Quiero, queda limpio (1,41)

En aquellos tiempos se pensaba que la lepra era una enfermedad muy contagiosa, y normalmente incurable. Como con el ébola, se ponían todos los medios al alcance para evitar la propagación y el contagio de dicha enfermedad. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas como síntomas de lepra, la persona era declarada impura, con lo que quedaba condenada a no participar del culto, tenía que salir de la población, vivir en soledad, malvivir gritando por los caminos ¡impuro, impuro! para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. Era un excluido de la sociedad, una persona muerta en vida.

El leproso del evangelio, en algún momento, habría sido examinado por un sacerdote y diagnosticado como leproso (Lv 13,43-46). Desafiando las normas legales y a pesar de la repugnancia de la gente, el leproso se acerca a Jesús y le pide que lo limpie: si quieres, puedes limpiarme (1,40), que le levante la impureza ante Dios. Jesús se lo permite y también toca al leproso, a quien no podía tocar sin hacerse impuro. Jesús rompe moldes, normas y leyes, hasta las aparentemente sagradas, porque para él no hay nada más sagrado que el hombre, después de Dios, y precisamente desde Dios.

Ninguna ley humana, religiosa o civil, tiene valor absoluto. Lo único absoluto es el bien del hombre. Jesús lo cura, pero le dice que se presente al sacerdote para que también confirme su curación, y tenga conocimiento del poder de Jesús. Le dice también que no diga nada a nadie, pero el hombre ya curado no hace caso y se dedica a pregonar que Jesús lo ha curado. A partir de ese momento Jesús tiene que retirarse de los sitios públicos, porque Él también se ha convertido en un excluido al defender a los más débiles y marginados.

Cada episodio evangélico constituye un criterio de actuación para todos nosotros. Aunque la lepra sigue siendo enfermedad endémica, es bueno que nos preguntemos ante el texto evangélico de hoy: ¿qué otros equivalentes modernos de lepra podemos encontrarnos? ¿A cuántas personas excluimos de nuestra vida cuando nos enteramos de que tienen alguna enfermedad o carencia: minusválidos, drogadictos, SIDA, … Leprosos son todos aquellos marginados por razones de raza, cultura, religión, ideología, estilo de vida, enfermedad, pobreza o sexo. Las barreras, las distancias y los rechazos las ponemos nosotros.

Un cristiano, no sólo no debe poner un dedo para construir esos muros, sino que debe estar dispuesto a derribarlos. Pero para la mayoría de los cristianos sigue siendo más importante el cumplimiento de la ley que el acercamiento al marginado. Como para los fariseos del tiempo de Jesús, la ley sigue estando por encima de las personas. Seguimos justificando demasiados casos de marginación bajo pretexto de permanecer puros. Seguimos aferrados a la idea de que la impureza se contagia, pero el amor, la libertad, la entrega, la alegría de vivir, sí que se contagian. Seguimos temiendo a un Dios que sólo nos acepta cuando somos puros.

Seguimos creyendo en un Dios legislador y leguleyo. Ese no es el Dios de Jesús. Como hizo Jesús, también a nosotros nos corresponde hacer nuestro el dolor ajeno, ponernos en su lugar y vivir su experiencia dolorosa. Hoy celebramos el día de la Campaña contra el Hambre, qué buena ocasión para medir la autenticidad de nuestro amor al prójimo. No sirven los buenos sentimientos, es necesaria la compasión y la acción. S. Marcos nos dice que Jesús compadecido, extendió la mano y le tocó (1,41) e inmediatamente se le quitó la lepra.

La experiencia de ser aceptados nosotros por Dios, es el primer paso para no excluir a los demás, pues si partimos de la idea de un Dios que excluye, encontraremos mil razones para excluir en su nombre. Debiéramos preguntarnos ante la Palabra de Dios que hoy escuchamos: ¿De qué manera excluyo y juzgo en mis actitudes cotidianas a las demás personas? ¿En qué gestos concretos podemos construir una comunidad más coherente con las exigencias del Evangelio? Celebrar la eucaristía sin extender nuestra mano a los leprosos, carece de sentido.

Héctor González Martínez 

Arzobispo Emérito de Durango

¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1 Cor 9, 16)

Y esta predicación no la va a hacer por capricho o gusto personal, sino porque me han encargado este oficio. Lo hace sin esperar ningún beneficio personal, ni paga alguna, todo lo hace por el Evangelio (1 Cor 9, 17). Se siente él pagado suficientemente con el hecho de anunciar a todos la Buena Noticia de Jesús. Este Jesús es el que se le apareció en el camino de Damasco y lo llamó a ser su apóstol y al que Pablo respondió con su entrega total.

Jesús, por su parte, nos da el mejor ejemplo de “evangelizador” y de predicador del amor y de la salvación. Así es como nos lo presenta el evangelista Marcos en el principio mismo de su evangelio. En la escena que hemos contemplado en la lectura de hoy aparecía Jesús dirigiendo su palabra a la multitud que se agolpaba en torno a la casa de Pedro, cuya suegra junto con otros enfermos son curados por él. Después el evangelista nos dice que, después de descansar un poco y, mucho antes del amanecer, Jesús se había retirado para orar; al regresar los discípulo le dicen que allí ya hay mucha gente que lo está esperando, pero él les responde: Vamos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí, que para esto he salido (Mc 1, 38).

Las palabras de Pedro y sus compañeros: Todo el mundo te busca (Mc 1, 37) y las de Jesús: Vámonos a otra parte… que para esto he salido (Mc 1, 38) sugieren esta reflexión: hoy también muchos hombres, aunque no lo sepan, buscan a Dios, a Cristo; tenemos que preguntarnos, pues: ¿se lo mostramos los cristianos?, ¿nuestras palabras y, sobre todo, nuestras vidas lo anuncian? Que conste que no se trata de hacer de la calle un púlpito, al estilo de una secta bien conocida, que, además, predica un Jesús que no es tal; pero es posible que dejemos de pronunciar la palabra oportuna en momentos en que es preciso decirla. Mirad que ya vuestra presencia en la celebración dominical es la palabra callada, aunque cordial, que ha podido llegar a quien os ha visto venir y él no ha querido entrar. No dejemos pasar la ocasión de hacerla patente.

Todo cristiano, por bautizado y creyente, cada uno en su ambienten como simple fiel, ministro ordenado o misionero, estamos llamados, no sólo a salvarnos a nosotros mismos, sino a anunciar esa misma salvación a través del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. Algunos lo haremos a tiempo completo, con una entrega total, que hemos aceptado por vocación, otros, desde las posibilidades que les ofrece su vida matrimonial o profesional. Sólo así, a través de la Palabra proclamada y del servicio desinteresado de los cristianos, descubrirán los hombres a un Dios que da sentido a sus vidas. Para cobrar ánimo, sería bueno recordar aquella vieja sentencia, que seguramente la habréis oído, más de una vez: “Has salvado un alma, has salvado también la tuya”.

Preguntémonos, por tanto: ¿Cómo es nuestro compromiso “evangelizador”: con los hijos, con los alumnos, con las personas con las que trabajamos o nos relacionamos y, sobre todo, con aquellas y aquellos que se han olvidado de su fe? Ancho campo es el que se nos presenta y se nos llama a aportar de balde nuestro esfuerzo para que no quede baldío. Seguro que en todas nuestras iglesias los fieles escucharán al sacerdote que presida la celebración una recomendación parecida a ésta: ayudadnos a llevar la palabra de Jesús a donde nosotros no podemos llegar. Todos los que creemos en Cristo hemos de distinguirnos por la generosidad en nuestra entrega.

Un detalle ya citado, aunque no suficientemente subrayado: la “oración” de Jesús. A veces ora sólo, como en esta ocasión: Se levantó de madrugada –dice el evangelista–, cuando todavía estaba muy oscuro, y se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar (Mc 1, 35). Otras veces lo hará en compañía de los demás, en la sinagoga o en el templo. La lección es clara: difícilmente podremos vivir cristianamente y menos aún llevar a cabo nuestra misión evangelizadora, si no ponemos en nuestra vida, además de la Eucaristía, otros momentos de oración. Mirad a Pedro le parecía que era urgente que Jesús volviese al ministerio, porque todo el mundo te busca. Pero Jesús ha optado por la soledad para orar y encontrar en el diálogo con el Padre la fuerza para su actividad.

Jesús, Dios y hombre que era, quiso necesitar de la oración para llevar a cabo su misión y además para ofrecernos a nosotros, más necesitados que él, un ejemplo. Es absolutamente necesario unir el trabajo evangelizador con la oración. Ni más ni menos que lo que dice el adagio popular: “a Dios rogando y con el mazo dando”. Nunca debemos caer en la tentación de un activismo excesivo, pero tampoco podemos quedar con los brazos cruzados ante un panorama de indiferencia e incluso de un activismo descristianizador; en la oración recordamos que es Dios quien nos envía y en cuyo nombre hablamos y actuamos. Que Él nos ayude con su gracia.

Héctor González Martínez 

Arzobispo Emérito de Durango

«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen» (Mc 1,27)

L

La palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado pone el foco en la comunicación de Dios con el hombre, necesaria y luminosa. Y es que el hombre no ha sido arrojado a la existencia en un planeta insignificante del universo, siendo él aún más insignificante; no ha venido a la existencia por azar, ni tampoco ha sido dejado a su libre albedrío para que actúe caprichosamente, según su entender, sin otra cortapisa que su propio poder. Por el contrario, el hombre es objeto de un proyecto amoroso de Dios, para que se integre en su propia vida divina, gozando de una inmortalidad dichosa.

Los cristianos entendemos que el mundo real no es un caos, sino un cosmos; que es verdadero porque procede de un Ser sólido e indestructible (ni por la nada ni por el mal); por eso, la vida humana tiene sentido y contempla un horizonte esperanzador. De ahí que tenga plena vigencia la comunicación de Dios con el hombre (el Creador con su criatura; el Padre con el hijo), hecho a imagen de Dios, inteligente y libre, para ayudarle a que dirija su existencia con acierto, conforme al plan divino.

A pesar de la distancia infinita que separa al hombre de Dios, sin embargo la comunicación entre ambos es posible, pues, al haber hecho al hombre semejante a Él, lo hizo capaz de comprender un mensaje exterior y de comunicar su vida interior. El hecho de que Dios se digne a hablar con el hombre es muestra de respeto y deferencia, pues la palabra transmite mensajes, establece la comunicación de dos sujetos (de dos intimidades), pero no fuerza la voluntad, sino que deja margen para la reflexión, la acogida y la decisión personal.

Pero ¿por qué ha de hablar Dios al hombre? ¿Qué necesidad tiene el hombre de la comunicación de Dios? La razón de la necesidad de que Dios instruya al hombre es porque el hombre ha sido puesto en un tren en marcha, que no sabe de dónde viene ni adónde va. (A pesar de que, con el avance de la astronomía y biología va tomando conciencia de su historia, aunque sólo a un nivel empírico, superficial). Especialmente el hombre situado en un mundo de pecado corre serio peligro de extraviar la trayectoria de su vida. ¡Y es tanto lo que está en juego! Pero no se trata de un juego intrascendente, sino de una decisión seria y comprometida.

En la comunicación de Dios con el hombre, el Señor ha procedido con pedagogía, hablándole primero por la naturaleza; luego lo hizo personalmente, al pueblo de Israel. Pero el pueblo se sentía abrumado por la grandeza y majestad de Dios, por lo que le pidió que le hablara por medio de Moisés. Durante muchos siglos prosiguió su comunicación con el pueblo por medio de los profetas, hasta que, alcanzada la plenitud de los tiempos, decidió hablarle por medio de su Hijo.

El Hijo es la Palabra de Dios por la que el Padre expresa su propio ser en toda su Verdad desde la eternidad. El Hijo es la expresión perfecta del Padre y es Dios como el Padre. Para hacer asequible su mensaje a la capacidad de la comprensión humana, moduló su Palabra divina haciéndose hombre como nosotros: adquiriendo nuestro aspecto; participando de nuestras limitaciones, haciéndose así perfectamente inteligible. Jesús es la expresión viva de Dios. Viéndolo a Él, se puede decir con verdad: “He ahí a Dios; así es Dios”.

El evangelista Marcos presenta a Jesús como un Maestro especial que expone la palabra de Dios con sabiduría, claridad y autoridad. No en vano, Jesús tenía un trato íntimo con Dios, con quien se comunicaba de forma natural. Como dice san Juan, Jesús es el Hijo de Dios, engendrado desde la eternidad por el Padre, que conoce perfectamente al Padre y, siendo la Palabra del Padre, nos lo ha dado a conocer. Por eso, haremos bien en prestarle atención y aprender de Él, pues, en Él, se nos da a conocer lo que Dios quiere para nosotros y lo que espera de nosotros (Jn 1,1-18).

Jesús, no sólo habla con autoridad, sino que actúa con poder. En Él se manifiesta el poder liberador y misericordioso de Dios, al cual no puede oponerse ningún poder maléfico. Él, personalmente, ha vencido al Malo, por eso nos invita a no tener miedo, sino a sentirnos seguros. Pues ningún mal puede dañar al hombre que se sitúa bajo la protección de Dios (Jn 16,33).

Salgamos convencidos de que Dios quiere comunicarse con cada uno de nosotros. Cada uno debe prestar atención a Dios y hacer un hueco en su vida para poderlo escuchar.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Convertíos y creed en el Evangelio

Durante el presente año litúrgico escucharemos principalmente el evangelio de S. Marcos, que no es otro que la misma persona de Jesús. En el texto evangélico que hoy escuchamos, Jesucristo, inicia su vida pública, y la comienza en Galilea, allí mismo donde Juan Bautista acaba de ser decapitado por Herodes. Y comienza predicando el Reino: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio (1,14-15). Jesucristo no define qué es el Reino, pero es el centro de su predicación y la pasión que anima toda su actividad; todo lo que dice y hace está al servicio del Reino de Dios, es como el hilo conductor que atraviesa todo el Evangelio de Marcos.

El Reino de Dios reclama dos actitudes para que se haga realidad en nosotros: la conversión y la fe. La palabra conversión está tan manida y tan mal usada que apenas la prestamos atención. La consideramos como un esfuerzo personal y un arrepentimiento, cuando en sentido evangélico significa primeramente aceptar la salvación que generosamente Dios nos ofrece y como consecuencia de esta generosidad, está nuestra respuesta: volver hacia atrás, tomar otro camino, el de Dios. Es Dios quien da el primer paso.

El drama de nuestro tiempo está en que nos hemos acostumbrado a una felicidad aparente y no queremos enderezar nuestros pasos. Son muchos los que adoptan comportamientos inmorales en el ámbito familiar, profesional, social, y sin embargo creen que llevan una vida buena, que no tienen pecado, que no hacen mal a nadie, y por tanto creen que no tienen necesidad de conversión, porque ¿de qué podrá convertirse el hombre cuando cree estar en el buen camino?… Y estamos los buenos, los que no matamos ni robamos. ¿También tenemos que convertirnos? ¿De qué nos vamos a convertir? No matamos ni robamos, pero vivimos una espiritualidad mediocre, una vida cargada de indiferencia y de falta de sensibilidad ante tantas necesidades, nos puede la inercia y la dureza de corazón. Precisamente la conversión es el antídoto contra la mediocridad, contra la inercia de la sociedad sociológicamente cristiana. El converso percibe la novedad, se da cuenta de la maravilla de la fe. Tiene la sensibilidad entera y despierta: lo ve todo con ojos nuevos, con todos sus perfiles. Todos tenemos necesidad de conversión. La llamada a la conversión tiene siempre como objetivo poner en cuestión el modo de vivir y de ser de cualquiera, convencernos de que hay otros caminos, que merece la pena recorrer. La tragedia del hombre de hoy está en que a Jesús, su Reino, lo hemos convertido en algo secundario, sin influencia en nuestras vidas y valores.

La conversión y la fe se manifiestan en el seguimiento de Jesús. La vocación de los primeros discípulos es un ejemplo concreto de conversión y de fe. La conversión permite a Dios que sea Dios; es decir, llega a romper la cerrazón humana, a abandonar toda autosuficiencia, a vivir la existencia terrena como don recibido de Dios. La respuesta implica desprendimiento y renuncia y se traduce en “seguimiento”. Discípulo no es el que abandona algo, sino el que encuentra a alguien y le sigue.

