Domingo XV ordinario A; 13-VII-2014
Nos detenemos hoy, en la primera lectura, del profeta Isaías: “Como la lluvia y la nieve bajan del cielo, y no regresan, sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, hasta que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la Palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.
Comenta el salmo 113B, 5, sobre los ídolos paganos: “tienen boca y no hablan”. Esta sátira sobre los ídolos mudos, subraya por contraste, uno de los trazos más característicos del Dios vivo: Él habla a los hombres; se revela en el lenguaje silencioso de la naturaleza y de los signos creaturales; Él habla con sus intervenciones históricas de salvación y de misericordia, de reclamo y de castigo. Él habla en el Antiguo Testamento por medio de los profetas, sus mediadores privilegiados; Él habla en sueños y visiones; se revela en inspiraciones personales; habla a Moisés boca a boca (Num 12, 8).
En el Antiguo Testamento, la Palabra de Dios es ante todo, un hecho, una experiencia. Dios habla directamente a hombres privilegiados y por su medio a todo su pueblo. La centralidad de la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento prepara el hecho sobrecogedor del Nuevo Testamento, en que la Palabra por excelencia, el Verbo, se hace carne. En la Historia de la Iglesia, las épocas de actualización, siempre han llevado a una restauración de la escucha y de la confrontación con la Palabra de Dios. Es lo que está sucediendo hoy. Lo prueba, el fervor de los estudios provocados por el Concilio Vaticano II y lo confirma la reforma litúrgica que se esfuerza en retornar a la Celebración de la Palabra el lugar que le corresponde.
También hoy, como en los tiempos de Jesús, la Palabra convoca y congrega a la Iglesia en torno al Padre. Y es en la profundización de la Palabra que los cristianos toman conciencia de ser Familia de Dios, su nuevo Pueblo de salvados. Y es la actitud de indiferencia, rechazo, descuido o aceptación ante la Palabra, lo que define nuestra posición ante el Reino de Dios.
La actitud de no escucha o de rechazo de la Palabra de Dios en tiempos de Jesús, se rencuentra en nuestros días en una actitud de indiferencia y de no comprensión de la Palabra por parte del hombre moderno. A veces, hasta los pastores, los predicadores y los misioneros, damos la impresión de hablar un idioma extranjero al hombre de hoy.
Los mismos cristianos tienen la sensación de una especie de divorcio entre su vida de todos los días y la Palabra que se les anuncia en la Asamblea Eucarística; parece ligada a otros tiempos, aparece como estática y sin impacto en la vida real. Cabe preguntarnos: ¿Es la Palabra de Dios la que es puesta en causa?; ¿o es sólo la honda, la fibra y el encuentro con el mundo y el hombre moderno, lo que aún no ha encontrado el adecuado contacto y la profundidad de conmoción?
En el curso de los siglos de Cristianismo, la Teología de la Predicación ha puesto el acento casi exclusivamente en la proclamación de la Palabra. La Palabra ha sido objeto de una predicación, como datos que deben ser consignados y transmitidos fielmente como un depósito precioso. La vida del cristiano, su experiencia cotidiana han sido vistas como un terreno en que es sembrada la Palabra.
La experiencia concreta de la vida, no ha sido vista como interlocutora, ni siquiera como reveladora de nuevos aspectos y significados de la Palabra. Dios hablaba sólo, ahí donde la Palabra era proclamada; ahí, donde las Sagradas Escrituras eran leídas y proclamadas. Nos queda mucho por avanzar, nos quedan aún muchas formas de salir como pide el Santo Padre Francisco.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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