Carta Annua del P. Provincial Nicolás de Anaya al P. General en Roma (10)
“Este indio (Antonio) se colgó (o fue colgado) de un palo delante de la Iglesia donde habían muerto a nuestros Padres, donde fue el más triste espectáculo que se puede imaginar, ver tantas crueldades como en aquel paraje se ejecutaron en ellos (los Padres) por estos bárbaros”.
“El Padre Juan del Valle y el Padre Luis de Alavés, murieron juntos, como dos pasos fuera de su propia morada. Al Padre Morante y al Padre Juan Fonte hallaron, que los habían muerto antes de llegar a El Zape, como un cuarto de legua; el uno cayó en frente del otro, cada uno en su quebrada, quedando en medio el Camino Real. Todos cuatro estaban enteros y bien conocidos, ellos y los demás, como si los acabaran de matar. Viéronse así mismo, sembrados por el suelo, los cuerpos de casi noventa personas; más de treinta de ellos españoles, y los demás indios, indias, gente de servicio, chicos y grandes, hasta niños de dos años, cosa lastimosa y que causó gran compasión; y a una mano estaban todos, las bocas al suelo; créese ser esto, ceremonia de los indios de esta nación”.
“Estaban quemados treinta indios chicos y grandes, donde se debieron entrar a guarecer, la Iglesia abrasada y robada, y la celda del P. Juan del Valle, donde se había recogido alguna gente, también estaba quemada. Todos estos difuntos, mandó enterrar el Gobernador en la Iglesia; solo los cuerpos de los cuatro Padres reservó para traerlos consigo, como caballero tan devoto y aficionado a la Compañía, con la mayor devoción y decencia que pudo, para depositarlos en la Iglesia de Guadiana; aunque contra la voluntad de y devoción de los vecinos de Guanaceví, que pretendían de derecho suyo, y no podérseles quitar estas hermosas prendas”.
“Antes de entrar y salir de El Zape, se dieron algunos albazos a los enemigos. Con todo, en varias ocasiones se hicieron algunas presas y quedaron algunos presos y alanceados. Halláronse en algunas cuevas, cálices, ornamentos y otros objetos del culto divino, y quinientas fanegas de maíz, con que se añadió socorro a los de Guanaceví, fuera de otras mil quinientas que se quemaron, por quitárselos a los enemigos, y dejando quietos los ánimos de los Vecinos que estaban dispuestos de dejar aquel puesto. Dejóseles también presidio de veinticinco soldados y suficiente pólvora y munición, con que pareció quedar bien pertrechado aquel real”.
“Con esto y con los cuatro cuerpos de nuestros Padres, volvió el Gobernador por Santa Catalina, y en llegando allá, se fue por dos partes a buscar al enemigo, por una parte, Cristóbal de Ontiveros con algunos españoles e indios amigos; por otra el Capitán Montaño con su gente; más, aunque a Montaño le salieron ochenta indios y a Ontiveros más de cien, todos huyeron sin osar esperarles, emplazando a nuestros capitales para verse en Santiago Papasquiaro; aunque tampoco allá aparecieron”.
“Se buscó el cuerpo del Padre Hernando de Tobar, y si no se pudo hallar más que una canilla, no se sabe si es suya. Se halló también un petaquilla, con papeles y ornamentos hechos pedazos”.
“Saliendo de ahí para Atotonilco, salieron los enemigos al encuentro, y con ellos un mestizo llamado Mateo de Canelas y otros de los criados más prácticos de los españoles, que han dañado mucho al haberse ido y aún capitaneado a los enemigos. Murieron trece de ellos a los primeros encuentros, y entre los muertos, uno fue al Capitán Pablo, a quien todos los que allí salieron reconocían; y como reconocieron su derrota y no haber hecho algún daño a los de nuestra parte, huyeron; quitándoseles algunos arcabuses, caballos y mulas”.
“Este Capitán Pablo que aquí murió es aquel, que con perversa traición y maña, persuadió a los Padres Orozco y Cisneros y la demás gente que estaban encerrados en la Iglesia de Santiago, y los invitó a salir en falsa paz, para luego matarlos a todos. De estos se prendió a un indio a quién le dieron tormento, quien declaró, que todo el bagaje, las mujeres y la gente pequeña esperaban en Tenerapa, al abrigo y amparo de un falso dios, que allí había iniciado su adoración”.
“Después de aconsejarse y escuchar dificultades, ante el buen ánimo del Gobernador, Capitanes y soldados, como a las siete de la noche, salió el Gobernador, llevando al Capitán Juan de Cordejuela, cincuenta soldados españoles y sesenta indios amigos, dejando a los demás a custodiar el equipaje. Al amanecer, llegaron a la vista de Tenerapa, un indio que andaba recogiendo los caballos de los enemigos, los divisó y a gritos, avisó de la llegada de los españoles, quienes acometieron con nuevos bríos; los tepehuanes, se desbandaron y huyeron”.
Héctor González Martínez; Obispo Emérito
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