Seguir a Jesús es participar de su vida. La llamada de Jesús a su seguimiento no admite demora ni retraso, al instante, inmediatamente porque la urgencia del Reino apremia. Para seguirlo, hay que dejar las redes, es decir, hay que eliminar todo lo que impide estar ágiles y disponibles para anunciar el Evangelio y ser testigos del Reino de Dios. ¿Hay algo en nosotros que nos tenga enredados? El que acepta la llamada a una vida nueva ha de renunciar a la antigua, ahora comienza algo nuevo y esa novedad implica la renuncia de lo anterior y el inicio de un nuevo camino: el camino de Jesús. ¿Estamos dispuestos a recorrerlo? Los llamados a seguir a Jesucristo -consigna válida para todo cristiano- hemos de sentirnos libres de todo condicionamiento: embarcación, redes, lazos familiares, es decir, vivir la vida con Jesús, según la fe, la esperanza y la caridad, y no según los criterios del egoísmo, de lo útil, de la sola racionalidad.

Hoy Jesús sigue llamando, porque la obra que Él comenzó aún no se ha completado. A cada uno nos llama a seguirle, a lo largo de nuestra historia personal, por caminos distintos, según nuestras cualidades, nuestra historia y según su voluntad. ¿Sabemos lo que Jesús quiere de nosotros? ¿Cómo lo vivimos?

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Aquí estoy porque me has llamado (1 Sam 3,5)

Después de celebrar los misterios del Nacimiento y de la Infancia de Jesús e incluso su Bautismo el pasado domingo, preparando el comienzo de su ministerio público, iniciamos con este Segundo Domingo el llamado Tiempo Ordinario. San Juan Bautista, que a lo largo del Adviento nos preparó para la venida de Jesús, hoy al verlo pasar, dice a sus discípulos: Éste es el Cordero de Dios (Jn 1,35), palabras que algunos tomaron como invitación a seguirle; concretamente, dos, se acercan a él y le preguntan: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Venid y veréis –les responde–. Entonces fueron… y se quedaron con él aquel día (Jn 1,38-39).

Por otra parte, en la primera lectura hemos visto cómo Samuel, al oír su nombre, piensa que es Helí quien lo llama y acude rápido a su llamada; éste comprende que es Dios quien está llamando al joven y le indica que, si le vuelve a llamar, responda: Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam 3, 10). Con ello se nos invita a hacer lo mismo. Por su parte, los dos discípulos del Bautista al escuchar sus palabras sobre Jesús las consideraron como una llamada personal a la que debían responder y lo siguieron.

En efecto, Dios sigue llamando a todos de mil maneras. A unos los llama a la vida consagrada o al ministerio ordenado dentro de la comunidad, y ¡cuántos se hacen los sordos o distraídos!; a otros, a la vida matrimonial; y, desde luego, a todos, a una vida cristiana coherente. Llamada esta que no se hace desde la distancia, sino desde la cercanía, porque la fe, desde siempre, se definió como encuentro personal con Dios, encuentro en el que la iniciativa parte de él, adhesión entusiasta a lo que él quiere; de modo que lo tuyo es decir sí, al estilo de Samuel, de Pablo y de los Apóstoles que siguieron a Jesús.

Y si en el corazón hay entusiasmo, las exigencias de la moral cristiana, lejos de ser un fardo pesado, se transforman en caminos luminosos, porque el amor, el amor verdadero nunca dirá basta y, además, siempre sabe lo que hay que amar. Es por eso por lo que aquel enamorado de Dios que se llamó Agustín de Hipona, pudo decir: “Ama et quod vis fac” (In Iohan. evang., 7, 8), cuya traducción correcta es: Ama y lo que quieres hazlo, y no esa otra que corre por ahí: Ama y haz lo que quieras y que da lugar a tantas aberraciones, puesto que existe, dice el Santo, un amor bueno o verdadero y un amor malo o falso; y si es éste el que te lleva, verdaderamente odias lo que dices que amas.

Volvamos al pasaje evangélico, que se inicia con una mirada de Juan a Jesús y se cierra con otra mirada, la del propio Jesús a Pedro. Son miradas en profundidad que, además, anticipan el futuro de Jesús y de Pedro. Entre ambas miradas discurre también el proceso de los dos discípulos de Juan que fueron tras de Jesús. Uno de ellos: Andrés, hermano de Simón, el otro, casi con certeza, es el propio Juan, autor del evangelio y hermano de Santiago. Ambos oyen, buscan, ven y descubren; y al igual que el Bautista les había comunicado su descubrimiento de Jesús –el Cordero de Dios– también ellos comunicarán su propio descubrimiento, tras haber vivido con él: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1, 41).

En el proceso vocacional que vemos en las lecturas de hoy llama la atención, en efecto, que Dios se sirve de otras personas que ayudan a los destinatarios de su llamamiento. Helí supo orientar a Samuel a reconocer la voz de Dios. El Bautista declaró a sus discípulos quién era Jesús. A Pedro le llegó la noticia de Jesús por medio de su hermano.

También ahora Dios es el que llama, pero para ello no se sirve normalmente de milagros o de voces de ángeles sino de la ayuda de otras personas que orientan la vocación. Puede ser la propia familia, unos amigos, unos maestros y educadores, un sacerdote, que dicen una palabra justa; otras veces puede ser un acontecimiento eclesial el suscita el interés. Y siempre será la comunidad eclesial que debe dar testimonio y orientar a los jóvenes hacia una vocación concreta. Por supuesto para que pueda llegar al descubrimiento de Jesús el joven deberá dedicar tiempo a la búsqueda, en el silencio y la oración.

La celebración de la Eucaristía nos ofrece la oportunidad de imitar, ante todo, la actitud del joven Samuel, diciéndole como él al Señor: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Luego ese joven o cualquiera de nosotros será o seremos profetas que hablaremos a los demás en nombre de Dios, pero antes habremos aprendido a “escuchar”. El Maestro y Profeta que Dios nos ha enviado, Cristo Jesús, nos irá enseñando sus caminos a lo largo de todo el año. Una primera actitud de sus seguidores es la de “escucharle”, en la liturgia de la Palabra de la primera parte de la Misa, con atención y docilidad.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

La Sagrada Familia

Inmersos en plena Navidad, contemplamos en este último día del año civil la Sagrada Familia; la Iglesia nos invita a contemplar, a poner ahí los ojos. El misterio de la Navidad tuvo lugar en una familia humilde y creyente. María y José fueron dóciles al plan de Dios permitiendo que se encarnara y cumpliera su misión redentora. El Evangelio nos recuerda que la Sagrada Familia no fue inmune al dolor, hoy nos ofrece la escena de la presentación en el Templo y nos ayuda a profundizar el clima de la Navidad: Jesús, el Salvador, entra por primera vez en el Templo en cumplimiento de las profecías. Simeón y Ana representan al grupo de Israel que acoge al enviado de Dios, como anteriormente lo habían hecho los pastores (junto con María y José), y los magos de oriente por parte de los demás pueblos. Junto a la alegría ante las alabanzas de Simeón y Ana, el episodio debió de ser una experiencia agridulce y fuerte para María y José. Las premoniciones sobre su Hijo tendrán su cumplimiento trágico al pie de la Cruz, y su respuesta definitiva en la Resurrección.

La Navidad se entiende desde la Pascua. Una experiencia que no acabaron de entender, y que seguramente pertenecería a esas cosas que María guardaba, rumiándolas, en su corazón, hasta que comprendiera la plenitud del misterio de su Hijo. Sin duda alguna no comprenden los planes de Dios, pero los guardan, los meditan en su corazón, tanto María como José. Se adhieren a la voluntad de Dios dejando en un segundo plano los propios gustos, los propios criterios, aprenden a prescindir de sí mediante un acto pleno de abandono y confianza. Se adhieren a Dios por la fe acogiendo su palabra, quitando seguridades e ilusiones humanas para mantenerse unidos a la palabra del Señor a pesar de todos los obstáculos y pesares que su cumplimiento les fue presentando.

En realidad, Jesús ha querido formar parte de una familia natural para participar de algún modo misterioso de la gran familia humana. María y José, acogiendo a Jesús, y acompañándole en su crecimiento integral como hombre (Lc 2, 52) son modelo de aquel amor responsable y generoso que los padres, como partícipes del poder creador de Dios, han de ofrecer a sus hijos. La familia es el marco donde nacemos y nos realizamos. Para nosotros, como lo fue para la Sagrada Familia de Nazaret, vivir la fe significa poner a Dios por encima de nuestra jerarquía de valores, cumplir su voluntad a través de las manifestaciones concretas y puntuales que se nos van presentando en la vida. Podemos decir que donde existen familias sanas, bien formadas, instruidas en su fe católica, y conscientes de su misión dentro de la Iglesia, ahí florece la vida cristiana. Nos acercamos a esta Familia con infinito respeto. Ha sido llamada al servicio del plan salvador de Dios en clave muy especial. En ella encontramos la plenitud de la comunión interpersonal y del pacto conyugal y de las relaciones entre padres e hijo: aunque aquí la relación paternal biológica, que no es la más decisiva ni la más profunda, ha sido puesta al servicio de la perfecta fecundidad del Espíritu de Dios.

La Sagrada Familia nos invita a revisar el clima de amor, comprensión y comunicación en nuestra propia familia o comunidad. El mundo de hoy hace difícil esta comunión, pero la Navidad nos invita a que en verdad «la caridad empiece por casa», por haber experimentado la cercanía del amor de Dios.

La salud de una familia cristiana, su equilibrio y trabazón, tiene un factor decisivo en su actitud ante Dios: la escucha obediente a su Palabra, la oración, la «presentación en el Templo» y el encuentro con Dios en la Eucaristía dominical: esto es lo que da solidez al amor mutuo y firmeza a una fe que no pocas veces atraviesa momentos difíciles.

Los modelos de convivencia que hoy se nos presentan como buenos en poco se parecen a aquel modelo de la familia de Nazaret. Y la familia que hoy quiere ser cristiana se siente zarandeada, desorientada, desanimada. Por eso esta fiesta de la Sagrada Familia debe ser para nosotros una inyección de fuerza y de luz. Tomar fuerza de ese Jesús que viene a traernos vida: fuerza para confiar y para dialogar, para callar a veces y para perdonar siempre: que todo son maneras de amar. Y dejarnos orientar por esa luz que nos llega de su palabra y de su ejemplo. Teniendo por encima de todo esto el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada (Col 3,14). Haciendo que la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza (Col 3,16). En resumen: que todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús (Col 3,17).

Movida siempre por el amor, con Dios como piloto, como faro, y como puerto… la familia cristiana navega seguir sabiendo que puede ser, todavía, la alternativa que saque al mundo del atasco y desaliento en que se muere.

Mons. Héctor González 

Arzobispo Emérito de Durango

 

 

En medio de nosotros hay uno que no conocéis (Jn 1,26)

A las puertas de la Navidad, el texto evangélico de hoy nos presenta a un profeta enviado por Dios (Jn 1,6-8.19-28), se llama Juan y viene para dar testimonio de la luz. El evangelista nos dice que Juan es testigo y como testigo su misión es dar testimonio, en este caso testimonio de la luz. El Bautista es un puente para creer en la luz, es un testigo privilegiado cuya misión es prepararle al Mesías un pueblo bien dispuesto. Todo para que todos, sin excepción, creyeran por medio de Juan el Bautista. La segunda parte del evangelio de hoy (vv.19-28) nos refiere concretamente la manera cómo Juan Bautista da testimonio del Mesías que viene: no era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz (v.8), es testigo de Jesús, no es Jesús. Siempre es un testigo y como tal ocupa un lugar destacado en la historia de la salvación.

Las autoridades judías envían una embajada para investigar su labor. Con razón podían identificar a Juan como el Mesías esperado por su mensaje, por su estilo de vida, por su testimonio. Ante las preguntas a las que es sometido responde tres veces con rotundidad: No. No es ni Elías, ni el profeta, ni el Mesías esperado. Juan no tiene ningún interés en hablar sobre sí mismo: Él confesó: “yo no soy el Mesías” (v. 20). Su único propósito era el de concentrar la atención sobre el Mesías esperado y que ya estaba entre ellos. Entonces ¿quién es este hombre? Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor” (v.23). Juan Bautista no usurpa el lugar que le corresponde a Jesús. Es un testigo humilde y sincero que reconoce su lugar y misión, sabe que debe dar testimonio de Jesús y no se ajusta tanto a la pregunta que le hicieron como a los pensamientos que tenían en su mente: “Yo no soy el Mesías” (v.20). El gozo de Juan era que Cristo fuese más conocido que él. No era el esperado del pueblo, pero no deja de anunciarlo con una poderosa profesión de fe: En medio de vosotros hay uno que no conocéis (v.26).

Juan es el testigo en quien nos debemos fijar en estos días previos a la Navidad. La actitud de Juan, sea cual sea la historia en la que andamos sumergidos, nos marca un camino a los cristiano; su misión y nuestra misión es testificar o indicar la presencia de Cristo en el mundo, procurando que nuestro testimonio sea transparente y los hombres descubran en nosotros el rostro de Jesús. Sabemos que Jesús se encuentra entre nosotros, que está en medio de nuestro mundo. Tres actitudes destaca S. Pablo en la segunda lectura: la alegría, la oración y la gratitud.

Estas tres actitudes cristianas señalan el modo cómo tenemos que esperar y descubrir al Señor porque esta es la voluntad de Dios respecto de vosotros (v.17). Pero para hacer posible estas tres actitudes fundamentales de un cristiano auténtico tenemos que dejar que el Espíritu Santo actúe dentro de cada uno. El Apóstol dice: No apaguéis el espíritu (v.19). Sin la luz del Espíritu Santo no podemos distinguir las obras de Dios y las que no son de Dios.

Nuestro testimonio debe realizarse con palabras y hechos concretos que muestren al que es la plena iluminación: Jesucristo. Y para lograrlo, el Evangelio nos pide que hagamos espacio al Dios encarnado, como lo hizo el Bautista, sin desvirtuar la Buena Nueva y sin hacernos propaganda a nosotros mismos. Pero además, nos pide que sepamos apartarnos para no estorbar al encuentro que se da entre Dios y cada persona. El testigo sabe apartarse para dar lugar a Dios, está abierto a la auténtica alegría, ha experimentado los efectos de la Luz en su propia vida. Esa Luz que da sentido a la existencia, que transfigura las tinieblas y que hace surgir la paz por la práctica de la justicia y del amor fraterno.

¡Cuántos cristianos han apagado la llama interior del Espíritu Santo! En la actual sociedad consumista en la que vivimos la Navidad sufre una especie de contaminación comercial, que corre el peligro de alterar su auténtico espíritu, caracterizado por el recogimiento, la sobriedad y una alegría no exterior sino íntima. Y si no reconocemos al Mesías entre nosotros, ¿qué celebramos en la Navidad? El testimonio de Juan es una llamada urgente a revisar nuestra vida. Ignorar a Cristo es ignorar lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nuestra salvación.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Preparar el camino del Señor, enderezar sus senderos (Mc 1,2)

Ahí está el múltiple mensaje que nos ofrece la liturgia de la palabra, al iniciar la segunda semana del Adviento. En la consigna preparad el camino, formulada por el Profeta y repetida por el Bautista y en la certeza de que el Señor ya ha venido y que aún continúa viniendo, estaría condensado lo más de nuestro quehacer en la preparación para la gran fiesta. No hace falta ser ingenieros de caminos para entender lo que pide la construcción de una autopista: una serie de infraestructuras, puentes, desvíos, desmontes. Las imágenes que emplea Isaías y repite san Juan Bautista hemos de aplicarlas a nuestra situación espiritual y humana. De modo que: los valles y los vacíos existentes en nuestra vida deberán ser rellenados, los montes de nuestra autosuficiencia o nuestro orgullo habrá que rebajarlos, lo torcido de nuestras trampas y ambigüedades deberá ser enderezado; no menos urgente es allanar lo escabroso de nuestros pecados e idolatrías.

La venida del Señor nos pide, como preparación, una actitud de fe y confiada espera. De esta manera lo expresaba san Pedro en la segunda lectura: Mientras esperáis estos acontecimientos procurad que Dios os encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables (2P 3, 14). Palabras que contienen una doble intención: nos avisan de que hemos de estar siempre preparados, porque el Señor podría llegar en cualquier momento, al finalizar nuestro recorrido en este mundo; en segundo lugar, las palabras de san Pedro nos dicen que este encuentro definitivo con Él, será feliz, sin duda, si en estos momentos especiales reavivamos nuestra preparación para recibirlo en la Navidad. Responda, pues, cada uno a esta pregunta: ¿Qué voy a hacer para preparar y vivir en cristiano las próximas Fiestas?

Seguramente lo que hagamos tendrá mucho que ver con este nombre: CONVERSIÓN; conversión esta que siempre es un proceso y consiste en un cambio de actitud en grande o en pequeño para mejor. Transformación interior que siempre tendrá su manifestación en frutos externos, en los que nunca se ha de buscar el aplauso de nadie sino la sencilla aprobación de Dios. No podemos quedar de brazos cruzados, cuando hay tanto que hacer para lograr un mundo más justo, más humano, más cristiano. Concretando: el esfuerzo por liberarse de los propios egoísmos ha de llevarnos a realizaciones altamente positivas en las estructuras familiares, sociales, eclesiales. A esta tarea hay que echarle mucho coraje y mucho amor. Convertirse, en definitiva, es vivir en Cristo y esperar en Él.

La voz del Bautista la hace suya la Iglesia no sólo través de sus ministros sino de cada uno de sus miembros. Ellos la harán resonar en medio del desierto, desierto este en que se han convertido grandes áreas del mundo habitado, porque muchos de sus habitantes prescinden, o pretenden prescindir, de lo espiritual y lo transcendente. En todo caso, en el desierto hay oasis en los moramos todos los cristianos que hemos optado por escuchar esa voz y, por supuesto, queremos seguirla lo más fielmente posible; puede haber momentos en que cunde el desánimo por mil motivos, por ello se hace necesario volver a escuchar la llamada del Adviento, para así reemprender con ganas el camino. Sepamos también que cada uno de los moradores del oasis, con su palabra y su vida ejemplar, se transforma en pregonero del mensaje del Bautista; debes saber que ayudando a salvar al hermano, tanto al que está dentro como al que está fuera, te has salvado a ti mismo.

Concluyamos repitiendo, una vez más: en este Adviento se deberá notar, de verdad, que no sólo la comunidad sino cada uno personalmente, hemos cambiado en algo: que preparamos y ayudamos a otros a preparar el camino. Ante el desánimo o la pereza el Adviento nos invita a no perder la esperanza y a seguir trabajando para que se hagan una realidad esos cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia (2Pe 3, 13) de que nos hablaba san Pedro en su carta. El mundo mejorará si mejora nuestro entorno más cercano; para ello, de inmediato habrá que poner a nuestro alrededor un poco más de cariño, más solidaridad, más optimismo; en cristiano, más caridad.

Y para llevar a cabo todo esto contamos con el “viático”, es decir, el alimento para el camino, que nos dejó Cristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía: su palabra y su Cuerpo y Sangre, como luz y comida para no desfallecer o desorientarnos en nuestro caminar. Como anticipo de lo que le digamos cuando llegue el momento de recibirlo sacramentalmente, aquí está nuestra oración: Haz, Señor, que la levadura de tu reino nos convierta en hombres y mujeres nuevos a la medida de Cristo Jesús, para que seamos fermento capaz de transformar desde dentro las estructuras familiares, laborales, políticas y económicas, posibilitando el nacimiento del hombre y de un mundo nuevos. Amén.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

«¡Ojalá rasgaras los cielos y bajaras!»

El primer domingo de Adviento marca el comienzo del año litúrgico. En realidad, lo que señala es el principio del tiempo nuevo, por el nacimiento del Salvador, Jesús, que divide la historia humana en un antes y un después. Las cuatro semanas de Adviento son el periodo de preparación que determina la Iglesia para disponernos a recibir al Señor, que viene a nuestro encuentro. Estas cuatro semanas, junto con la Natividad del Señor, la Sagrada Familia, la solemnidad de Santa María Madre de Dios y la Circuncisión de Jesús, la Epifanía (o Reyes Magos) y el Bautismo de Jesús conforman el ciclo de Navidad.

En el ciclo de Navidad, celebramos la venida del Hijo de Dios en carne mortal, desde la morada celeste -que es propia de Dios y en la que ha dado cabida a los ángeles- al cosmos, en que ha situado la morada de los hombres. Pero, desde que la comunidad de creyentes en Cristo tomó conciencia de la presencia real de Dios en medio de los hombres por la encarnación, muerte, resurrección y ascensión de Jesús a los cielos, para llevar a cabo la obra de la salvación, la Iglesia no dejó de mirar, con un ojo, hacia la primera venida en humildad del Mesías de Dios, y, con el otro, hacia la segunda venida del Hijo del hombre en su gloria, a juzgar al mundo, es decir, a completar la salvación del universo (todavía en proceso), llevándolo a la plena comunión con Él y con el Padre en el Espíritu Santo. Ambas venidas del Señor son inseparables, pues la primera venida en humildad se ordenaba a la segunda, en gloria; y la venida para instaurar el Reino de Dios, no hubiera sido posible sin la venida en carne mortal.

Por eso, no es de extrañar que, al iniciar el tiempo de preparación para la Navidad, el evangelio apunte hacia la segunda venida de Cristo, la parusía, exhortando a la vigilancia y a la responsabilidad, es decir, a no descuidarse y a no aflojar la intensidad en el esfuerzo por hacer efectiva la gracia que Dios nos ha dado en Cristo, al hacernos hijos suyos.

De hecho, la Iglesia primitiva vivió con tal intensidad la expectación de la venida gloriosa del Señor que llegó a sentirla temporalmente cercana. En virtud de esta expectación, la comunidad de creyentes se estimulaba a no relajarse, llevando una vida mundana, sino a tratar de vivir conforme a la nueva vida inaugurada por Cristo, para todos los hombres, plenamente identificada con Dios, en el caso personal de Cristo. Vida de la que participamos ya los bautizados en Jesucristo, y que se debe caracterizar por una conducta que se asemeje a la santidad de Dios.

Pero, por el pecado, el hombre experimenta que Dios le oculta su rostro, por lo que se siente huérfano, y marchito como las hojas, e incapaz de revertir la situación. Mas, no obstante, recuerda que el Dios del cielo es un Dios que se vuelca con quien espera en Él, y que sale al encuentro de quien practica la justicia. Dios, es nuestro padre porque nos hizo, como el alfarero a la vasija (Is 64,7) y porque nos ha liberado del pecado y de la muerte, como tenía obligación de hacer el pariente más próximo con el familiar oprimido (Is 63,16b).

Para esto se hizo hombre el Hijo de Dios, para que los hombres nos convirtiéramos en hijos de Dios, llevando a plenitud la semejanza que Dios plasmó en la naturaleza del varón y de la mujer, cuando los creó al principio (Gén 1,27).

El distintivo de los hijos de Dios ha de ser el amor (en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros [Jn 13,35]): amor con que el Padre engendró al Hijo, y que éste correspondió de igual manera, inspirando ambos el Amor mutuo, el Espíritu Santo o tercera dimensión de Dios. Sólo viviendo en un amor puro puede el hombre integrarse plenamente en la vida de Dios, hacerse partícipe de su naturaleza divina y gozar de su inmortalidad.

No se puede posponer esta tarea hasta que empiecen a manifestarse los presagios de la segunda venida de Cristo, como si ésta hubiera de retrasarse indefinidamente, cuando lo cierto es que el Señor ya ha venido, nos ha redimido y ha sido recibido en la gloria de Dios, participada por los ángeles. Dios ha venido a nuestro mundo, viene constantemente llamando a nuestra puerta, y vendrá al fin del mundo. ¡Ahora! es, pues, el tiempo de la gracia y de la misericordia.

Debemos considerarnos afortunados por haber conocido la venida del Hijo de Dios a la tierra; al mismo tiempo, hemos de sentir la responsabilidad de admitirlo en nuestras vidas, ordenando cada uno la suya conforme a los valores que se sustentan en Cristo, y dando testimonio de Él con nuestras obras, para que los hombres crean en Él y den gloria a Dios.

Héctor González Martínez.

Arzobispo Emérito de Durango

Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hiscisteis (Mt 25,41)

Hemos llegado a la solemnidad de Cristo Rey, último domingo del ciclo litúrgico. El evangelio nos presenta la escena del juicio final. Jesucristo nos ofrece la materia del juicio, es decir qué es lo que va a considerar decisivo para colocarnos a su derecha o a su izquierda. -derecha e izquierda tienen sentido simbólico no político; en la Escritura la derecha siempre es signo de bendición, la izquierda significa todo lo contrario, lo negativo-. En el evangelio de S. Mateo Jesucristo termina la predicación pública con el mismo tema con que la había iniciado: bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, lo que tienen hambre, los misericordiosos… (Mt 5,3-12).

           En el Sermón de la Montaña bienaventuranzas y justicia van unidas: Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (v. 12), y en el tema del juicio final también van unidas la justicia y la vida, tanto para los que están a su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre: heredad… (v. 34) como para los que están a su izquierda y no han querido ver Cristo en la persona necesitada: Apartaos de mí, malditos… (v.41). Todos estaremos frente a Cristo Rey y será puesta al desnudo la autenticidad de nuestra relación con Dios, lo que cada uno ha hecho o ha dejado de hacer. En realidad seremos nosotros mismos quienes nos dictaremos la sentencia según hayamos acogido o rechazado al necesitado. Jesucristo solamente constatará lo que hemos hecho, lo que día a día hemos escrito con hechos. Jesús nos lo anticipa para que abramos los ojos. Estamos a tiempo de prepararnos un juicio favorable.

En la escena evangélica no se pronuncian palabras como justicia, solidaridad, amor. Jesús habla de comida, de ropa, de bebida, de techo para guarecerse. Jesucristo se identifica con los indefensos, por ello nuestra actitud hacia ellos expresa realmente cuál es nuestra actitud hacia Dios. Solamente liberando a quienes sufren construiremos la vida tal como Dios la quiere.

A Cristo no se le encuentra en las nubes, se le encuentra entre los más insignificantes, aunque no pertenezcan a nuestra comunidad. Para acceder al reino, tenemos que pasar por la vida de los hermanos: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis (v.40). Los que están a la derecha responderán al juicio: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero y te recogimos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? (v.39) y reformulado, lo volvemos a escuchar (v.44) cuando los que están a su izquierda le hacen la misma pregunta. Jesús se identifica con todo tipo de necesitados, está presente de manera real en todos y en cada una de estas personas. Según la parábola es más importante el amor y servicio a los pobres que preocuparse de reconocer en ellos la presencia de Jesús.

Si nuestra religiosidad se fundamentada sólo en el culto y en las oraciones, no escucharemos la voz de Jesús que nos invita a entrar en la casa del Padre. Lo esencial y de lo que seremos juzgados pasa por la atención que hemos prestado al hermano necesitado. Importa no sólo escuchar este evangelio, sino leerlo y releerlo. De seguro que en la vida de cada uno tenemos muchas cosas que cambiar si queremos ser fieles al Señor. Debemos preguntarnos si los pobres, los necesitados marcan nuestras prioridades y si nuestro estilo de vida está en conformidad con lo que hoy nos pide el evangelio.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango