El ayuno que salva
Ya toda la feligresía de nuestra Arquidiócesis, ha escuchado durante los últimos años, invitaciones a ingresar al Catecumenado en el Proceso de la Iniciación Cristiana. Hoy, con los siguientes imperativos bíblicos: “déjense reconciliar con Dios; he aquí el momento favorable, he aquí el día de la salvación”; y también, con la exhortación “conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15), la comunidad cristiana es convocada para acoger la acción misericordiosa de Dios y regresar a Él.
Por su parte, el rito de imposición de la ceniza, puede ser considerado, como una especie de inscripción al catecumenado cuaresmal, un gesto de entrada al estado de los penitentes. En los textos de la liturgia la penitencia se explicita en la práctica de la imposición de la ceniza, del ayuno y de la abstinencia. Pero, si no cambia al corazón no cambia nada.
Sobriedad, austeridad y abstinencia de alimentos parecen anacrónicos, en esta sociedad que hace del bienestar y de la saciedad su propio orgullo. Y es propiamente esta saciedad que puede hacernos insensibles a las apelaciones de Dios y a las necesidades de los hermanos.
Para el cristiano el ayuno no es proeza ascética ni ostentación farisaica de justicia, sino signo de disponibilidad ante el Señor y a su Palabra. Abstenerse de alimentos es declarar cuál es la única cosa necesaria: cumplir un gesto profético ante una civilización que de modo engañoso y pertinaz insinúa siempre nuevas necesidades y crea nuevas insatisfacciones. Alejarse de las cosas fútiles y vanas significa buscar lo esencial, esto es: confiarse humildemente al Señor, crear espacios para escuchar la voz del Espíritu. Por tanto, el ayuno atiende a todo el hombre y expresa la conversión del corazón.
Renunciar a sí mismo, no es moralismo o mortificación de las energías vitales, sino dejar de considerarse como centro y valor supremo. En cuanto descentralización de sí, Cristo actúa su victoria sobre el mal y el hombre es renovado a semejanza de Él.
Nos renovamos para celebrar la Pascua del Señor. Al interior del pueblo de Dios, el ayuno fue considerado siempre como una práctica esencial del alma religiosa; de hecho, según el pensamiento hebrero, la privación del alimento y en general, de todo lo que es agradable a los sentidos, era el medio ideal para expresar a Dios, en una plegaria de súplica, la total dependencia ante Él, el deseo de sentirse perdonado y el firme propósito de cambiar de conducta.
Con todo, ante el aspecto formal instintivo, que el ayuno llevaba consigo, los profetas recordaros el primado del amor hacia Dios y hacia el prójimo. En la acción eclesial del ayuno está la presencia del Señor, sin lo cual las obras del hombre serían una vanagloria.
Por fuerza de esta presencia del Señor, el ayuno de la Iglesia no es triste y lúgubre, sino gozoso y festivo. Tomando ceniza, haciendo abstinencia y ayunando, la Iglesia expresa su propia vigilancia y la espera del regreso del Esposo. Si por una parte Cristo Esposo está siempre presente a su Esposa la Iglesia, por otra parte, esta presencia no es aún plena, será siempre preparada y solicitada. La terminación definitiva del ayuno sucederá cuando todos sean aceptados al banquete del Reino.
Mientras tanto, hagamos penitencia y abstinencia, tomemos ceniza y ayunemos. Avancemos por la vida transformándonos en auténticos cristianos, en discípulos misioneros de Cristo Jesús.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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