«Anda, tu fe te ha salvado»

Prepara la intervención sanadora de Jesús el texto del profeta Jeremías, que describe la refundación del pueblo de Judá como una intervención directa de Dios, conduciendo, alentando, favoreciendo el retorno de los desterrados, actuación que se antoja tanto más necesaria cuanto más desproporcionadas se presumen las fuerzas de los protagonistas de la restauración de la nación, los cojos y los ciegos, las preñadas y las paridas. Según el sentir común de la gente, una intervención igualmente maravillosa del poder de Dios sucedería con la llegada del Mesías, enviado de Dios para traer la salvación a su pueblo. El Mesías realizaría curaciones milagrosas, expulsaría demonios, resucitaría muertos, como signo de la verdadera salvación, que consistía en la perfecta comunión de Dios y el pueblo, a través de la conversión y el perdón de los pecados.

El ciego Bartimeo es pobre por carecer de medios de vida a consecuencia de su ceguera. Está acostumbrado a depender de la gente para vivir. De pronto, se le presenta una ocasión inesperada que lo llena de esperanza. Jesús se dirige a Jerusalén para sufrir su pasión, subiendo por el camino que pasaba por Jericó (ciudad situada a unos 30 kilómetros al norte de Jerusalén). Primero oye el rumor de una multitud. En seguida, averigua que aquella aglomeración se debe al paso de Jesús de Nazaret, del que tenía noticias de que realizaba curaciones. Aquellas curaciones encajaban en lo que había oído sobre el Mesías, que daría vista a los ciegos y haría caminar a los cojos. Estos pensamientos encienden su esperanza y se lanza a dar gritos reclamando la atención del taumaturgo (curandero) de Galilea: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! No duda en declararlo Mesías, como Pedro en Cesarea: Tú eres el Mesías (Mc 8,29). Y aun se adelanta a los que, pocos días después, aclamarán a Jesús como Mesías a su entrada triunfal en Jerusalén: Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David (Mc 11,10). Tanto elevaría sus gritos que hasta resultaban molestos, por lo que la misma gente le manda callar. Jesús se apercibe y lo manda llamar. Cuando se lo dicen: «Ánimo, levántate que te llama», soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús, se le encendió la esperanza. Arrojó instintivamente el manto, una prenda necesaria para su supervivencia. El hecho de que una persona ciega se pusiera de pie de un salto revela claramente cuánto deseaba poder ver y cuál era la confianza que tenía en que aquella era la oportunidad de su vida, que no iba a dejar escapar.

El personaje reunía las condiciones propicias para la intervención sanadora de Jesús: vivamente deseaba ser curado y creía firmemente en Jesús, enviado de Dios. Lo que favoreció la intervención de Jesús: «Anda, tu fe te ha salvado». Aquel hombre recobró la vista y seguía a Jesús por el camino hacia Jerusalén alabando a Dios.

¿Cómo es nuestra fe, hermanos: una fe viva y eficaz o una fe tibia y descomprometida? ¿De veras deseamos que Dios actúe en nuestras vidas? Sabemos que de una intervención de Dios sólo se puede esperar algo bueno, pero ¿estamos dispuestos a dejarle obrar en nosotros? Ahí radica la apuesta de la fe.

Para la Biblia, la fe es la fuente de toda vida religiosa, ya que el justo, por su fe, vivirá (Hab 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11). Pues el creyente deposita su confianza en Dios y le da carta blanca para obrar en él; además, al fiarse de Él se beneficia de la revelación que Dios nos hace de realidades misteriosas a las que no tiene acceso la inteligencia: la fe abre a la inteligencia los tesoros de la sabiduría y el conocimiento que hay en Cristo.

La fe es adhesión de la mente y el corazón al Dios personal que ha creado al hombre por amor y cuida de él para que alcance su meta. La fe de Israel fue cristalizando en un Dios único, creador, todopoderoso, señor fiel y misericordioso para con su pueblo, rey universal del futuro. Es fe del justo perseguido, en Dios, que lo salvará tarde o temprano; confianza del pecador en la misericordia de Dios; seguridad apacible en Dios, más fuerte que la muerte; fe inquebrantable de los mártires en un Dios fiel que no abandonará a los que dan su vida por Él. Por la fe, los discípulos de Jesús aprendieron del Maestro a confiar absolutamente en quien podía librarlo de la muerte, como sucedió en la resurrección; de ahí que la resurrección sea la piedra angular del edificio de la fe.

La fe es un don de Dios, que concede a los que se lo piden. Pues muchos contemporáneos de Jesús lo vieron y lo oyeron, pero sólo los discípulos creyeron en Él. La fe requiere una actitud sencilla de pobres y pequeños, necesitados y desvalidos, capaces de abrirse a la gracia de Dios. La fe no es un logro personal, como conclusión de una reflexión muy profunda; tampoco llama Dios al hombre aisladamente, sino como comunidad, como familia.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

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