«¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67)
La palabra de Dios nos convoca este domingo a tomar una decisión trascendental: ¿somos de Cristo o nos desligamos de Él? Lógicamente, los que hemos acudido a celebrar la Eucaristía es porque nos consideramos discípulos suyos y queremos seguirlo.
Previamente nos presenta la opción del pueblo de Israel por el Dios que los había sacado de la esclavitud de Egipto y constituido como pueblo; y la decisión de los discípulos de Jesús, de los cuales unos libremente dejaron de seguirlo mientras que otros reafirmaron voluntariamente su fe en Él y su discipulado.
La determinación del pueblo de Israel es provocada por Josué, el caudillo que sucedió a Moisés y condujo al pueblo de Dios a la conquista de la tierra prometida. Terminado el asentamiento de las tribus en el territorio que se les adjudicó, Josué las convoca en Siquem, en el centro del país, para que libremente opten por dar culto al Señor su Dios o a los dioses de sus antepasados o de los habitantes de la tierra de la que han tomado posesión. El pueblo resueltamente se decide por el Señor, al igual que Josué y su familia.
Jesús expuso claramente a los judíos, en el discurso del capítulo 6 del evangelio de san Juan, que Él había venido con el encargo del Padre de comunicar la vida eterna a los hombres a condición de que éstos creyeran en Él. Y culminó su discurso proponiéndose a sí mismo como el pan de vida, que da la vida eterna a quienes se alimentan de él, en un anuncio inequívoco de la institución de la Eucaristía.
Una y otra propuesta resultaron inaceptables incluso a muchos de los que lo habían seguido. Jesús se hace cargo de la situación, pero no suaviza su discurso, que contiene palabras de vida, sino que, elevando el tono de su discurso, los emplaza al momento en que presencien la gloria del Hijo del hombre, que comparte con el Padre desde su preexistencia eterna: entonces las palabras de Jesús resultarán evidentes.
Pero no hay tiempo para una espera tan dilatada, sino que hay que tomar la decisión ya. Para esto, es determinante la intervención del Padre, pues nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede (Jn 6,65). Así se lo ha otorgado a Pedro, que lo confiesa como el Santo de Dios y le atribuye palabras de vida eterna, a quien no se lo reveló ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Con el apelativo de Santo de Dios, Pedro da a entender que “Jesús no pertenece a la esfera terrestre, sino a la ultra terrena, al mundo de lo divino, y se encuentra con Dios en una relación que ningún otro ser tiene, porque Dios lo consagró y envió al mundo (Jn 10,36)” (Wikenhauser, Herder, 203).
Planteadas las decisiones del pueblo de Israel por Dios, y de los discípulos de Jesús, unos reafirmados en su fe y otros desencantados y en desbandada, la palabra de Dios nos confronta con nuestro propio discipulado: ¿qué representa para nosotros ser cristianos?, ¿cómo afecta a nuestra vida personal, familiar, social, laboral, política?, ¿los que nos conocen pueden decir que se nos distingue de los que no se consideran cristianos?, ¿somos personas agradecidas a Dios por el don de la vida, la nuestra y la de los demás?, ¿apreciamos la dignidad de todos los hombres?, ¿usamos de las cosas con gratitud y respeto, cuidando de nuestra casa común?, ¿confiamos en Dios en todas las circunstancias, incluso las adversas?, ¿nos sentimos queridos por un Dios que es Padre entrañable?, ¿nos consideramos distinguidos por un Dios que se ha hecho hombre como nosotros?, ¿nos alimentamos frecuentemente con el pan de vida para fortalecer nuestra vida de hijos de Dios?, ¿nos sentimos concernidos a vivir en el amor por poseer el Espíritu de un Dios que es Amor?, ¿vivimos con la esperanza de que toda nuestra existencia, hasta en los detalles cotidianos, tiene sentido y será reasumida en el cielo nuevo y la tierra nueva?
Y echando mano del pasaje de la carta a los efesios que hoy se nos ha leído, sobre la relación entre los esposos, que el Apóstol refiere a Cristo y a su Iglesia, os pregunto a los esposos: ¿sois conscientes de la gran dignidad de vuestra condición de casados? Seguramente el apóstol Pablo –que vivió en una sociedad patriarcal–, hoy habría enfocado la relación de los esposos de una manera más igualitaria, para transmitir el mensaje cristiano imperecedero sobre el matrimonio, que, en el Antiguo Testamento, era considerado como la representación de la relación amorosa de Dios con su pueblo, y, en el Nuevo Testamento, como la expresión del amor de Cristo a su Iglesia, por la que entregó su vida para hacerla partícipe de lo mejor de sí, su condición divina. Así es como debéis amaros mutuamente, entregándonos lo mejor de cada uno, ofreciendo a vuestros hijos un ejemplo de respeto y consideración, de delicadeza y generosidad, de paciencia y madurez. Que así sea.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango