Hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y a la cultura del descarte

mons enrique episcopeo-01El Santo Padre Francisco nos ha insistido continuamente en rechazar una “economía de la exclusión” y “la cultura del descarte”. Aunque existen signos avances de bienestar en el mundo, “no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas”. Un “cambio de época que se ha generado por los enormes cambios cualitativos y cuantitativos acelerados que se han dado por el desarrollo científico, por las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y la vida” (Evangelii Gaudium 52-67).

Pero tenemos “hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte”. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”.

Hay quienes piensan que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.

            Algo que ha provocado esto es el reduccionismo antropológico (discurso dirigido por el Papa Francisco en el Seminario “Por una economía cada vez más inclusiva”): el hombre ha perdido su identidad, su humanidad y se ha convertido en un instrumento del sistema (social, económico) donde dominan los desequilibrios. Cuando el hombre pierde su humanidad, ¿qué nos espera? El resultado es que impera una política, una sociología, una actitud “del descarte”: se descarta lo que no sirve, porque el hombre no está en el centro. Y cuando el hombre no está en el centro, hay otra cosa en el centro y el hombre está al servicio de esta otra cosa.

La idea es, por lo tanto, salvar al hombre, en el sentido de que vuelva al centro: al centro de la sociedad, de los pensamientos, de la reflexión. Esto no es fácil. Se descarta a los niños; se descarta a los ancianos, porque no sirven. ¿Y ahora? Se descarta a toda una generación de jóvenes, y esto es gravísimo.

Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica especialmente con los más pequeños (Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra.

Escuchemos la exhortación del Papa Francisco: es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los toxico-dependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro! (EG 210).

Durango, Dgo., 27 de Julio del 2014.

+ Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

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