El perdón y la corrección fraterna

arzo-01El trasfondo y el contexto del Evangelio de hoy, es, la invitación a la misericordia y al perdón. Se trata de darse cuenta que, no obstante el recurso a todos los medios de la reconciliación y del diálogo fraterno, no haya en el hombre la voluntad eficaz de comunión y de conversión. Con todo, conviene recordar que la Iglesia conserva el derecho de pronunciarse sobre los pecadores contumaces, para no arruinar la comunidad y ayudar al pecador a recapacitar y a convertirse; así como S. Pablo de pronunció acerca del incestuoso de Corinto: “reunido en espíritu con ustedes, en nombre y con el poder de nuestro Señor Jesucristo, he decidido entregar a ese individuo a Satanás, para ver si, destruida su condición pecadora él se salva el día en que Cristo se manifieste” (1Cor 5,5-6).

            La práctica penitencial de la Iglesia primitiva atestigua la seriedad y coherencia del compromiso de la conversión.  El pecador encuentra el perdón de Dios, descubriendo la misericordia divina actuante en la Iglesia, sobre todo en el Sacramento de la Penitencia, en que la Iglesia expresa y ejercita la misericordia y el perdón de Cristo. Si un hermano peca, en primer lugar se debe aplicar la corrección personal; si no atiende se debe llamar como ayuda algún testigo; si ni así atiende, en tercera instancia, se debe informar a la comunidad; si no atiende ni a esta, se le debe considerar como un pagano o publicano, es decir como a uno que se coloca fuera de la comunidad (Mt 18, 15-17).

            Pero, lástima que para muchos cristianos, el mismo signo sacramental de la reconciliación ha quedado vacío e insignificante. El Sacramento queda reducido a un gesto consuetudinario privado de eficacia y de vida. Lástima, que uno de los aspectos más preocupantes de la actual práctica penitencial, consista en la fractura entre signo sacramental y experiencia de la comunidad cristiana.             Lo que hace embarazosa la aplicación de los temas contenidos en los textos bíblicos, a las asambleas eucarísticas dominicales es el hecho que frecuentemente dichas asambleas no son verdaderas comunidades. Falta una relación personal entre los miembros, por la que cada uno se sienta responsable, como hermanos  de los demás asistentes a la asamblea.    

            Por ello, el tema de la corrección fraterna, del perdón solicitado a la comunidad y a Dios, carece de un apoyo sociológico importante. Será necesario aprovechar al menos, los elementos rituales de petición de perdón reciproco en el rito penitencial de la Misa y el don de la paz, para lograr que se aprovechen las riquezas de la práctica penitencial de la Iglesia.

            La confesión, además de ser conversión a Dios, también es siempre reconciliación con los hermanos; nos inserta en la Iglesia: de miembros muertos, nos regresa en miembros vivos, activos y responsables. Hemos de descubrir el sentido comunitario del pecado y por tanto de la penitencia; ella es el sacramento en que toda comunidad cristiana retoma por la acción de Cristo, la unidad rota.

            Una comunidad de amor, entre los hombres, es siempre una comunidad de reconciliación y de corrección fraterna.            Pero, el verdadero amor, el perdón auténtico no deja a los personas como son, con sus defectos y sus límites. Amar a un hermano, significa ayudarlo a crecer en todos los niveles; querer su liberación de lo que sea defectuoso y malo, empeñarse por su humanización plena. Por ello, corregir es obra de amor; no es jamás apagar energías y entusiasmos; es algo muy distinto de la crítica.           

            Junto a la corrección fraterna, el cristiano alienta y orienta. Un hombre espera de otro, algo distinto de un don material: espera que el otro se detenga cerca; que entre en contacto con él; que se dé cuenta que existe y que se lo diga; que le preste alguna atención; alguna felicitación no convencional.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

El camino de la Cruz

arzo-01La cruz del profeta. Cuando fui por seis años Obispo de Campeche, en un retiro espiritual con el P. Larrañaga, aprendí  a cantar la primera lectura de hoy. Hasta la fecha me gusta cantar con Jeremías profeta: “sedujisteme Señor, yo me dejé seducir; dominásteme, Señor; y fue tuya la victoria…me has forzado y me has vencido… La palabra del Señor, se ha convertido para mí en motivo de insulto y burla… Yo me decía: no pensaré más en Él, no hablaré más en su Nombre. Pero era dentro de mí como un fuego ardiente encerrado en mis huesos; me esforzaba en sofocarlo, y no podía”. Estas palabras con que el profeta Jeremías se dirige a Dios son una lamentación: son palabras vacilantes que representan el misterio inescrutable de Dios que acontece en la vida del hombre.

            Estas y otras expresiones nos descubren que no es simple ejercer el ministerio profético: la misión y la inspiración proféticas, no eran ni son, experiencias simplemente humanas, sino auténticas intervenciones de Dios en la vida de la persona humana, que pueden ir en contra de sus aspiraciones, en forma dramática, causando serias crisis. Jeremías explota fuertemente contra Dios: calificándolo como “arroyo mentiroso”: me engañaste, me sedujiste, pues, “Tú eres más fuerte” tu impulso es irresistible: y la queja se hace más atrevida: Yahvé ha engañado a su mensajero; el profeta no puede resistir a la inspiración    profética: su impulso es irresistible.

          Pasando al Evangelio, miremos la pasión de Cristo. Después de la confesión de S. Pedro; “yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” “Jesús comenzó a manifestar abiertamente a sus discípulos, que tenía que ir a Jerusalén y que tenía que sufrir mucho…, que lo matarían y que al tercer día resucitaría”. Ahí inicia la comprensión del sentido que Jesús da a su mesianidad, el sentido del siervo sufriente, esto es: después del rechazo de Israel, a Jesús sólo le queda el camino del “deber sufrir mucho”.

            Y, ¿qué consecuencias quedan para el discípulo? Quien quiera seguirlo, esto es, quien quiera ser discípulo, no tiene otra opción, que vivir en sí el sacrificio de Cristo, para salvar la propia vida. Más aún, es la paradoja cristiana: perderse para vivir.

            Se trata de una nueva etapa en el camino de Jesús, parecido a como Jesús había hecho cuando inició a anunciar el Reino de Dios (Mt 4,17). Esta nueva etapa tiene como objetivo instruir a los discípulos que son las primicias de la Iglesia. El tema es el auténtico mesianismo de Jesús que se manifiesta en la cruz. Un anuncio que se va repitiendo, hasta culminar, después de describir la consumación del rechazo a Jesús, y culminar en el relato de la pasión y la resurrección.

            El ministerio profético de cualquier laico, de toda religiosa, del presbítero o del obispo, no es una vocación a la tranquilidad. Es incomodo es incomodante. Jeremías quería safarse de este ingrato deber; pero la Palabra de Dios le quema dentro con tal urgencia que no puede contenerla. Su alma es campo de batalla, donde se enfrentan fuerzas difícilmente conciliables entre sí: Dios, el mundo y la búsqueda de sí mismo. Al profeta sólo le queda una posibilidad: dejarse seducir por su Señor.

            La actitud de Jesús es diversa. Para Él, el sufrimiento, la pasión y la muerte, más que un escándalo, son una consecuencia de la situación de pecado del hombre: la muerte, “es su hora” que se acerca: es necesario que Él vaya a Jerusalén y sufra mucho de parte de los ancianos y de los sumos sacerdotes. El sufrimiento y la muerte, no son simples previsiones de algo que debe venir, sino un momento específico y determinante ya prefigurado y preanunciado por los profetas en el Plan Salvífico de Dios. No es un mesías político ni un simple profeta; sino Aquel, que ha sido enviado a dar su vida.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

¿Ustedes quién dicen que soy?

arzo-01Hoy, nos detenemos en la pregunta crucial de Jesús, que pregunta a los discípulos: ¿quién dice la gente que sea el Hijo del Hombre?; los discípulos respondieron “algunos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas”; “y ustedes ¿quién dicen que yo sea?; inmediatamente, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le contestó: “Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque, esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”.

            Estas palabras son trascendentales e importantes  por sí mismas, en cuanto que contienen la profesión de fe de Pedro, sobre la mesianidad de Jesús, palabras unidas a la promesa del primado que Jesús hace a Pedro. Cronológicamente las dos cosas no coinciden; más bien, el motivo de S. Mateo para unirlas es la ruptura teológica y definitiva que hace con Israel: Israel no es más la planta de Dios; en el capítulo 15.13 asienta: “toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Déjenlos, son ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, caerán ambos en el hoyo”.

            Meditemos aún en la respuesta-profesión de fe de Pedro. Esta narración de lo que suele llamarse “la confesión de Cesarea”, introduce una lección de particular importancia: la presentación de un Mesías que no corresponde a las expectativas del pueblo judío y aún de nosotros,  cristianos comunes y corrientes de nuestro tiempo. En nuestra Arquidiócesis, tenemos años, queriendo introducir la Nieva Evangelización; y aún, son minoría los cristianos actuales que son capaces de dirigirse directamente a Cristo y decirle como S. Pedro: “yo creo que Tú eres el Mesías, al Hijo de Dios vivo”. Son pocos los que han experimentado un encuentro personal con Cristo, los que experimentan una fe viva, los que aceptan un proceso gradual y duradero en seguimiento de Cristo.

            Jesús declara “bienaventurado”  a Pedro, no por sus méritos, sino porque el Padre le ha concedido la gracia de reconocerlo como Mesías. Más aún, es Jesús mismo, quien cambia a Pedro desde el interior, empezando por el nombre: “Simón, hijo de Juan”,  “Yo te digo, Tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no podrá contra ella”: El cambio de nombre, indica el nuevo encargo que Cristo le confiere: ser piedra de cimiento para el nuevo Israel que empieza a ser reunido. Este nuevo Israel es la Iglesia, asamblea de los elegidos, nuevo Pueblo de Dios, cuya misión será arrancar a los hombres del imperio de la muerte. A través de esta Iglesia viene el Reino de Dios, que es semejante a una ciudad, cuyas llaves se entregan a Pedro. Él es quien recibe el encargo de ser mayordomo y supervisor, con autoridad para interpretar la ley y adaptarla a las nuevas situaciones.

            Los hechos de Jesús hace 2000 años aún nos interpelan; aquellos hechos sucedidos en Cesarea de Filippo  junto al nacimiento del río Jordán, aún nos cuestionan. La pregunta de Jesús a los discípulos: “quién dice la gente que soy yo” y la respuesta de  Pedro a Jesús: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”; son aún como una interpelación personal, un problema crucial, algo muy importante. A pesar del secularismo cada vez más extendido; a pesar del abandono de prácticas y tradiciones cristianas, sigue siendo desafiante el diálogo que resonó en Cesarea de Pilippo y crea aún interrogaciones inquietantes.

            Por una parte, representa la novedad, la frescura y el contraste a un sistema viejo, árido y carente de creatividad. Por otra parte, para los pobres y oprimidos del mundo, Jesús es un liberador y signo de esperanza, que empuja a transformaciones sociales: es significativo que nuestro mundo no pueda prescindir de Jesús. Nuestra historia ha quedado marcada por la Encarnación,  la Pasión, el Viacrucis, la muerte y la Resurrección de Jesús, de tal modo que no se le puede ignorar.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango.

Dios es de todos

          arzo-01 Según el pensamiento del Antiguo Testamento, la humanidad se dividía en dos partes: de una parte, Israel, pueblo de Dios, al cual pertenecían la elección, la alianza y las promesas divinas; por otra parte, las naciones. La distinción era racial, política y religiosa: las naciones eran los que no conocían a Yahveh (los paganos) y los que no participaban en la vida de su pueblo, (los extranjeros). Esta diferencia entre Israel y las naciones, mide todo el desarrollo de la historia de la Salvación y oscila constantemente entre particularismo exclusivista y universalismo.

            Pero Israel, elegido y separado de entre las naciones, en el proyecto universal de Dios que mira a salvar a toda la humanidad. Tal visión de una salvación universal está abundantemente presente en el Antiguo Testamento, especialmente en Isaías, que preveía el encuentro de todas las naciones en una Jerusalén espiritual; su piedra de apoyo no será Sión, sino la misma persona del Mesías. Solo la fe, concederá la ciudadanía de esta Ciudad.

            La primera lectura de hoy, amplía esta perspectiva, y el templo, centro y corazón del judaísmo, resultará “casa de oración para todos los pueblos”. Dios no reunirá sólo a los dispersos de Israel, sino, junto a ellos, convocará a muchísimos otros hombres.           Jesús inaugura los últimos tiempos. Se esperaba que Él empujara inmediatamente las puertas hacia un universalismo sin límites; pero, en cambio, sus palabras y sus actitudes son contrastantes, a saber: no traspasa los límites de Palestina para predicar y hacer milagros: dice: “yo fui enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.

            Sin embargo, junto a las actitudes particularistas de Jesús, hay también una serie de citas, en que expresa admiración por los extranjeros que creen en Él: el centurión de Cafarnaúm (Mt 8,10), el samaritano leproso (Lc 17) y la mujer cananea de la que habla el Evangelio de hoy: son como las primicias de una numerosa multitud de extranjeros, de quienes predice la entrada a la fe y a las promesas, después que se topó con la incredulidad del pueblo elegido.

            Mirando a nuestros tiempos, constatamos una tentación cada vez más frecuente en la historia de la Iglesia y su actividad misionera. La proyección universalista se ha amortiguado y casi apagado con el subterfugio de sobreponer a la fe cristiana la cultura, las tradiciones y las civilizaciones de los pueblos, pensando que la unidad exige por fuerza uniformidad e igualdad parejas. Para manifestar la catolicidad de la Iglesia, no basta afirmar que ella está abierta a todos los pueblos. Tampoco es suficiente afirmar que ella puede adaptarse a todas las culturas, puesto que no es dependiente de ninguna cultura en particular.

Es necesario que ella exprese y manifieste con signos y con hechos, que todos los hombres y todos los pueblos, pueden sentarse en la Iglesia como en su casa. El universalismo del Evangelio está muy lejos de marcar como un sello de separación nuestras relaciones con los demás. Repasemos el trato de Cristo a la mujer cananea en el Evangelio de hoy: la mujer le expone y le ruega: “Señor, Hijo de David: mi hija vive maltratada por un demonio. Jesús no respondió nada. Los discípulos se acercaron y le dijeron: atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros. Él respondió: Dios, me envió sólo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Ella, fue ante Jesús, se postró y le suplicó: Señor, socórreme. Jesús respondió, no está bien tomar el pan de los hijos para tirarlo a los perritos. Ella contestó: también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Jesús le dijo: mujer, qué grande es tu fe; que te suceda lo que pides; y en ese momento sanó su hija”. (Mt 15, 21- 28): podemos concluir: el rechazo de Israel es culpable; la actitud humilde de la mujer cananea, salva.

      Héctor González Martínez

      Arz. de Durango.

Dios cercano a nosotros

         arzo-01   En la Biblia, Epifanía es toda manifestación de Dios accesible a los sentidos. En el Antiguo Testamento, son raras las apariciones de Dios bajo formas humanas: hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre, que, si lo viera o lo oyera, este puede morir. Sin embargo, en el AT, a Yahveh se le representa hablando familiarmente con Adán y Eva. Yahveh se aparece a Abraham e Isaac en forma humana. Al final de los tiempos, Yahveh se manifestará de nuevo con vistas a la restauración de Israel y al juicio final de las naciones.

            Hoy, las lecturas presentan dos escenas de teofanía: primero, al profeta Elías, Dios se le manifiesta en la suave brisa a la entrada de la caverna del monte Oreb, ahí donde Yahveh se había manifestado a Moisés; Elías como Moisés, tuvo una visión divina, simbolizando intimidad, paz y amor en el encuentro con Dios, que es bondad y misericordia. Luego, Dios se manifiesta  a los Apóstoles, en la persona de Jesús, que domina el mar con su presencia que trae paz, misericordia y verdad (Sal 84).

            Dios está con nosotros; está cercano y asiste a la Iglesia. Dios viene al encuentro del hombre, especialmente en momentos de necesidad, cuando es invocado con fe. El Dios de los profetas y de Jesús, es el que defiende a los pobres y a los débiles y que decepciona las esperanzas de quienes quieren disponer de su poder. Él está en el soplo ligero de la brisa suave, como significando espiritualidad e intimidad de las manifestaciones de Dios al hombre.

            La comunidad cristiana vive una existencia zarandeada por fuerzas manifiestas en persecuciones o dificultades internas y externas; con sus solas fuerzas no llegará al término de su vocación. Pero Jesús resucitado está presente en medio de los suyos; aunque invisible, Él asiste a la Iglesia y revive la experiencia de la peregrinación del Éxodo. Su fe, como la de Pedro, es puesta a prueba; pero la mano de Jesús que libra del abismo jamás le falta. Solo la fe sale victoriosa: la fe del cristiano que marcha al encuentro del Señor resucitado, en medio de la tempestad; la fe que como la de Pedro que empuja a ir lejos, a dejar las tranquilas seguridades de la tierra firme para caminar sobre las aguas.

            Afirmar que Cristo venció el dominio del mal es reconocer las dimensiones cósmicas de su obra. Antes de Él, la solidaridad del pecado abarcaba toda la creación; Él rompe esta dependencia. Así, la victoria del cristiano, no es solamente una victoria sobre sí mismo: tiene también una resonancia cósmica. El cristiano vence realmente el mundo, dominando sus elementos, como Cristo y Pedro dominaron el mar. La misión del cristiano consiste en sacudir el dominio del mal en todos los campos en que aparezca.

            Pero la primera lectura de hoy, subraya también otro aspecto del misterio de Dios y de la visión religiosa del universo: la experiencia de Elías hace comprender que Dios no está en los fenómenos naturales: huracán, terremoto, rayos, donde espontáneamente lo colocaban los paganos y las religiones naturales; tampoco en el fuego donde lo imaginaba el Antiguo Testamento (Ex. 19,18).

 Dios no se deja aprisionar por ningún elemento creado. La experiencia de Elías es particularmente significativa de la fe vivida en el mundo moderno: Elías, como Moisés es agraciado con una visión divina; como Moisés tuvo una experiencia de Dios, acompañada de una sensación de paz, como suave brisa acariciando sus mejillas en la altura del Monte Oreb. En la medida en que la ciencia ha profanizado la naturaleza y el mundo, ha hecho un servicio a la idea de Dios, puesto que Dios no puede quedar prisionero en las categorías humanas ni encerrado en los fenómenos de la naturaleza: Él es el Dios cercano a nosotros, de suma bondad y misericordia.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

El hambre del mundo

       arzo-01      Escuchamos hoy del Evangelio de S. Mateo, la primera multiplicación de los panes. Este primer relato, está situado en territorio judío, a la orilla occidental del lago, en que se recogen doce canastos, como aludiendo a las doce tribus de Israel, y simbolizando el ofrecimiento del Reino a Israel, que rechaza a Jesús. El relato subraya el papel de los discípulos como intermediarios entre Jesús y la gente. La barca en que se encuentran los discípulos, atacada en la noche por vientos contrarios y sacudida por las olas, es una imagen de la Iglesia. Pero, el desconcierto inicial de los discípulos se convierte al final en reconocimiento de Jesús como Hijo de Dios, que es fruto del encuentro personal con Él.

            Miremos detenidamente el contraste entre los habitantes de Nazaret y de los que sacrificaron al Bautista, y las gentes que como nuevo pueblo se congregan en torno a Jesús, y que hambrientas le siguen al desierto. S. Mateo suprime los detalles no necesarios, para resaltar los gestos y las palabras de Jesús. Él aparece como el que ordena con compasión, que agradece al Padre por el pan, que lo da a los discípulos para distribuirlo a la gente, como signo de alianza.

            El trozo evangélico de este domingo, forma parte de un conjunto que los exegetas designan con el nombre de “sección de los panes”, porque gira en torno a la narración de las dos multiplicaciones de los panes. Toda la narración es entendida de modo que Jesús aparezca como el nuevo Moisés, que ofrece un “maná” superior al del desierto, que triunfa sobre las aguas del mar como Moisés, que libera al pueblo del legalismo en que había caído la ley de Moisés, y amplía el acceso a la tierra prometida no sólo a los miembros del pueblo elegido, sino también a los paganos.

            Es fácil ver en el Evangelio de hoy, una imagen y una revelación de la Iglesia. En ella se realiza la gran abundancia de los bienes característica de los tiempos mesiánicos. Tal abundancia de bienes se da en el banquete, signo de comunión de vida y de participación de los bienes de Dios. Así, en pocos rasgos, Mateo presenta a la Iglesia como comunidad mesiánica escatológica. Y la presenta en su vitalidad y fecundidad, realizadas en la fraternidad de los discípulos en torno a Cristo, por el servicio a las multitudes. Es también lleno de significado que en el relato de la multiplicación de los panes el evangelista use todo el vocabulario de la narración de la Cena Eucarística.

            El milagro de Cafarnaúm es visto, como anticipación y promesa de la última Cena. La misma recolección en doce  canastos, de los pedazos sobrantes, además de indicar la abundancia mesiánica, tiene una referencia simbólica a la vida de la Iglesia. El milagro de Cafarnaúm, más allá de una resonancia histórica de prodigio en favor de una multitud hambrienta; es símbolo de la comunidad de los últimos tiempos, que se sienta a comer con Cristo; así mismo, es signo de la presencia permanente de Cristo, para dar a la humanidad de todo tiempo el verdadero Pan de Vida. La Iglesia es el lugar, y la Eucaristía es el momento privilegiado donde se descubre el poder de Cristo y se alcanza la capacidad de repetir el prodigio obrado por Él.

            La participación en el Pan de Vida, se expresa necesariamente en la decidida voluntad de intentar todo, para que los hambrientos sean saciados, los que tienen sed puedan beber, los que están desnudos puedan cubrirse, etc. (Cfr. Mt 25).     Al mismo tiempo, la Eucaristía hace que el creyente sea siempre más un hombre disponible y siempre más libre para el único servicio: el servicio de Dios que se identifica con el servicio a todos los hombres.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XVII A Ordinario, 29-VII-2014 El Reino de Dios

arzo-01Continuando con la temática sobre el Reino de Dios en el Evangelio de S. Mateo, la lectura de hoy, nos ofrece tres parábolas sobre: “el tesoro escondido en un campo”, el comerciante en perlas preciosas” y  “la red arrojada al mar”. La tercera, acentúa la separación que sucederá al final de los tiempos y sobre la suerte de los malos. Sólo quien logra comprender esta enseñanza será un verdadero discípulo y podrá anunciar a otros el tema del Reino.

            Existe un fuerte contraste entre la riqueza de la enseñanza bíblica sobre el Reino y la pobreza de la idea que logramos formarnos los cristianos. La imagen del Reino, casi no reclama nada a nuestras mentes. Y si algunas expresiones persisten a nivel de vocabulario corriente, (como edificación del Reino o venida del Reino), parecen haber perdido su dinamismo interior y su contenido claro y sólido.

            Y, sin embargo, el anuncio del Reino, es el objeto primario de la predicación neotestamentaria. Juan Bautista y Jesús, inician su predicación con el gozoso anuncio: “el Reino de Dios está cerca”. La Buena Nueva proclamada por Jesús, es, en definitiva, la llegada del Reino, que la Iglesia nos resume  cantando: tu Reino es vida, tu Reino es verdad; tu Reino es justicia, tu Reino es paz; tu Reino es gracia, tu Reino es amor; venga a nosotros tu Reino, Señor; venga a nosotros tu Reino, Señor. Y ¿qué cosa nos quiere decir Jesús? Vayamos al proyecto salvífico de Dios.

            Usando una expresión fuertemente evocadora para el antiguo pueblo elegido, el primer Testamento contiene ya en esbozo, la doctrina del Reino: el Mesías quiere anunciar a Israel que ya se cumplió la larga espera; las promesas que constituían la sustancia y el fundamento de su esperanza, se han vuelto realidad. Pero, al mismo tiempo, Jesús quiere corregir toda una mentalidad que se había asentado por siglos en la conciencia de Israel: el Reino de Dios no consiste en la restauración de la monarquía davídica, ni en una nueva edición de tipo nacionalístico.

            Jesús se inserta en la línea de los profetas, cuando compara el Reino anunciado por Él, con un tesoro o la perla preciosa, frente al cual todo el resto carece de valor. Cuando afirma que la Buena Nueva es anunciada a los pobres y se accede al Reino sólo accediendo a exigencias precisas de conversión y penitencia.

            Comparando el Reino con la semilla, con el grano de mostaza o con la levadura, Jesús quiere decir que este Reino ya está presente, pero aún lejano de su desarrollo definitivo. El Reino se construirá gradualmente, gracias a la fidelidad de sus discípulos al mandamiento nuevo del amor sin límites. Se trata de un Reino que no es de este mundo, aunque su construcción inicia aquí abajo. Es un Reino universal, abierto a todos, porque es el Reino del Padre, común a todos los hombres.

            El Reino de Dios está estrechamente ligado a la Iglesia. Pero no se limita a una sola realidad. En la perspectiva de su realización final, la Iglesia coincide verdaderamente con el Reino; pero en la realidad histórica y sociológica de aquí abajo, la Iglesia es el terreno privilegiado y siempre ambiguo a causa del pecado, en que el Reino se construye lentamente; pero no se deja capturar por ninguna realidad sociológica, ni siquiera de tipo religioso; avanza siempre por encima de toda realización concreta en que se manifiesta. El Reino de Dios ya está presente como una semilla, pero es necesario que crezca; inaugurado por Cristo es ciertamente, el cumplimiento de la antigua esperanza; pero también es aún, una realidad que debe edificarse progresivamente en toda la faz de la tierra. Y es competencia de todos nosotros, impulsarlo vigorosamente hacia adelante.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XVI A Ordinario; 20-VII-2014. La paciencia.

arzo-01Hoy, el Evangelio de S. Mateo ofrece tres parábolas: en la primera, “El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo y la cizaña que sembró un enemigo; en la segunda el Reino de los Cielos es semejante a la pequeña semilla de mostaza, que sembrada, crece hasta la estatura de un árbol en que anidan los pájaros; y en la tercera: “el Reino de los Cielos se parece a la levadura”, que mezclada con harina fermenta toda la masa (Mt 13, 24-43). El trozo evangélico del domingo anterior, ya anunciaba a una Iglesia en la que no todos serían buenos discípulos. Esta realidad, es bien puesta hoy en evidencia en las parábolas de la cizaña, de la semilla de mostaza y de la levadura.

Ante una dura, fea y desafiante realidad que atravesamos, por una parte aparece la paciencia de Dios y por otra nuestra impaciencia ¿cuál de las dos actitudes actúa para salvar? Sin duda que la paciencia de Dios. Él sabe que esa dura y desafiante realidad no pone en peligro el éxito del Reino. Por ahora, basta que el discípulo busque ser fermento; la perfección se dará al fin del Reino en la tierra. Por ello, Jesús rechaza todo extremismo.

 Nosotros encontramos la solución en la respuesta de Jesús a los discípulos que le plantean una pregunta: ¿procedemos sin dilación a arrancar la cizaña?; la respuesta no es sencilla, pues, al principio, pues al principio ambas plantas se parecen mucho; por eso el dueño del campo les pide que esperen hasta el tiempo de la cosecha, expresión que en los profetas se refiere al momento de la intervención de Dios como juez. Mientras tanto, el Reino de Dios se hace presente en el campo de la historia humana, creciendo como el trigo en medio de la cizaña, que le resta fuerza y le disminuye el fruto; pero, no obstante, logra abrirse paso para alcanzar la plenitud al final de los tiempos. En esta parábola se acentúa claramente hacia el futuro; pues la cuestión no es si el trigo y la cizaña puedan crecer juntos, sino sobre el discernimiento que tendrá lugar en el juicio final, en el que las obras de amor serán el criterio decisivo.

En las otras dos parábolas, del grano de mostaza y de la levadura, se subraya el contraste entre unos comienzos insignificantes y un final desbordante. Por ahora, la presencia del Reino es germinal, todavía es una realidad incipiente; pero su fuerza transformadora ha prendido ya en la historia de forma irreversible. Y Mateo, invita a los cristianos que ya han descubierto el Reino, a que vivan su opción con radicalidad y con alegría, pues una vez descubierto el Reino, todo lo demás carece de valor.

            Apliquemos esta paciencia de Dios a los actuales problemas mundiales. Una tendencia espontanea de la humanidad de todos los tiempos, es la de repartir a los hombres entre buenos y malos. Pensemos en las actuales confrontaciones mundiales, que colocan a buenos de una parte y malos de la otra parte. Tendencia que se da aún en el terreno religioso. Se invocan bendiciones para sí, para la propia familia, para el propio país; que las maldiciones golpeen a otros, a los contrarios, a los enemigos.

            La Sagrada Escritura es el libro de la paciencia divina que difiere siempre el castigo de su pueblo. Jesús inaugura el Reino de los últimos tiempos, no como juez que separa los buenos de los malos, sino como pastor universal, que vino ante todo por los pecadores. No excluye a nadie del Reino: todos son convocados, todos pueden entrar. En toda actitud de su vida, Jesús encarna la paciencia divina.

            La Iglesia, Cuerpo de Cristo, tiene la misión de encarnar entre los hombres, la paciencia de Jesús. Tarea de la Iglesia, aquí abajo, es revelar el verdadero rostro del amor. Aquí abajo, el grano está siempre mezclado a la cizaña, y la línea de separación entre uno y otra, pasa por el corazón y la conciencia de uno y otra; la separación de buenos y malos se hará después de la muerte.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XV ordinario A; 13-VII-2014

arzo-01Nos detenemos hoy, en la primera lectura, del profeta Isaías: “Como la lluvia y la nieve bajan del cielo, y no regresan, sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, hasta que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la Palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.

 Comenta el salmo 113B, 5, sobre los ídolos paganos: “tienen boca y no hablan”. Esta sátira sobre los ídolos mudos, subraya por contraste, uno de los trazos más característicos del Dios vivo: Él habla a los hombres; se revela en el lenguaje silencioso de la naturaleza y de los signos creaturales; Él habla con sus intervenciones históricas de salvación y de misericordia, de reclamo y de castigo. Él habla en el Antiguo Testamento por medio de los profetas, sus mediadores privilegiados; Él habla en sueños y visiones; se revela en inspiraciones personales; habla a Moisés boca a boca (Num 12, 8).

En el Antiguo Testamento, la Palabra de Dios es ante todo, un hecho, una experiencia. Dios habla directamente a hombres privilegiados y por su medio a todo su pueblo. La centralidad de la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento prepara el hecho sobrecogedor del Nuevo Testamento, en que la Palabra por excelencia, el Verbo, se hace carne. En la Historia de la Iglesia, las épocas de actualización, siempre han llevado a una restauración de la escucha y de la confrontación con la Palabra de Dios. Es lo que está sucediendo hoy. Lo prueba, el fervor de los estudios provocados por el Concilio Vaticano II y lo confirma la reforma litúrgica que se esfuerza en retornar a la Celebración de la Palabra el lugar que le corresponde.

También hoy, como en los tiempos de Jesús, la Palabra convoca y congrega a la Iglesia en torno al Padre. Y es en la profundización de la Palabra que los cristianos toman conciencia de ser Familia de Dios, su nuevo Pueblo de salvados. Y es la actitud de indiferencia, rechazo, descuido o aceptación ante la Palabra, lo que define nuestra posición ante el Reino de Dios.

La actitud de no escucha o de rechazo de la Palabra de Dios en tiempos de Jesús, se rencuentra en nuestros días en una actitud de indiferencia y de no comprensión de la Palabra por parte del hombre moderno. A veces, hasta los pastores, los predicadores y los misioneros, damos la impresión de hablar un idioma extranjero al hombre de hoy.

Los mismos cristianos tienen la sensación de una especie de divorcio entre su vida de todos los días y la Palabra que se les anuncia en la Asamblea Eucarística; parece ligada a otros tiempos, aparece como estática y sin impacto en la vida real. Cabe preguntarnos: ¿Es la Palabra de Dios la que es puesta en causa?; ¿o es sólo la honda, la fibra y el encuentro con el mundo y el hombre moderno, lo que aún no ha encontrado el adecuado contacto y la profundidad de conmoción?

En el curso de los siglos de Cristianismo, la Teología de la Predicación ha puesto el acento casi exclusivamente en la proclamación de la Palabra. La Palabra ha sido objeto de una predicación, como datos que deben ser consignados y transmitidos fielmente como un depósito precioso. La vida del cristiano, su experiencia cotidiana han sido vistas como un terreno en que es sembrada la Palabra.

La experiencia concreta de la vida, no ha sido vista como interlocutora, ni siquiera como reveladora de nuevos aspectos y significados de la Palabra. Dios hablaba sólo, ahí donde la Palabra era proclamada; ahí, donde las Sagradas Escrituras eran leídas y proclamadas. Nos queda mucho por avanzar, nos quedan aún muchas formas de salir como pide el Santo Padre Francisco.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

No temer a la persecución

arzo-01Durante toda la historia, el Pueblo de Dios ha experimentado la oposición violenta de los pueblos vecinos. Pero el misterio de la persecución religiosa, es distinto, aunque está  conectado al misterio del sufrimiento en general. El sufrimiento constituye un problema tormentoso, porque afecta a todos los hombres, aún justos e inocentes. Pero la persecución golpea a los justos, porque son justos; alcanza especialmente a los profetas, a causa de su amor a Dios y de la fidelidad a su palabra.

            El profeta Jeremías ocupa un lugar especial entre los perseguidos: él expresa mejor que otros la relación estrecha que existe entre la persecución y la misión profética. En la Primera lectura de hoy, en el contexto en que el profeta Jeremías se siente seducido por Dios y maldice el día en que nació, inserta una plegaria de confianza en el Señor, caracterizada por delicados sentimientos. Mientras que los adversarios traman como desfogar su venganza sobre el profeta, él pide al Señor que reivindique su honor, haciendo ver que defiende a quien confía en Yahvé-Dios. Esto lleva al profeta a la certeza de ser escuchado, de modo que eleva a Dios este himno de alabanza: “canten himnos al Señor, alábenlo, porque ha librado la vida del pobre de las manos de los malhechores”.

            La figura profética del siervo sufriente, cumple el plan de Dios aceptando el maltrato que el pueblo le aplica. La razón profunda que explica el drama del justo perseguido, aclara en el libro de la Sabiduría: para el impío, “el justo ha resultado embarazoso, insoportable a la simple vista” (Sab 2, 12-14), un testimonio del Dios viviente que es preferible no conocer. Condenando a Jesús al suplicio de la cruz, los hebreos continúan la injusticia de sus antepasados que persiguieron a los profetas y así, tratan de oponerse al plan de Dios. Pero el cálculo del hombre pecador resulta equivocado. “Los príncipes de este mundo”, crucificando “al Señor de la gloria”, resultan en realidad,  instrumentos de la sabiduría divina, porque la muerte de Cristo viene a ser salvación del mundo y gloria de Dios.

            Pero, en la enseñanza de Jesús, la persecución viene a ser una  bienaventuranza: así lo dice Jesús en el Evangelio de S. Mateo: “bienaventurados sean ustedes, cuando los insulten, los persigan y digan contra ustedes toda clase de calumnias por mi causa; alégrense y regocíjense entonces, porque su recompensa será grande en los cielos” (Mt 5, 11-12). La persecución es inevitable, pues “un servidor no es mayor que su amo, si me han perseguido a Mí, también a ustedes les perseguirán”. Empeñarse a seguir “en el camino de Dios”, significa encontrar en el propio camino dificultades siempre nuevas y siempre mayores.

            En nuestro mundo, dominado por el egoísmo y por la búsqueda del propio interés, quien predica el amor, el perdón y la pobreza, inevitablemente será perseguido, porque el pecado está radicalmente asentado en al corazón del hombre. Pero, el perseguido no teme, él tiene confianza en el Señor. Los perseguidores pueden matar el cuerpo, pero no tienen poder de arruinar el alma.

            Por eso, el cristiano afronta con gozo la persecución: al principio del Cristianísmo, los Apóstoles, liberados de la cárcel y de los azotes,  “se retiraron del Sanedrín, contentos de haber sido ultrajados por amor del Nombre de Jesús” (Hch 5, 41).

            Canto pues, para ustedes un verso estimulante del Profeta Jeremías: “Sedujísteme Señor, yo me dejé seducir; fue una lucha desigual, dominásteme Señor y fue tuya la victoria”.  Ventajas y honra son nada para mí, ante el sublime conocimiento de Cristo, mi Señor; nada hay en mi justicia, que es sólo apariencia, ante el conocimiento de este bien supremo que es Cristo, mi Señor. Para conocerlo fui lejos y me perdí y ahora que lo encontré, no quiero más dejarlo; quiero conocerlo siempre más y la fuerza de su Resurrección; sé que conocerlo es sufrir y morir como Él, más la vida es más fuerte.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango