Siendo de condición divina…, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres

 

Hoy la liturgia de la palabra nos centra en la contemplación de la pasión del Señor, según san Marcos. Pero nos fijaremos tan sólo en alguno de los aspectos del relato (los distintos personajes que intervienen en la pasión: Judas, Pedro…; una alusión a la Eucaristía como sacrificio de la nueva alianza; la oración en el huerto de Getsemaní; el doble juicio religioso y político; el cambio experimentado por el pueblo desde Ramos al Calvario; los tormentos de Jesús, físicos, psicológicos, sociales, religiosos.

He aquí el relato de la pasión glosado brevemente: El jueves anterior al sábado de Pascua, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley urdían una trampa para prender a Jesús y matarlo. Judas Iscariote, uno de los Doce, se sumó a la trama, ofreciéndose a entregarles a Jesús sigilosamente, lo cual les alegró, pues temían que la gente que creía en Jesús se alborotara; a cambio, le prometieron recompensarlo con dinero.

El mismo día, cuando se sacrificaba el cordero pascual, los discípulos se ofrecieron a preparar la cena de Pascua. Jesús les indicó una casa concreta de la ciudad, en cuyo piso superior había una sala arreglada: allí habían de disponerlo todo.

Jesús llegó con los Doce al atardecer y se reclinaron en torno a la mesa para celebrar la cena pascual. Dos son los principales sucesos que tienen lugar durante la cena: el primero es el anuncio de la traición de Judas, que cayó como una bomba en medio del grupo, hasta el punto de hacerles dudar de sí mismos: ¿Seré yo? Jesús interpreta su entrega y todo lo que la seguirá como voluntad del Padre, pero ello no exime al traidor de su culpa, al cual –dice– ¡más le valdría… no haber nacido!

El segundo suceso es un hecho sorprendente. Antes de la comida principal, tomó un pan ácimo, lo bendijo y lo distribuyó a sus discípulos diciéndoles: «Tomad, esto es mi cuerpo». En la acción de gracias que había hacia el final de la comida, tomó el cáliz de vino y se lo dio para que bebieran, y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos». Las palabras de Jesús tienen un valor real y no meramente simbólico. Jesús no se limita a dar instrucciones a sus discípulos acerca de cómo deben conmemorar en el futuro los acontecimientos de su pasión, sino que lo que les entrega es una actualización de su sacrificio redentor. Al igual que la antigua alianza del Sinaí fue sellada por la aspersión de la sangre de los sacrificios, así, en su sangre derramada por todo el género humano, queda pactada una nueva alianza entre Dios y el género humano, un nuevo orden de salvación.

Concluida la cena, salieron para el monte de los Olivos. De camino, Jesús, sabiendo que aquella noche sus discípulos lo abandonarían y que se verían al borde del descreimiento, los previene para ayudarles a recuperarse después de su resurrección, aunque por el momento no pueden entender lo que les quiere decir. Pedro, en primer lugar, pero también todos los demás, se muestran dispuestos a dar su vida por el Maestro. No tardarían en saborear la amargura de su cobardía.

Recorriendo el torrente Cedrón, llegaron al huerto de Getsemaní (prensa de aceite). Jesús deja a un grupo de ocho discípulos y se retira unos pasos con Pedro, Santiago y Juan para orar; son los tres que lo habían acompañado en su transfiguración. Al apartarse del grupo, empezó a sentir espanto y angustia y confiesa a los tres: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad». En ninguna ocasión, aparece Jesús más humano que en Getsemaní. La compañía de los tres le proporciona cierto consuelo. Se retira un poco de los tres discípulos y cae al suelo, orando en soledad al Padre: «¡Abba!, Padre; Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como Tú quieres». “Su queja revela la autenticidad y la profundidad de su dolor; su oración, el sometimiento a la voluntad del Padre” (Schmid, 394). “Jesús sabe que no es en realidad la voluntad humana, sino su Padre celestial quien le ofrece a beber el cáliz del dolor y, a pesar de ello, le ruega que se lo retire” (Schmid, 395). Después de una hora de oración, busca consuelo en los tres -lo mismo hizo otras dos veces más-, pero no lo encuentra, por lo que hace un leve reproche a Simón (llamándolo por su nombre civil), que poco antes le había jurado fidelidad inquebrantable. Tras su encuentro con el Padre, Jesús está dispuesto a consumar su misión como Hijo del hombre.

La tercera vez que Jesús vuelve a donde estaban sus discípulos, al encontrarlos dormidos, se le escapa una queja por no haberlo acompañado en la oración en aquel trance, pues ya es inminente su entrega: «Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta!… ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega».

En aquel momento, llega Judas, el traidor, al frente de un grupo de gente armada. Según la señal convenida con los captores, saludó con un beso a Jesús, conforme solían saludarse los discípulos y el Maestro. Entonces lo sujetaron bien, como les había dicho Judas. Jesús les reprocha que hayan venido a prenderlo con espadas y palos, como a un bandido, cuando los días previos lo habían tenido a su alcance mientras enseñaba en el templo. Pero no opone resistencia, pues han de cumplirse las Escrituras. En ese momento, todos lo abandonaron y huyeron, como les había advertido camino del huerto. Tan sólo sigue al grupo un muchacho envuelto en una sábana, que, al pretender sujetarlo, huye desnudo. El joven de la sábana podría ser Marcos, lo cual “explicaría bien la mención del episodio sin significación alguna, por lo demás, para los fines del evangelio” (Schmid, 399). Pedro también lo siguió de lejos hasta entrar en el patio del sumo sacerdote, sentándose con los criados del sumo sacerdote alrededor de la lumbre.

Mientras el grupo de gente se dirigía a Getsemaní para prender a Jesús, el sumo sacerdote (Caifás) y los otros sumos sacerdotes (Anás y sus cinco hijos), los escribas y los ancianos se quedaron esperando acontecimientos, por lo que, a la llegada de la tropa, se reunieron en seguida. Lo imprevisto de la intervención de Judas, así como la inminencia de la fiesta de la Pascua, urgían a actuar con rapidez. Necesitaban encontrar cargos contra Jesús para condenarlo a muerte, pero, a pesar de los falsos testimonios contra Jesús, los testigos no se ponían de acuerdo, por lo que el sumo sacerdote se vio obligado a intervenir, invitando a Jesús a desmentir las acusaciones que le hacían, pero Jesús guardó silencio. Tan sólo contestó cuando el sumo sacerdote le preguntó si se declaraba el Mesías, a lo que Jesús respondió con la misma solemnidad, que sí, emplazando la comprobación inequívoca de su mesianidad al momento de su venida en gloria entre las nubes del cielo, según la profecía de Daniel (7,13). Esto les pareció a sus jueces una usurpación de Jesús de un respaldo divino, que no tenía, y, por tanto, una violación de la Majestad divina. De ahí que lo declararon blasfemo y, como tal, reo de muerte.

Mientras esto sucedía en el interior de la casa del sumo sacerdote, en el patío, Pedro fue descubierto por una criada como uno de los que acompañaban al Nazareno. Pedro lo negó y se retiró hacia el zaguán de la casa, donde la misma criada volvió a denunciarlo como compañero de Jesús, pero Pedro persistía en su negación. Cuando, poco después se sintió acorralado por el testimonio de varios que observaron su acento galileo, lo negó rotundamente profiriendo maldiciones y juramentos: «No conozco a ese hombre del que me habláis». En seguida, por segunda vez, cantó el gallo y, acordándose de la predicción de Jesús, rompió a llorar.

La reunión del Sanedrín debió de durar hasta el amanecer, en que decidieron llevarlo atado a Pilato, que ostentaba la autoridad civil que podía ejecutar la sentencia de muerte. Dado que las convicciones religiosas de los judíos (que fueron el argumento del juicio ante el Sanedrín) le eran indiferentes a Pilato, tuvieron que presentarlo ante él como un reo político. Esto explica que, sin más preámbulos, Pilato le preguntara si se declaraba el rey de los judíos. Jesús le respondió: «Tú lo dices», lo que suponía admitir que era rey de los judíos, pero no en el sentido político que él pensaba. Fue todo lo que Jesús dijo ante Pilato, pues no abrió la boca para defenderse de todas las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes, lo que le resultó sorprendente a Pilato.

Considerando a Jesús inocente de lo que se le acusaba, y viendo, Pilato, que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia, quiso aprovechar la costumbre de soltar el preso que le pidiera el pueblo con motivo de la fiesta de Pascua, para burlar la pretensión de los dirigentes israelitas y poner en libertad a Jesús: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (por cinco veces, –esta es la segunda– en el proceso ante Pilato, es designado Jesús como rey de los judíos). De esta forma lo sustrae de la justicia ordinaria y lo expone a las pasiones del populacho. Pero los sumos sacerdotes actuaron con rapidez y astucia agitando a la muchedumbre para que pidiera la libertad de Barrabás, acusado de asesinato político y tenido por héroe político.

La pregunta que Pilato dirigió a la congregación del pueblo: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» (tercera mención) no sirvió más que para encrespar más a la masa, que abiertamente pidió la crucifixión. Al inquirirles por los delitos que había cometido, sólo responden: «¡Crucifícalo!» A Pilato lo traía sin cuidado la justicia; por eso, queriendo dar gusto a la plebe, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados tomaron a Jesús por su cuenta y se divirtieron burlándose de Él con motivo de la acusación que le imputaban de haberse declarado rey de los judíos: le pusieron un manto de púrpura y una corona de espinas, lo saludaban como rey de los judíos (cuarta alusión), le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y se postraban ante Él. Acabada la burla lo vistieron con su ropa y lo sacaron para crucificarlo.

Lo llevaron al lugar llamado de «la Calavera» (por la forma del montículo de 5 metros de alto), y le ofrecieron vino con mirra, como anestesia, pero Jesús no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas. Era la hora de tercia (9 de la mañana).

El letrero de la acusación rezaba: «El rey de los judíos» (quinta referencia). A ambos lados, crucificaron a dos bandidos. “Los dolores de las manos traspasadas, de las que pendía todo el cuerpo, las distensiones de los músculos provocadas por la suspensión, la dificultad de la respiración, el ardor del sol, la sed y las molestias de los insectos, tenían que ser dolores realmente inimaginables (J Weis). Según el juicio de modernas autoridades médicas, la muerte no hay que suponerla provocada ni por agotamiento ni por la sed o la pérdida de la sangre –ya que no se dañaba ni una sola arteria– ni por la debilitación del corazón o fallo de la respiración, sino por fallo en la circulación de la sangre (shock traumático)” (Schmid, 422).

Los que pasaban lo injuriaban a costa de la acusación ante el Sanedrín de que había dicho que destruiría el templo, provocándolo a que se salvara a sí mismo bajando de la cruz. También se burlaban de Él los sumos sacerdotes (que no quisieron perderse la muerte de su mayor enemigo), comentando que tenía una buena ocasión para ganarlos para su causa bajando de la cruz. Así mismo los crucificados lo insultaban.

 

La situación tan lamentable en que se encuentra Jesús en la cruz es considerada por los que se burlan de Él como la prueba de que era un impostor, al que finalmente ha alcanzado el castigo de Dios. Así como la incapacidad para salvarse a sí mismo demuestra que no era el Mesías.

El oscurecimiento del sol (a la hora sexta, 12 del mediodía) representa para el evangelista un símbolo del castigo que sobrevendrá a los que han crucificado al Mesías e Hijo de Dios.

A la hora de nona (las 3 de la tarde), Jesús clamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La gran voz con que muere Jesús prueba el pleno dominio de sus facultades y que su vida no se apagó suave, sino violenta y repentinamente. Algunos, al oírlo, dijeron que llamaba a Elías. Y se burlaban diciendo: «A ver si viene Elías a bajarlo». Y uno le daba a beber vinagre para reanimarlo. Entonces Jesús, dando un fuerte grito expiró. El grito final “pudo ser un grito de dolor o de triunfo por la obra que entonces consumaba” (Schmid, 433).

El velo del templo se rasgó de arriba abajo. Probablemente se alude al velo interior, que separaba el sancta sanctorum y el santuario. Este hecho significa el valor redentor de la muerte de Jesús, que ha conseguido la reconciliación de los hombres con Dios, permitiendo así el acceso de éstos al sancta sanctorum, es decir, a Dios mismo.

El centurión romano, impresionado, lo confiesa como Hijo de Dios; para su concepto, un hombre divino, un hombre justo, donde los haya, que sufre la muerte inocente y que manifiesta, al mismo tiempo, una fortaleza de alma superior a toda medida humana. El evangelista Marcos, en cambio, pone así el broche de oro a su evangelio, que comenzaba: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1), como una confesión explícita de la divinidad esencial de Jesús.

Un grupo de mujeres, entre las que destaca a María Magdalena, a María la madre de Santiago el Menor y de José, y a Salomé, madre de Santiago el Mayor y Juan, los hijos de Zebedeo, y otras muchas contemplaban de lejos los acontecimientos.

José de Arimatea pide a Pilato el cuerpo de Jesús, lo envuelve en una sábana y lo coloca en un sepulcro excavado en una roca. María Magdalena y María la madre de José observaban dónde lo ponían, con intención de volver a embalsamar el cuerpo de Jesús, pasada la Pascua.

A la luz del relato de la pasión del Señor, tal vez tengamos, hermanos, que replantearnos si nuestro concepto de Dios encaja con dicho relato o debemos reajustarlo: un Dios que se entrega a la muerte por nosotros, un Dios que no elude el sacrificio, pero que no desampara a su fiel ¿Cuál es, hermanos, nuestro concepto de Dios, el de Señor absoluto o el de marioneta a nuestro servicio? ¿Con qué actitud oramos a Dios, para que Él haga nuestra voluntad o dispuestos a abrazar la suya? ¿Estamos abiertos a los planes de Dios o tratamos de imponerle los nuestros? ¿Profesamos una adhesión incondicional a Dios o le amenazamos con reprobarlo si no cumple nuestras expectativas?

Creemos que el destino de Jesús no quedó encerrado en la sepultura: Me hará vivir para Él, mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: «Todo lo que hizo el Señor» (Sal 21/22,30-32). Que la esperanza en el Dios de Jesucristo dirija nuestros pasos.

 Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

 

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