuestras vidas, especialmente en las asambleas eucarísticas. Por ello, creemos que también nosotros estamos llamados a ser testigos de su resurrección y a proclamar el evangelio en todas partes. Su resurrección disipa nuestros miedos, y como a los discípulos nos llena de fuerza por medio del Espíritu. Él está en medio de su Iglesia y nos acompaña siempre. La prueba de la resurrección es “sentirnos responsables” y no ajenos de la vida de los demás. Nuestra seguridad viene atestiguada por la palabra de Jesús: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).

En los momentos difíciles debemos recordar que Cristo está siempre con nosotros. El fundamento último de la misión de la Iglesia es el encuentro con el Resucitado y la comprensión creyente de las Escrituras (v. 45). Si falta la presencia del resucitado, la comunidad cristiana se apaga, se encierra en sí misma, se adormece, y como los discípulos se queda paralizada, le falta vida, y sobra miedo, sobran desfiles y falta evangelio auténtico.

Si alguien nos preguntara por nuestra fe, ¿podríamos decirle que somos creyentes no porque nos lo han dicho, sino porque “hemos visto a Jesús”, porque nos hemos “encontrado” con Él, podremos decirle que este encuentro ha cambiado mi vida.

                                                                                                                     Héctor González Martínez

                                                                                                           A rzobispo Emérito de Durango        

 

Bienaventurados los que crean sin haber visto (Jn 20, 29)

Y ahí tenemos la Comunidad apostólica de Jerusalén como un ejemplo de vida según Cristo resucitado: un grupo de hombres y mujeres que han aceptado su palabra y que la han tomado en serio; Cristo ha trastornado sus vidas por completo. Aquellos hombres y mujeres elegían, ante todo, a Cristo y esta elección les llevó a aceptar aquel modo de vida, que consistía, ante todo, en la unidad de almas y sentimientos que era una consecuencia del amor a Aquel en quien creían apasionadamente.

Unidad de “almas y corazones”, alimentada por aquella forma de vida de la que nos habla san Lucas en el capítulo dos de los Hechos, cuando nos dice que aquella comunidad cristiana perseveraba en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42). Efectivamente, ésos eran los cuatro pilares en que se asentaba la vida de aquellos fervorosos cristianos. Permitidme que subraye el principal de estos fundamentos –la fracción del pan–, es decir, la celebración de la Eucaristía. Lo había prometido el Señor: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Y entre otros modos de presencia entre nosotros, la presencia eucarística es la primera y principal.

La ininterrumpida praxis de la Iglesia, a lo largo de estos veinte siglos, nos basta como argumento definitivo. Pero, porque, a veces, en nuestros días pueden darse los casos en que “las cosas más sagradas se trivializan por la rutina”, como denunciaba san Agustín, hay que recordar algunas llamadas apremiantes: “No puede edificarse una comunidad cristiana sin enraizarla en la Eucaristía”, según el Concilio Vaticano II. “La fracción del pan –dijo Pablo VI– convierte en hermanos a todos los que en ella participan, dándoles vigorosa cohesión o invitándoles a unas relaciones sociales en que se respeten la justicia y la caridad”. Benedicto XVI, por su parte, escribió en su Exhortación Apostólica de 2007: “La Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia, lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Sacramentum caritatis, 84).

“Éste es el misterio de la fe”, proclama el sacerdote en la Misa, tras haber mostrado el Cuerpo y la Sangre del Señor, y seguro que cada uno de los fieles, al tiempo que lo adoran, han hecho un acto de fe, diciéndole interiormente: creo en ti, Señor. ¡La Fe! En el Evangelio nos encontramos, precisamente, con el acto de fe hecho por un apóstol que se había declarado incrédulo ocho días antes. Quizás alguien diga que necesitó un milagro para creer; pues bien es san Agustín quien sale al paso para afirmar que el apóstol confesó mucho más que lo que estaba viendo –un hombre resucitado–, puesto que él lo confiesa su Señor y su Dios (Jn 20, 28).

Tomás es ciertamente un modelo paradójico de fe. Pues si en un principio es paradigma de la incredulidad, de la duda y de la crisis racionalista, hoy tan frecuente, posteriormente es modelo de fe absoluta. Al aparecer por segunda vez, Jesús, después de saludarlos de nuevo con la paz, invita a Tomás a realizar sus comprobaciones empíricas. Y es entonces cuando de labios del apóstol, antes incrédulo y ahora creyente, brota la más alta confesión de fe en Cristo que encontramos en todo el Nuevo Testamento: Tú eres mi Señor y mi Dios (Jn 20, 28). Su fe va más lejos y afirma mucho más de lo que está viendo, porque no es fruto de la razón ni la evidencia, sino de un corazón rendido al amor.

Y después de tan espléndida confesión de fe por su discípulo, Jesús concluye: ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto (Jn 20, 29). Con esto está diciendo Jesús que la fe no es la conclusión de una demostración o de un raciocinio. Hemos de añadir esta nueva bienaventuranza, la de la fe, a las ocho del discurso del monte. Estas palabras están dichas para nosotros que no hemos visto a Cristo y lo amamos, no lo hemos conocido personalmente y creemos en Él, como fundamento de nuestra esperanza. Es lo que viene a decir el apóstol Pedro en la lectura de hoy, tomada de su primera carta, como un eco de esta bienaventuranza; ella nos lleva a una esperanza viva, que, a su vez, está fundamentada en la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro (1Pe 1, 3, 7).

Para terminar podríamos preguntarnos: ¿Por qué nos cuesta tanto creer de verdad? He aquí algunas de las posibles repuestas: por hipercrítica racionalista, por miedo al riesgo, por falta de compromiso y generosidad, en definitiva, por falta de amor. Y es que en la medida en que tomemos contacto con el dolor y el sufrimiento de los hermanos enfermos, pobres, humillados, oprimidos, podremos descubrir al Señor presente en sus miembros. Sin verlo físicamente, lo veremos por la fe y creeremos en Él. ¡Dichosos los que crean sin haber visto!

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

Siendo de condición divina…, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres

 

Hoy la liturgia de la palabra nos centra en la contemplación de la pasión del Señor, según san Marcos. Pero nos fijaremos tan sólo en alguno de los aspectos del relato (los distintos personajes que intervienen en la pasión: Judas, Pedro…; una alusión a la Eucaristía como sacrificio de la nueva alianza; la oración en el huerto de Getsemaní; el doble juicio religioso y político; el cambio experimentado por el pueblo desde Ramos al Calvario; los tormentos de Jesús, físicos, psicológicos, sociales, religiosos.

He aquí el relato de la pasión glosado brevemente: El jueves anterior al sábado de Pascua, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley urdían una trampa para prender a Jesús y matarlo. Judas Iscariote, uno de los Doce, se sumó a la trama, ofreciéndose a entregarles a Jesús sigilosamente, lo cual les alegró, pues temían que la gente que creía en Jesús se alborotara; a cambio, le prometieron recompensarlo con dinero.

El mismo día, cuando se sacrificaba el cordero pascual, los discípulos se ofrecieron a preparar la cena de Pascua. Jesús les indicó una casa concreta de la ciudad, en cuyo piso superior había una sala arreglada: allí habían de disponerlo todo.

Jesús llegó con los Doce al atardecer y se reclinaron en torno a la mesa para celebrar la cena pascual. Dos son los principales sucesos que tienen lugar durante la cena: el primero es el anuncio de la traición de Judas, que cayó como una bomba en medio del grupo, hasta el punto de hacerles dudar de sí mismos: ¿Seré yo? Jesús interpreta su entrega y todo lo que la seguirá como voluntad del Padre, pero ello no exime al traidor de su culpa, al cual –dice– ¡más le valdría… no haber nacido!

El segundo suceso es un hecho sorprendente. Antes de la comida principal, tomó un pan ácimo, lo bendijo y lo distribuyó a sus discípulos diciéndoles: «Tomad, esto es mi cuerpo». En la acción de gracias que había hacia el final de la comida, tomó el cáliz de vino y se lo dio para que bebieran, y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos». Las palabras de Jesús tienen un valor real y no meramente simbólico. Jesús no se limita a dar instrucciones a sus discípulos acerca de cómo deben conmemorar en el futuro los acontecimientos de su pasión, sino que lo que les entrega es una actualización de su sacrificio redentor. Al igual que la antigua alianza del Sinaí fue sellada por la aspersión de la sangre de los sacrificios, así, en su sangre derramada por todo el género humano, queda pactada una nueva alianza entre Dios y el género humano, un nuevo orden de salvación.

Concluida la cena, salieron para el monte de los Olivos. De camino, Jesús, sabiendo que aquella noche sus discípulos lo abandonarían y que se verían al borde del descreimiento, los previene para ayudarles a recuperarse después de su resurrección, aunque por el momento no pueden entender lo que les quiere decir. Pedro, en primer lugar, pero también todos los demás, se muestran dispuestos a dar su vida por el Maestro. No tardarían en saborear la amargura de su cobardía.

Recorriendo el torrente Cedrón, llegaron al huerto de Getsemaní (prensa de aceite). Jesús deja a un grupo de ocho discípulos y se retira unos pasos con Pedro, Santiago y Juan para orar; son los tres que lo habían acompañado en su transfiguración. Al apartarse del grupo, empezó a sentir espanto y angustia y confiesa a los tres: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad». En ninguna ocasión, aparece Jesús más humano que en Getsemaní. La compañía de los tres le proporciona cierto consuelo. Se retira un poco de los tres discípulos y cae al suelo, orando en soledad al Padre: «¡Abba!, Padre; Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como Tú quieres». “Su queja revela la autenticidad y la profundidad de su dolor; su oración, el sometimiento a la voluntad del Padre” (Schmid, 394). “Jesús sabe que no es en realidad la voluntad humana, sino su Padre celestial quien le ofrece a beber el cáliz del dolor y, a pesar de ello, le ruega que se lo retire” (Schmid, 395). Después de una hora de oración, busca consuelo en los tres -lo mismo hizo otras dos veces más-, pero no lo encuentra, por lo que hace un leve reproche a Simón (llamándolo por su nombre civil), que poco antes le había jurado fidelidad inquebrantable. Tras su encuentro con el Padre, Jesús está dispuesto a consumar su misión como Hijo del hombre.

La tercera vez que Jesús vuelve a donde estaban sus discípulos, al encontrarlos dormidos, se le escapa una queja por no haberlo acompañado en la oración en aquel trance, pues ya es inminente su entrega: «Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta!… ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega».

En aquel momento, llega Judas, el traidor, al frente de un grupo de gente armada. Según la señal convenida con los captores, saludó con un beso a Jesús, conforme solían saludarse los discípulos y el Maestro. Entonces lo sujetaron bien, como les había dicho Judas. Jesús les reprocha que hayan venido a prenderlo con espadas y palos, como a un bandido, cuando los días previos lo habían tenido a su alcance mientras enseñaba en el templo. Pero no opone resistencia, pues han de cumplirse las Escrituras. En ese momento, todos lo abandonaron y huyeron, como les había advertido camino del huerto. Tan sólo sigue al grupo un muchacho envuelto en una sábana, que, al pretender sujetarlo, huye desnudo. El joven de la sábana podría ser Marcos, lo cual “explicaría bien la mención del episodio sin significación alguna, por lo demás, para los fines del evangelio” (Schmid, 399). Pedro también lo siguió de lejos hasta entrar en el patio del sumo sacerdote, sentándose con los criados del sumo sacerdote alrededor de la lumbre.

Mientras el grupo de gente se dirigía a Getsemaní para prender a Jesús, el sumo sacerdote (Caifás) y los otros sumos sacerdotes (Anás y sus cinco hijos), los escribas y los ancianos se quedaron esperando acontecimientos, por lo que, a la llegada de la tropa, se reunieron en seguida. Lo imprevisto de la intervención de Judas, así como la inminencia de la fiesta de la Pascua, urgían a actuar con rapidez. Necesitaban encontrar cargos contra Jesús para condenarlo a muerte, pero, a pesar de los falsos testimonios contra Jesús, los testigos no se ponían de acuerdo, por lo que el sumo sacerdote se vio obligado a intervenir, invitando a Jesús a desmentir las acusaciones que le hacían, pero Jesús guardó silencio. Tan sólo contestó cuando el sumo sacerdote le preguntó si se declaraba el Mesías, a lo que Jesús respondió con la misma solemnidad, que sí, emplazando la comprobación inequívoca de su mesianidad al momento de su venida en gloria entre las nubes del cielo, según la profecía de Daniel (7,13). Esto les pareció a sus jueces una usurpación de Jesús de un respaldo divino, que no tenía, y, por tanto, una violación de la Majestad divina. De ahí que lo declararon blasfemo y, como tal, reo de muerte.

Mientras esto sucedía en el interior de la casa del sumo sacerdote, en el patío, Pedro fue descubierto por una criada como uno de los que acompañaban al Nazareno. Pedro lo negó y se retiró hacia el zaguán de la casa, donde la misma criada volvió a denunciarlo como compañero de Jesús, pero Pedro persistía en su negación. Cuando, poco después se sintió acorralado por el testimonio de varios que observaron su acento galileo, lo negó rotundamente profiriendo maldiciones y juramentos: «No conozco a ese hombre del que me habláis». En seguida, por segunda vez, cantó el gallo y, acordándose de la predicción de Jesús, rompió a llorar.

La reunión del Sanedrín debió de durar hasta el amanecer, en que decidieron llevarlo atado a Pilato, que ostentaba la autoridad civil que podía ejecutar la sentencia de muerte. Dado que las convicciones religiosas de los judíos (que fueron el argumento del juicio ante el Sanedrín) le eran indiferentes a Pilato, tuvieron que presentarlo ante él como un reo político. Esto explica que, sin más preámbulos, Pilato le preguntara si se declaraba el rey de los judíos. Jesús le respondió: «Tú lo dices», lo que suponía admitir que era rey de los judíos, pero no en el sentido político que él pensaba. Fue todo lo que Jesús dijo ante Pilato, pues no abrió la boca para defenderse de todas las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes, lo que le resultó sorprendente a Pilato.

Considerando a Jesús inocente de lo que se le acusaba, y viendo, Pilato, que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia, quiso aprovechar la costumbre de soltar el preso que le pidiera el pueblo con motivo de la fiesta de Pascua, para burlar la pretensión de los dirigentes israelitas y poner en libertad a Jesús: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (por cinco veces, –esta es la segunda– en el proceso ante Pilato, es designado Jesús como rey de los judíos). De esta forma lo sustrae de la justicia ordinaria y lo expone a las pasiones del populacho. Pero los sumos sacerdotes actuaron con rapidez y astucia agitando a la muchedumbre para que pidiera la libertad de Barrabás, acusado de asesinato político y tenido por héroe político.

La pregunta que Pilato dirigió a la congregación del pueblo: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» (tercera mención) no sirvió más que para encrespar más a la masa, que abiertamente pidió la crucifixión. Al inquirirles por los delitos que había cometido, sólo responden: «¡Crucifícalo!» A Pilato lo traía sin cuidado la justicia; por eso, queriendo dar gusto a la plebe, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados tomaron a Jesús por su cuenta y se divirtieron burlándose de Él con motivo de la acusación que le imputaban de haberse declarado rey de los judíos: le pusieron un manto de púrpura y una corona de espinas, lo saludaban como rey de los judíos (cuarta alusión), le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y se postraban ante Él. Acabada la burla lo vistieron con su ropa y lo sacaron para crucificarlo.

Lo llevaron al lugar llamado de «la Calavera» (por la forma del montículo de 5 metros de alto), y le ofrecieron vino con mirra, como anestesia, pero Jesús no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas. Era la hora de tercia (9 de la mañana).

El letrero de la acusación rezaba: «El rey de los judíos» (quinta referencia). A ambos lados, crucificaron a dos bandidos. “Los dolores de las manos traspasadas, de las que pendía todo el cuerpo, las distensiones de los músculos provocadas por la suspensión, la dificultad de la respiración, el ardor del sol, la sed y las molestias de los insectos, tenían que ser dolores realmente inimaginables (J Weis). Según el juicio de modernas autoridades médicas, la muerte no hay que suponerla provocada ni por agotamiento ni por la sed o la pérdida de la sangre –ya que no se dañaba ni una sola arteria– ni por la debilitación del corazón o fallo de la respiración, sino por fallo en la circulación de la sangre (shock traumático)” (Schmid, 422).

Los que pasaban lo injuriaban a costa de la acusación ante el Sanedrín de que había dicho que destruiría el templo, provocándolo a que se salvara a sí mismo bajando de la cruz. También se burlaban de Él los sumos sacerdotes (que no quisieron perderse la muerte de su mayor enemigo), comentando que tenía una buena ocasión para ganarlos para su causa bajando de la cruz. Así mismo los crucificados lo insultaban.

 

La situación tan lamentable en que se encuentra Jesús en la cruz es considerada por los que se burlan de Él como la prueba de que era un impostor, al que finalmente ha alcanzado el castigo de Dios. Así como la incapacidad para salvarse a sí mismo demuestra que no era el Mesías.

El oscurecimiento del sol (a la hora sexta, 12 del mediodía) representa para el evangelista un símbolo del castigo que sobrevendrá a los que han crucificado al Mesías e Hijo de Dios.

A la hora de nona (las 3 de la tarde), Jesús clamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La gran voz con que muere Jesús prueba el pleno dominio de sus facultades y que su vida no se apagó suave, sino violenta y repentinamente. Algunos, al oírlo, dijeron que llamaba a Elías. Y se burlaban diciendo: «A ver si viene Elías a bajarlo». Y uno le daba a beber vinagre para reanimarlo. Entonces Jesús, dando un fuerte grito expiró. El grito final “pudo ser un grito de dolor o de triunfo por la obra que entonces consumaba” (Schmid, 433).

El velo del templo se rasgó de arriba abajo. Probablemente se alude al velo interior, que separaba el sancta sanctorum y el santuario. Este hecho significa el valor redentor de la muerte de Jesús, que ha conseguido la reconciliación de los hombres con Dios, permitiendo así el acceso de éstos al sancta sanctorum, es decir, a Dios mismo.

El centurión romano, impresionado, lo confiesa como Hijo de Dios; para su concepto, un hombre divino, un hombre justo, donde los haya, que sufre la muerte inocente y que manifiesta, al mismo tiempo, una fortaleza de alma superior a toda medida humana. El evangelista Marcos, en cambio, pone así el broche de oro a su evangelio, que comenzaba: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1), como una confesión explícita de la divinidad esencial de Jesús.

Un grupo de mujeres, entre las que destaca a María Magdalena, a María la madre de Santiago el Menor y de José, y a Salomé, madre de Santiago el Mayor y Juan, los hijos de Zebedeo, y otras muchas contemplaban de lejos los acontecimientos.

José de Arimatea pide a Pilato el cuerpo de Jesús, lo envuelve en una sábana y lo coloca en un sepulcro excavado en una roca. María Magdalena y María la madre de José observaban dónde lo ponían, con intención de volver a embalsamar el cuerpo de Jesús, pasada la Pascua.

A la luz del relato de la pasión del Señor, tal vez tengamos, hermanos, que replantearnos si nuestro concepto de Dios encaja con dicho relato o debemos reajustarlo: un Dios que se entrega a la muerte por nosotros, un Dios que no elude el sacrificio, pero que no desampara a su fiel ¿Cuál es, hermanos, nuestro concepto de Dios, el de Señor absoluto o el de marioneta a nuestro servicio? ¿Con qué actitud oramos a Dios, para que Él haga nuestra voluntad o dispuestos a abrazar la suya? ¿Estamos abiertos a los planes de Dios o tratamos de imponerle los nuestros? ¿Profesamos una adhesión incondicional a Dios o le amenazamos con reprobarlo si no cumple nuestras expectativas?

Creemos que el destino de Jesús no quedó encerrado en la sepultura: Me hará vivir para Él, mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: «Todo lo que hizo el Señor» (Sal 21/22,30-32). Que la esperanza en el Dios de Jesucristo dirija nuestros pasos.

 Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

 

Pondré mi ley en su interior (Jer 31, 33)

Las lecturas de este domingo nos hablan de ese camino, del bagaje que hemos de llevar y de quién nos acompaña en el trayecto. En la primera lectura se nos dice que la antigua Alianza fracasó por la infidelidad del pueblo, pero que Dios no se detiene en sus planes y anuncia la instauración de una nueva Alianza, escribiendo su Ley de amor en el corazón (Jer 31, 33). Efectivamente, entre las características de esta nueva Alianza están: la interiorización de la Ley, la permanencia del Señor con su pueblo y el perdón de los pecados.

En la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, Cristo es el Mediador de la nueva Alianza, principio de salvación para todos los que le obedecen. Pero, al mismo tiempo, Cristo es el primero y el más perfecto cumplidor del nuevo Proyecto que Dios hace para su pueblo: Cristo por su actitud de sumisión y respeto a los planes de Dios, por su obediencia filial es modelo para todo el pueblo y finalmente autor de salvación eterna para todos (Heb 5, 9). Todo esto nos da la convicción de que el dolor o el sufrimiento o la muerte no tienen la última palabra. El amor total de Cristo, hasta la muerte, fue infinitamente fecundo, como la muerte del grano de trigo en tierra, como dice Él en el evangelio.

En Jerusalén, donde pasará los últimos días antes de su condena, tiene lugar la escena que hemos escuchado: unos griegos se acercan al apóstol Felipe exponiéndole su deseo: Señor, queremos ver a Jesús (Jn 12, 21). Quizás les movía la curiosidad o el deseo de ver a un hombre del que tenían noticia por sus milagros o sencillamente porque querían conocerlo. Los apóstoles Felipe y Andrés debieron sentirse felices al presentárselos a Jesús; pudo haber, incluso, un saludo, pero el evangelista sólo recoge las palabras del propio Jesús que lo definen como el grano de trigo que cae en tierra, muere y da mucho fruto (cf. Jn 12, 24).

Por cierto que también hoy día muchos hombres, que buscan a Dios con sincero corazón, se cuestionan dónde encontrarlo, y acaso intuyen que Cristo es el camino para ir a Dios y es que la figura de Jesús está viva y no pierde interés para el hombre de cualquier tiempo. Pero ¿cómo hacer visible el rostro de Dios en Cristo para los hombres de hoy? ¿No estarán gritándonos a los cristianos: Mostradnos a Cristo? Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a mostrarlo. ¿Lo hacemos?

Es posible que nosotros, creyendo en Él, hayamos expresado el deseo de conocerlo mejor, porque más allá de lo que nos dice la fe, a lo que aspiramos es a que se nos manifieste más intensamente y, a nuestra manera, así se lo hemos pedido; y Él posiblemente nos responderá con el silencio, un silencio elocuente ante tu petición que podía llevar la marca de un mero egoísmo. Hoy, en este Domingo quinto de Cuaresma, te sale, nos sale, al paso para decirnos, si le hemos pedido eso, que: El que se ama a sí mismo se pierde (Jn 12, 25), que es lo mismo que nos había dicho en otra ocasión: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga (Lc 9, 23).

Cuando la salud, el triunfo, el éxito y los honores, aspiraciones legítimas en todo ser humano, se transforman en ideal supremo y único en la vida, ya no queda lugar para la renuncia, el sacrificio, el sufrimiento y los numerosos valores que el creyente cristiano encuentra en el Evangelio, que sólo se descubren a la luz de la propia vida de Jesús. Él nos ha enseñado que el mundo se salva no con alardes de poder, sino por medio de la cruz, que, en este mundo nuestro no tiene ciertamente buena prensa ni popularidad, pero que para nosotros, los creyentes, lo que nos dice Cristo en el Evangelio goza de plena vigencia.

Los que confesamos nuestra fe en Jesús, como Dios y Salvador nuestro no tenemos otro medio para mostrarlo que el testimonio individual y comunitario. Cristo está presente y vive en la comunidad de sus discípulos, en su palabra y en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, anima la comunión fraterna de cuantos le seguimos; está presente en nuestros hermanos, especialmente en los más necesitados, y se encarna en todos los que aman al prójimo, viven los problemas de los demás y son solidarios con el pobre y el marginado. Ahí es donde puede verse hoy un reflejo de Cristo y de su evangelio.

Estamos a siete días de la Semana Santa; en ellos aún tenemos tiempo de reavivar e intensificar la promesa de conversión que, hacíamos, al calor de las palabras que se nos decían en la imposición de la ceniza el miércoles con el que se iniciaba la Cuaresma: Conviértete y cree en el Evangelio. Que el Señor nos ayude a llevar a cabo cuanto incluía aquella promesa o la que ha podido brotar a lo largo de las semanas siguientes. Es así como podremos celebrar la Pascua en cristiano.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Dios y hombre se encuentran en la Alianza

Es un momento oportuno para dejarnos interpelar por la Palabra de Dios, para preguntarnos si realmente nuestra fe y nuestra vida coincide con lo que el Señor nos manifiesta y quiere de nosotros.

El texto de la primera carta a los corintios nos dice que los judíos pedían señales (v.22a). Para el pueblo judío Dios debía seguir manifestándose a través de prodigios, como lo había hecho en el pasado cuando condujo al pueblo desde Egipto a la tierra prometida. De ahí, que esperaran un Mesías poderoso, que los guiara en la lucha contra la opresión de los romanos.

Eso no les escandalizaría, pero Jesús los escandaliza. No podían aceptar que el Mesías fuera un humilde carpintero, que naciera en una cueva o que viviera en una aldea despreciable de Galilea, y muchísimo menos, que muriera colgado de un madero. Y los griegos tampoco encontraban sabiduría en la cruz. Si miramos hoy los avances de la ciencia, el hombre ha puesto su confianza en los avances tecnológicos por las muchas conquistas conseguidas en el mundo de la medicina, de la astronomía, electrónica, etc. Los hombres, generación tras generación, somos reacios a entender, un poco al menos, este gran misterio. Y cuando el hombre se basta a sí mismo, es una aberración pensar en la cruz, pues los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (v. 22-23). Quienes se dejan seducir por él, en cambio, y en él entran por la fe y la humildad, logran para sí la auténtica sabiduría y son capaces de despertar el interés por ella en los demás. S. Pablo recalca que lo más insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo más débil de Dios es más fuerte que los hombres (v. 25). Sin el Cristo crucificado no se puede edificar nada verdaderamente salvador, porque es en la cruz donde se ha mostrado la potencia de Dios para vencer al pecado. Sin este acto de sumo amor redentor, no hay ningún proyecto verdaderamente liberador y humano. La cruz es el mensaje culminante del amor que pasa por la humillación y la obediencia a Dios hasta la muerte (Flp 2,8).

El evangelio de S. Juan nos presenta un signo que los judíos tampoco quieren entender. Al principio de la vida pública de Jesús, -al contrario de lo que hacen los sinópticos y en discusión con los judíos – nos presenta la purificación del templo de Jerusalén, cuando se acercaba a la celebración de la Pascua judía. Los judíos interpretan literalmente las palabras de Jesús “destruid este templo y en tres días lo reedificaré” (v.19), no le comprenden y le piden signos, no comprenden que lo que se debe destruir es todo aquello que obstaculiza la presencia de Dios en la vida del hombre. Y esta era y es la única finalidad del templo. Si se convierte en mercado, se transformaba en anti-signo y se debe volver a su función primitiva. Al hablar Jesús de la destrucción, no se está refiriendo a la destrucción del templo material donde estaban comprando y vendiendo animales para los sacrificios, sino que les está hablando de su resurrección: destruid este templo, y en tres días lo levantaré (v. 19). S. Juan aclara el verdadero sentido de las palabras de Jesús: pero él hablaba del templo de su cuerpo (Jn 2,21). La presencia de Dios se desplaza del templo de piedras a la presencia real y auténtica en el mismo Jesús, en su propio cuerpo, y en todas aquellas personas que viven y le acogen con fe. Jesús será el verdadero templo en el que Dios se hará presente a todos los hombres, y en quien los hombres podrán entrar en comunión con Dios. Se opone Jesús a que Dios se convierta en un ídolo, en torno al cual se monten negocios e intereses. Para que sea posible esta presencia es necesario morir al pecado, porque el pecado es el que convierte la vida del hombre en un mercado.

De ahí que la liturgia nos invite a luchar especialmente en la Cuaresma contra el pecado, con la mirada puesta en la resurrección, en la Pascua. Como a Jesús también nos debe devorar el celo de la casa de Dios el deseo de que la presencia de Dios sea plena en todos los hombres.

Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura, y la palabra que había dicho Jesús (v.22). Este debiera ser el proceso de cada cristiano y la dinámica que continúa en nuestras celebraciones, el Espíritu Santo es quien hace que nos recordemos de la Palabra de Dios, que lo proclamemos y confesemos. La Palabra de Dios nos invita a hacer un examen profundo sobre nuestra fe. Nos puede resultar muy cómodo y tranquilizador pensar que Dios habita en templos de piedra, que Dios nos pide un culto tranquilizador de nuestra conciencia, pero ese no es el Dios de Jesús. El verdadero culto a Dios pasa necesariamente por el amor al otro, (1ª lectura), relativizando la multitud de normas y preceptos en los que, según la interpretación farisea de la ley, se expresaba la voluntad de Dios. El culto no puede ser un pretexto ni ocasión para el lucro. Es intolerable cometer abusos bajo el nombre de Dios.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango