Levántate y come, el camino que te queda es muy largo (1 Re 19, 7). El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).

 

Todo se había iniciado tras el milagro de la multiplicación de los panes que debía garantizar la veracidad de sus palabras, ya que quien había sido capaz de multiplicar el pan para dar de comer a cinco mil personas, podía también hacerse alimento Él mismo para saciar el hambre del espíritu. Ésta era, efectivamente, la afirmación que escuchábamos en el pasaje evangélico del pasado domingo: Yo soy el pan de vida (Jn 6, 35).

Afirmación inaudita, a la que se añade hoy esta otra: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 55-56). Tales palabras dieron lugar al escándalo entre sus oyentes; muchos de sus discípulos lo abandonaron; incluso entre sus Apóstoles surgió la duda. Tendremos que esperar otros dos domingos para asistir a la respuesta de san Pedro: Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos (Jn 6, 68). Anticipadamente nosotros, hoy, hacemos nuestra la respuesta de Pedro, pues ya sabemos que la promesa de Jesús se hizo realidad la víspera de su Pasión, cuando en la Cena Pascual repartió entre sus Apóstoles un poco de pan y vino, diciéndoles: Esto es mi cuerpo… Ésta es mi sangre (Mt 26, 26. 28), ordenándoles que repitiesen ellos esta acción en memoria suya. Y, por eso, estamos aquí. (Alusión a la fe de los conjuntos orantes a ambos lados del retablo).

Sin embargo, la historia de la aceptación y el rechazo se ha ido repitiendo a lo largo de los siglos. Los que hemos dicho que sí, como lo dijeron los Apóstoles y la primera comunidad cristiana de Jerusalén, formamos parte de una sociedad privilegiada que se nutre del pan que da vida eterna. Subrayamos ya que el Pan de la Eucaristía no sólo nos alimenta sino que es también vínculo de unidad entre todos nosotros. Dimensión esta que siempre estuvo presente en la celebración eucarística. San Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía lo subrayaba así: “El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo” (Ecclesia de Eucaristia, 21).

Es ésta una de las dimensiones que quiero subrayar especialmente. Por cierto, que Juan Pablo II tenía en quién inspirarse, a este respecto: san Agustín. El santo obispo de Hipona, en su meditación sobre la Eucaristía nos regaló un pasaje, en el que su fe y su amor nos dicen lo que significaba y era para él Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Éstas son sus palabras: “¡Oh misterio de amor! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida, sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, que crea y que se incorpore a este Cuerpo para que participe de su vida… No se aparte de la unión con los miembros… Esté unido al Cuerpo para que viva de Dios y para Dios” (In Io. 26, 13).

“Que crea” –dice el Santo–; sí, la fe es condición absolutamente necesaria para aceptar el misterio; una fe, que todos los bautizados recibimos como regalo el día de nuestro bautismo, pero que no pocos han decidido abandonar toda praxis cristiana, cuyo centro es precisamente la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium). No podemos sino lamentar su abandono y pedir por ellos. En cuanto a nosotros, acaso estemos necesitando tomar plena conciencia de las riquezas que se nos ofrecen en la Eucaristía. Y va a ser san Agustín quien nos desvele una importante dimensión teológica que él mostraba con inmenso gozo a sus oyentes y que nosotros hemos de tener muy presente.

Reparad en las expresiones que empleaba el santo Obispo para concienciar a sus oyentes sobre las consecuencias comunitarias que debía tener la recepción de la Eucaristía: “Sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros y recibís el misterio que sois” (Sermón 272). Y ¿qué misterio es ese que somos nosotros? Nada menos que el Cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12, 27) –dirá el apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto–. Ahora bien, las palabras de san Pablo le servirán a san Agustín para explicar a sus fieles que cuando comulgamos recibimos sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo; pero por ser Cristo Cabeza del Cuerpo místico del que formamos parte, mutuamente nos recibimos. Nos lo dice al recordar que al distribuir la comunión el sacerdote utilizaba las mismas palabras que usamos también hoy: “Se te dice: el Cuerpo de Cristo y respondes: “Amén”. Sé miembro del Cuerpo de Cristo para que sea verdadero el Amén”… (Y subrayando aún más la unidad de los fieles, añade): “Escuchemos otra vez al Apóstol, quien, hablando del mismo sacramento, dice: Siendo muchos, somos un solo pan, un único cuerpo. Comprendedlo y llenaos de gozo: unidad, verdad, piedad, caridad” (Ibid.). Así ha de vivirse la Eucaristía.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

 

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