Corramos con constancia en la carrera que nos toca…, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús (Heb 12,1-2)
Ser discípulo de Jesús en un mundo como el nuestro no resulta tarea fácil ni confortable tanto por la oposición exterior como por la resistencia interior. Jesús nos lo recuerda en el evangelio de la Misa: ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.
Tal fue la situación que le tocó vivir al profeta Jeremías, cuya existencia discurrió por los momentos amargos del exilio de Babilonia. El profeta intentó salvar de la destrucción la ciudad y el templo, pero fue en balde. Su propuesta, inspirada por Dios, de rendirse a los caldeos fue interpretada –con lógica humana– como de alta traición (pues desmoralizaba a los soldados y a la gente), por lo que fue perseguido y puesto en trance de muerte. Pero, finalmente, se cumplió el anuncio divino, siendo hecho prisionero el rey, al que le sacaron los ojos; sus hijos y sus dignatarios acabaron degollados; la ciudad y el templo fueron destruidos e incendiados… Los que se entregaron a los caldeos salvaron la vida, aunque fueron deportados a Babilonia; a la gente pobre se la dejó en Judá y le fueron entregadas viñas y tierras, y el profeta Jeremías fue respetado (Jer 39,9-12).
El mundo al que vino Jesús estaba ajeno a Dios, desquiciado y descarriado. En un mundo en que el hombre se erige en criterio de verdad y de bien, prevalece el interés particular; se quebranta el derecho y la justicia; el hombre –e incluso el mundo– no es respetado; se pone en riesgo hasta la viabilidad de la existencia (¡salvemos el planeta Tierra!, se grita cada vez con más fuerza). Cuanto más se encumbra el hombre (sin estar referido a Dios) tanto mayor peligro de desplome esconde. No deja de sorprendernos que Dios haya permitido una oposición tan frontal a su proyecto benéfico para el mundo (“la posibilidad de libertad de elección trae la escisión y la división” –P. Franquesa, Misa Dominical 1986,16). Hasta el punto de que sus fieles, y en especial su Mesías, llegaran a verse abocados a una situación crítica.
Jesús había venido a incendiar el mundo, y deseaba que ya estuviera ardiendo por los cuatro costados, aunque esto aún no se había producido. Siente cercano el momento predicho por el anciano Simeón en el templo de que Él sería un signo de contradicción, por causa del cual, muchos en Israel caerían o se levantarían y frente al que se pondrían de manifiesto los pensamientos de muchos corazones (Lc 2,34-35).
En el evangelio de hoy, Jesús habla de su misión en el mundo y de sus consecuencias. Es un pasaje cargado de sentimiento y emoción (téngase en cuenta que los versos 49-50: –«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!»– constituyen un logion, o palabras auténticas de Jesús –Schimid, El evangelio según san Lucas, Herder, 324). Jesús descubre sus sentimientos en relación con su misión, su impaciencia porque el Reino de Dios se establezca en la tierra y su angustia hasta llevar a cabo el principal encargo del Padre, como era el de recibir el bautismo de sangre, que había de ser la piedra angular para la instauración del Reino de Dios. Jesús se muestra deseoso de que la lucha empiece, de manera que cada cual tome partido por Él o contra Él.
Se define a sí mismo como un incendiario que ha venido a prender fuego al mundo, un mundo de pecado y perdición. Pero el incendio que Él quiere provocar no pretende consumir el mundo y destruirlo, ya que el mismo Jesús forma parte de este mundo. El fuego sale de su boca por la palabra de la Verdad; y, de su entraña, siembra la semilla de una vida inspirada por el Amor. La misión que le ha encargado el Padre es la de salvar al mundo, y esta operación pasa por su bautismo de sangre, que está deseando que tenga su cumplimiento, ya que, como anunció Juan Bautista, Jesús trae un bautismo con Espíritu Santo y fuego (Lc 3,16): fuego purificador y Espíritu vivificante. Jesús es el punto de partida de la regeneración del mundo; Él es también, en sí mismo, su perfección, y su consumación anticipada con respecto al mundo nuevo. Lo que producirá un cambio tan radical será la cruz, y quien quiera ser discípulo suyo habrá de llevar su propia cruz.
Podría ocurrir que algunos de sus seguidores se hubieran hecho a la idea de que el mensaje de Jesús era pacificador, contemporizador: pero nada más lejos de la realidad, antes al contrario causará división y odio aun en las familias. “La paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal” (Benedicto XVI, Ángelus 19.08.2007). La apocalíptica judía menciona la disensión en el seno de la familia como uno de los dolores mesiánicos, que precederá inmediatamente a la venida del Mesías (Schimid, 325). ¡Hasta tal punto radicalizará los espíritus! No será fácil para Él ni tampoco para sus seguidores. Pues no es extraño que el hombre engreído no tolere al hombre piadoso, ya que éste –con su vida recta– le echa en cara y le afea su conducta… Por eso, los discípulos de Jesús siempre encontrarán oposición, incluso entre los de su casa. No es que su mensaje promueva la lucha y la disensión, pero esto será inevitable, pues Dios es innegociable, ya que es la Verdad misma. Jesús establece el criterio, como dice el Papa Francisco: “Vivir para sí mismos o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir o servir; obedecer al propio yo u obedecer a Dios” (Ángelus 18.08.2013). E incluso algunos de los seguidores de Jesús serán exigidos al máximo hasta la entrega de su vida.
El autor de la Carta a los hebreos escribe a los cristianos del siglo I para que mantengan el ánimo en las pruebas y para estimularlos con el ejemplo de tantos testigos que, afianzados en su fe, realizaron proezas o fueron torturados hasta la muerte esperando una resurrección mejor (Heb 11,35), o pasaron por las pruebas de las burlas y los azotes, de las cadenas y la cárcel… (Heb 11,36-37; cf. Heb 11), y los exhorta a correr con la vista puesta en la meta, renunciando a lo que les estorba y al pecado, fijos los ojos en Jesús, que soportó la cruz y está sentado a la derecha de Dios, alentándolos al heroísmo, si fuera preciso: Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado, les dice (Heb 12,4).
En algunos lugares del mundo, los discípulos de Jesús siguen siendo literalmente crucificados como ocurrió a los primeros seguidores de Cristo, y ha sucedido a cristianos de todos los tiempos. En el momento presente, nosotros no soportamos una oposición tan encarnizada, pero no por eso menos peligrosa. Pues el sacrificio purifica y perfecciona; en cambio, es más difícil mantener la autenticidad de la fe y la verdad de una vida según Dios en una situación de increencia, de indiferencia, de pérdida o desorden de valores. Así pues, no os canséis ni perdáis el ánimo, como dice la Carta a los hebreos.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango