(Pablo) les contó cómo había visto al Señor en el camino (Hch 9, 26). Yo soy la vid, vosotros los sarmientos
La conversión, el seguimiento de Cristo, no es sólo aceptar la Palabra, ni sólo seguirle con admiración o a distancia; seguir a Cristo es asimilarse a Él, permanecer en Él, vivir su propia vida. Este intento doctrinal queda hoy iluminado en la alegoría de la vid que es complementaria de la parábola del Buen Pastor que leíamos el pasado domingo. Pastor-ovejas, Cabeza-miembros, Vid-sarmientos: son expresiones distintas de una misma realidad, que se traducen en la transmisión y posesión de una misma vida. Una vida en común, una íntima unión, una esencial dependencia; esto debe ser la vida del creyente cristiano respecto de Cristo. Ésta su aspiración suprema: vivir su misma vida. Nos lo acaba de decir el Papa Francisco: todos, absolutamente todos, sea cual sea nuestro estado u ocupación, estamos llamados a ser santos. Si es que esto ya lo había dicho el Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).
En la escena de hoy vemos al recién convertido Saulo (Pablo) que de la mano de Bernabé es presentado ante aquella comunidad que ya había oído hablar de él, como perseguidor de los cristianos; no, –les dice Bernabé–, Jesús se le ha aparecido y lo ha transformado en apóstol, y deja que él mismo se lo cuente. Conocemos ya el relato: Pablo iba camino de Damasco a buscar cristianos para prenderlos. De pronto dos preguntas: Saulo, ¿por qué me persigues? y ¿quién eres tú, Señor? Y una respuesta: Yo soy Jesús a quien tú persigues. Y Saulo: Señor, ¿Qué quieres que yo haga? (Hch 9, 3-9). Hoy, más que nunca, necesitamos Saulos que le pregunten lo mismo al Señor; necesitamos Bernabés que ayuden en esa tarea y también comunidades acogedoras.
Hay otra imagen que seguramente se nos ha quedado muy impresa en la lectura del evangelio de hoy. Se trata de una comparación sencilla pero llena de sentido, tomada de la vida del campo. Así como el pasado domingo nos decía Jesús que Él era el Buen Pastor, hoy se compara a la vid, una cepa de la que nosotros somos los sarmientos. Todos entendemos lo que nos quiere decir: se trata de permanecer unidos a Él, porque así tendremos vida y daremos fruto; en cambio, si nos separamos de Él, quedaremos estériles, ya que sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Celebrar la Pascua es no sólo cantar aleluyas y alegrarnos de que Cristo haya resucitado, sino dejarnos conquistar por su vida, unirnos a Él, permanecer en Él. Él nos prometió: Yo estoy todos los días con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Si bien, hoy, concretamente, nos dice que somos nosotros quienes debemos estar con Él; es lo que expresa en esta afirmación: Permaneced en mí (Jn 15, 4).
Bien sabemos que el sarmiento que se separa de la cepa no puede dar fruto alguno, se muere; no puede extrañarnos, efectivamente, que nos debilitemos, que estemos enfermos espiritualmente y terminemos perdiendo del todo la vida de la gracia, al separarnos de quien es la fuente de esa vida que es el propio Cristo Jesús. Desde luego que siempre habrá una voz que gritará en el interior de cada uno: tú que duermes, despierta, resucita.
Alguien, acaso, preguntará qué significan las expresiones “vivir unidos a Cristo” o “permanecer en Él”. Ante una espiritualización desencarnada de ellas, el apóstol san Juan en su Primera Carta nos brinda su respuesta, que no es otra sino ésta: No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras (1 Jn 1, 18). Se trata, pues, de vivir amando en su doble dimensión: a Dios y al prójimo; a Dios por sí mismo, al prójimo “en Dios o por Dios”. Decía san Agustín que amamos al prójimo “en Dios” cuando él es amigo o familiar nuestro y amamos al prójimo “por Dios” cuando él se muestra enemigo nuestro. Sólo podremos decir que somos seguidores de Jesús si, “guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Y sólo “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en Él”.
Hay que subrayar, además, que esta nuestra vida con Dios necesita ser alimentada y fortalecida. Y esto lo llevamos a cabo por la oración, la Eucaristía y los otros sacramentos. En la Eucaristía, concretamente, se cumple lo que nos dijo el propio Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 56). Comunión eucarística que ha de llevarnos, una vez más, al amor fraterno. Y es que todo amor verdadero lleva a un compromiso serio, estable. El amor es activo y, por tanto, empujará a actividades concretas. La alegoría de la vid es la expresión del amor, unidad, actividad vital. Lo que caiga fuera del área de esta expresión, pertenece al campo de la esterilidad o de la muerte: como el sarmiento separado de la cepa, que no sirve más que para el fuego. Amar a los que tenemos en torno nuestro es la primera lección que nos dio Jesús. Si en la vida no buscamos nuestro propio interés, sino el bien de los demás, entonces sí que “permanecemos en Cristo”. Él nos dijo que las preguntas finales versarán todas ellas sobre una asignatura que se llama CARIDAD (amor a Dios y al prójimo). ¡Qué bien sabía esto san Juan de la Cruz cuando escribió esta lapidaria sentencia!: “En el atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
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